
Miraba esas fotos como quien se asoma a una ventana
Según los policías, un vecino señaló a Ángel González, de 16 años, de haber participado en el derribo de la estatua del fallecido presidente Hugo Chávez ubicada en la plaza Bolívar de La Guaira. Por eso allanaron la casa de su padre y por eso le pidieron al adolescente que se presentara ante las autoridades cuanto antes. Eso hizo, creyendo que en cuestión de horas aclararía el malentendido. Estaba equivocado.
Pedro González estaba sentado frente al televisor cuando escuchó los golpes. Apenas tuvo tiempo de levantarse antes de que derribaran a patadas la puerta de su casa: 16 miembros de la Brigada de Respuesta Inmediata (BRI) de la Policía Nacional Bolivariana irrumpían en su vivienda, en el sector El Guamacho, estado La Guaira. Entraron con los rostros cubiertos y las armas en alto.
Pedro no entendía qué pasaba ni por qué estaban allí. Uno de los policías le informó que estaban buscando a su hijo, Ángel Gabriel González, de 16 años. Ninguno le mostró orden de allanamiento ni de aprehensión. Ni le explicaron por qué buscaban a Ángel. En medio del sobresalto y los nervios, Pedro solo repetía, una y otra vez, lo que para él era una certeza: “Mi hijo no es un delincuente”.
Los funcionarios continuaron revisando cada rincón de la casa. Decían que buscaban dos prendas de vestir (un mono y una chaqueta de color gris) que, afirmaban, había usado un sujeto que aparecía en un video difundido en redes sociales 10 días antes —el 29 de julio de 2025—, cuando un grupo de ciudadanos salió a las calles a manifestar contra el anuncio oficial que daba a Nicolás Maduro como ganador para un nuevo período presidencial.
Aquella noche, en medio de la represión de las fuerzas de seguridad del Estado, ciudadanos incendiaron paradas de transporte público, módulos policiales y derribaron una estatua del fallecido presidente Hugo Chávez, ubicada en la plaza Bolívar de La Guaira. Los funcionarios en la casa de Pedro decían que un vecino había señalado a Ángel como uno de los responsables de ese hecho.
Pedro no puso resistencia. Solo les advirtió que no encontrarían nada: les dijo que Ángel no usaba ese tipo de ropa porque no le gustaba. Y, con la voz temblorosa, agregó:
—Mi hijo no vive acá. La información que les dieron es falsa.
—Deja de mentir, ¿en dónde tienen escondido al chamo? Es mejor que cooperes, ya que les podría ir peor a todos. Tu hijo es un terrorista.
Esa última frase se le quedó grabada. Terrorista. Terrorista. Terrorista. Pedro enmudeció con el eco de esa palabra pesada.
Es un hombre sencillo, de pocas palabras, al que nunca le han gustado las discusiones. Solía pasar los días con Ángel entre bolsas de cemento y herramientas desgastadas. El muchacho lo ayudaba en la albañilería, mezclando arena y levantando paredes. La sonrisa y la personalidad alegre de su hijo aligeraban las jornadas arduas. ¿Qué responder ahora que le decían que ese jovencito, lleno de vida, contento porque estaba por convertirse en padre, era un peligro para el país?
En efecto, los hombres armados no encontraron las evidencias que buscaban. Insistieron en que Ángel debía presentarse de inmediato ante las autoridades, y amenazaron con detener a Pedro si no lo hacía, alegando que su comparecencia era obligatoria. Solo entonces se marcharon, dejando atrás a un padre preocupado, paralizado, confundido y lleno de ansiedad.

La mañana siguiente, 9 de agosto, Pedro y Mirbelis González, hermana de Ángel, lo acompañaron a presentarse en la sede de la Secretaría de Seguridad Ciudadana Integral, en la parroquia Caraballeda. Ángel caminaba tranquilo, con la certeza de quien no tiene nada que temer. Seguro todo se aclararía en cuestión de horas, pensaba.
Pedro iba callado, pensativo. Mirbelis, en cambio, iba un tanto exaltada, con paso firme. Ese día no había ido al Mercado Estadal Cacique de Maiquetía, en donde trabajaba como vendedora de productos de maquillaje, y no pensaba regresar sin haber dejado el problema resuelto. Los tres estaban seguros de que se trataba de una confusión. No podía ser de otra manera: el 29 de julio, ese día de los acontecimientos, Ángel estaba en la casa de su abuela, en el sector Canaima, parroquia Carlos Soublette, donde vivía con su pareja desde hacía varios meses. Es decir, estaba lejos, a unos 20 minutos en carro, de la plaza Bolívar donde estaba la estatua que derribaron.
Cuando llegaron, el inspector de guardia le pidió a Pedro y a Mirbelis esperar afuera de la sede mientras interrogaban a Ángel. Pasaron dos horas para que el hombre volviera a salir: les informó que podían retirarse, que Ángel se había declarado culpable. No querían irse. Tenían el deseo de entrar y llevárselo de vuelta a casa. Pero no podían hacer otra cosa que devolverse, tan indignados como confundidos y preocupados.
Una preocupación que les mantuvo el alma en vilo hasta que volvieron a ver a Ángel, cuatro días después, el 13 de agosto, cuando lo trasladaron al Circuito Judicial Penal de La Guaira, en la parroquia Macuto, donde fue imputado por los delitos de terrorismo, incitación al odio, obstrucción a la vía pública y daños al patrimonio público. Más tarde, lo enviaron al centro de detención preventiva de Caraballeda.
A Ángel lo que más le dolía no era el estar detenido ni los cargos que le atribuían y que ni siquiera entendía bien qué significaban. Lo que realmente lo atormentaba era no estar presente en el momento en que su hijo naciera.
Ya en el centro de detención preventiva, el muchacho se dio cuenta de lo difícil que serían los días: las pequeñas oficinas de una vieja jefatura eran utilizadas como celdas, sin baños ni ventilación. Ante la ausencia de cárceles en el estado, el centro albergaba a todos los detenidos de la zona. Mientras 5 de ellos permanecían en una celda contigua, Ángel convivía con otros 9 adolescentes varones, a quienes también acusaban por los disturbios del 29 de julio y el derribo de la estatua de Hugo Chávez.
El 21 de agosto, 8 días después, volvió a ver a su hermana. Únicamente permitían el ingreso de mujeres los días asignados para recibir familiares y, en el caso de Mirbelis, solo podía entrar los miércoles, según el último dígito de su número de cédula. La sala de visitas era pequeña y el calor lo volvía todo más lento y pesado. Mirbelis esperó en silencio, apretando entre las manos la bolsa con comida que le había llevado a su hermano. Cuando lo vio entrar, le costó reconocerlo. Estaba más flaco, más pálido y sus ojos lucían cansados por no dormir. Apenas pudo, lo abrazó sin decir palabra.
En ese encuentro, Ángel le contó lo que había sido una de las peores experiencias de su vida. Al principio lo hizo con frases sueltas y apenas audibles. Luego, como si se quebrara por dentro, las palabras se le agolparon en la boca:
—Es difícil lo que te quiero contar… Cuando me detuvieron, fui brutalmente maltratado —dijo Ángel con la voz entrecortada.
—¡¿Qué te hicieron?! —se apresuró Mirbelis.
—Yo estaba negado a grabar un video en el que me tenía que declarar culpable, por lo que me acostaron boca abajo sobre un colchón. Me metieron la cabeza en una bolsa plástica. Mientras uno me asfixiaba, otros me insultaban. Aguanté lo más que pude, pero estaba perdiendo el conocimiento cuando vi que comenzó a salirme sangre por la nariz. En ese momento, acepté grabar el video.
Mientras hablaba, Ángel lloraba sin control. Sentía rabia, vergüenza y miedo. Miedo por él y por los suyos. En parte por esa razón había decidido callar. Sabía que al hablar, el peso de lo vivido también recaería sobre sus hermanas, su padre, su abuela y su pareja. Y no quería que ellos sufrieran por él.

Mirbelis también lloró, pero lo hizo en silencio, con la cara hundida en el hombro de su hermano mientras lo abrazaba. No quería que la viera quebrarse, pero el llanto le temblaba en la garganta desde el instante en que lo vio. En ese momento, por primera vez desde que todo empezó, se permitió sentir miedo: se dio cuenta de que esa nueva versión de Ángel, con la voz apagada y los ojos sin brillo, no se parecía al hermano que ella recordaba.
Ese mismo día, él le entregó varias cartas para sus familiares. Había encontrado en la escritura una forma de desahogo y una oportunidad de decir lo que callaba. La distancia, el encierro y el silencio lo estaban volviendo más sensible. Ya no era el muchacho que solía reír por cualquier cosa. Se había vuelto muy retraído, así que escribía con urgencia, como si necesitara dejar algún tipo de evidencia o constancia de que aún existía.
Un mes y medio después, el Tribunal Especial Segundo con competencia de terrorismo inició el juicio de Ángel. Le permitieron la defensa pública. Con el paso de los días, cuatro adolescentes fueron liberados bajo medida de presentación. Ángel tenía la esperanza de que el próximo sería él. Mientras esperaba, llegó una noticia que lo alegró y que, al mismo tiempo, lo entristeció: ya era padre. Había sido el 13 de octubre, solo que él lo supo tres días después, cuando su hermana lo visitó.
No le permitieron conocer a su hijo ni hacer el trámite de presentarlo. Tampoco autorizaron la visita de su pareja, argumentando que ella no era un familiar directo. Se tuvo que conformar con ver fotos de su hijo en el celular de su hermana. Entonces lloró de emoción, pero también de impotencia. En los días siguientes, volvía a esas fotos como quien se asoma a una ventana y no dejaba de preguntarle a su hermana cómo estaba el bebé.
Después le llegó una nueva noticia, una pequeña posibilidad que lo cambió todo por unas horas. El 6 de diciembre, el fiscal general solicitó una reunión con el padre de Ángel y los otros representantes de los adolescentes que aún estaban detenidos por el derribo de la estatua. Les prometió que sus hijos serían liberados.
Seis días después, Mirbelis recibió una llamada de la Fiscalía informándole que debían presentarse ese día en el tribunal, porque Ángel quedaría en libertad. De inmediato le avisó a su padre. Ambos dejaron a un lado sus ocupaciones y se trasladaron a Macuto con la esperanza de que esta vez fuera cierto.
En la tarde ya estaban ahí. También llegó el resto de la familia, hermanas, abuela y la pareja de Ángel. Todos fueron retenidos en el tribunal hasta las 9:00 de la noche. A esa hora, un funcionario salió a decirles que la excarcelación no procedería, debido a la supuesta falta de un documento del que no dieron mayores detalles. Ese día, liberaron a un único adolescente.
Ángel no preguntó nada. No quiso mirar a su familia cuando salió del circuito judicial para ser llevado de nuevo al centro de detención. Reconocía el dolor y la decepción que les estaba causando. Caminó con la cabeza baja y la mirada perdida. La indignación no le dejaba espacio ni para el consuelo.
Lo poco que le quedaba de esperanza había desaparecido esa noche.

Llegó la Navidad y nada que celebrar. La familia solo podía pensar en la silla vacía de Ángel. Y él decidió escribir una nueva carta.
Eran unas líneas cargadas de desesperanza. Cuando se la entregó a Mirbelis, ella confirmó que algo no estaba bien con él. Lo notó en la forma en cómo la miraba y en ese gesto apagado que ya no intentaba disimular.
En la carta, Ángel manifestaba el dolor que le causaba estar detenido, separado de su familia y, especialmente, de su hijo. Recordaba la muerte de su madre, ocurrida un año antes, durante un tiroteo en Brasil, a donde había migrado. Escribió que esos 4 meses y 16 días encerrado estaban marcados por la tristeza. Contó que había guardado la esperanza de recuperar su libertad el 12 de diciembre, cuando le prometieron que sería excarcelado, cosa que no pasó. A su padre le decía que lo extrañaba mucho y le pedía perdón por el dolor que le estaba causando a él y a sus hermanas. Y confesaba sentirse cansado; tanto que, algunas veces, solo tenía ganas de dormir y no despertar más.
—Ángel, estás muy diferente —le dijo Mirbelis al leerla.
—No puedo estar de otra manera, cuando sigo detenido injustamente. Soy inocente y estoy aquí, sin poder continuar con mi vida. Extraño a mi familia y a un hijo al que aún no puedo conocer. No creo merecer esto.
—Sé que no es fácil, pero debemos mantenernos positivos. Tu familia te ama y te está esperando; esos son motivos suficientes para seguir luchando y creer que esto que vives hoy se acabará pronto.
Mirbelis se preocupó por el estado de ánimo de Ángel. Ella, que con apenas 24 años había asumido sin pensarlo el rol de madre, no podía quedarse de brazos cruzados. Necesitaba alzar la voz, gritarle al mundo lo que estaban viviendo. Así, decidió hacer pública la carta a través de un medio de comunicación regional. Y la gente la apoyó: “Esta carta me rompió el corazón”, “¿Hasta cuándo seguirán causándole sufrimiento a tantas familias?”, “¡Suelten ya a todos los presos!”, “Que se cumplan y respeten los derechos humanos. ¡Libertad para ellos!”
La fiscalía no se pronunció. En cambio, la directiva del centro de detención, molesta, respondió prohibiendo que a Ángel y a los otros dos adolescentes que quedaban recluidos, les dieran hojas, cuadernos, lápices y creyones. Era una forma de impedir que expresaran lo que sentían.
Durante los primeros cuatro meses de 2025, el padre y la hermana de Ángel se reunieron con representantes de diferentes organizaciones nacionales e internacionales dedicadas a la defensa de los derechos humanos en búsqueda de apoyo para lograr una pronta liberación. Presentaron informes e hicieron denuncias buscando apoyo para lograr su excarcelación.
A pesar de los esfuerzos, nada ha cambiado.
El 19 de mayo de 2025, Ángel cumplió 17 años.
Sus familiares estuvieron dispuestos a hacer todo lo posible para estar con él. No querían que siguiera tan apocado y que más bien ese día fuese diferente, especial. Pedro y Mirbelis fueron al centro de detención. No hubo torta de cumpleaños, pero sí abrazos largos y lágrimas contenidas. Ángel recibió sus golosinas favoritas y, por un rato, pareció estar animado. Bromeaba, hacía preguntas y se reía. Por un momento, fue como si hubiese vuelto el muchacho alegre que era. Sin embargo, casi al final de la visita, no pudo seguir disfrazando su malestar.
—Papá, no deseo estar acá. Quiero y necesito salir.
Pedro asintió, sin saber bien qué decir.
—Lo sé, hijo. Estás viviendo una injusticia y sabemos el daño que te han hecho. Debes aguantar un poco más.
Ángel respiró hondo, como si estuviera cansado de escuchar lo que para él era tan difícil de lograr.
—No creo poder hacerlo. Cada vez me siento más decepcionado al no ver posibilidades para mi liberación. No veo salida de aquí.
Pedro lo escuchó y lo miró un largo rato, buscando en su cara algún rastro de lo que había sido antes. No encontró ninguno. Quiso decir algo, pero las palabras no salieron. Entonces abrazó a Ángel con efusividad.
Con el paso del tiempo, los familiares han notado con preocupación cómo se ha ido apagando. Después de cada audiencia, llora, no tiene ánimos de hablar y cree que no habrá justicia para él.
Hasta ahora, dos policías han atestiguado en contra de Ángel, señalándolo como cómplice de los hechos del 29 de julio de 2024. Pero sus versiones no coinciden. Un policía dijo que lo detuvieron en su casa. Otro, que fue capturado infraganti, aunque no pudo precisar la fecha. Pese a esas contradicciones y a la falta de pruebas, el juez no le ha permitido la liberación.
El 28 de mayo, tras una nueva audiencia, Ángel salió llorando. Pedro se acercó para motivarlo.
—Tranquilo, ya verás que todo estará bien.
Ángel no contestó de inmediato. Cuando lo hizo, respondió con frialdad.
—Siento que ya no hay motivos para vivir. Me siguen creyendo culpable. No lo soporto más.
—Hijo, eres más fuerte y valioso de lo que crees. Te amo y confío en ti. Solo necesito que tú también lo hagas. En casa todos te esperamos.
Lo abrazó con fuerza. Y poco después no le quedó más que marcharse.
85 Lecturas