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Era la señal de que Dios la había escuchado

Jun 21, 2025

Aunque vivió en distintas ciudades de Venezuela, Zoraida Díaz siempre volvió a Cumanacoa, en el estado Sucre, donde nació, creció y se enamoró de la música. Allí en más de una oportunidad ha tenido que constatar de primera mano la fuerza de la naturaleza. 

ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE

Por esos días llovía muy fuerte. El de la noche del 1ro de julio de 2024 parecía ser otro aguacero más de esa temporada de lluvias constantes. Zoraida Díaz, una mujer que a sus 75 años sigue cantando en la Orquesta Sinfónica de Cumanacoa, estaba sola en su casa, ubicada en la avenida principal de Antonio José de Sucre de ese pueblo del oriente venezolano. Apenas la acompañaba Scarlet, una perrita poodle. La oscuridad de la noche, producto de un corte de luz, y el sonido de las gotas de una lluvia leve que golpeaban el techo de zinc, envolvían la habitación. Pronto el sueño la venció, algo inusual en ella que, al igual que su perrita, se despierta al escuchar cualquier ruido.

Pasadas las 12:00 de la madrugada, en la serranía del Turimiquire —a 2 mil 200 metros sobre el nivel del mar, donde el río Manzanares inicia su camino de 80 kilómetros, antes de atravesar la ciudad de Cumaná y desembocar en el golfo de Cariaco— la fuerza del huracán Beryl intensificaría la lluvia, transformándola en un torrencial aguacero. Uno con estruendos de relámpagos que despertarían a cualquiera de un sueño profundo. 

A Gabriela su hija la despertó a las 3:26 de la madrugada. Una amiga que vivía en Barrio Blanco la había llamado y le dijo que el río estaba metiéndose en las casas y que la gente estaba saliendo hacia la avenida principal. Iban a refugiarse en la Biblioteca Pública “José Gibbs Caña”, un edificio de tres pisos, donde estarían a salvo.

En menos de cinco minutos, Gabriela salió de su casa, bajo la lluvia, con su esposo y sus hijos rumbo a la biblioteca. Allí, le pidió a una cuñada que le avisara a Zoraida. Y fue al rato cuando el río se apoderó de las calles. Con furia.

—¿Dónde está la señora Zoraida? ¿Le avisaron? —le preguntó Gabriela a su cuñada. 

—No salió. Yo la llamé pero no salió.

Gabriela entró en pánico, su primer pensamiento fue llamarla por teléfono, pero se percató de que no tenía saldo. Le pidió el favor a una de las personas que estaban en la biblioteca. Marcó el número. Zoraida contestó:

—¿Qué fue, mija?

Gabriela, nerviosa, preguntó:

—¿Dónde está usted, señora Zoraida?

—Aquí en mi casa. Estaba durmiendo… ¿Por qué?

Gabriela, entre la desesperación y los nervios, respiró profundo y le dijo:

—¡Ay, señora Zoraida! Párese rápido, súbase sobre una mesa, el río se está metiendo, está muy feo. Ni se le ocurra abrir la puerta porque se la va a llevar. 

Ya era tarde, el río había entrado al hogar de Zoraida.

—¡Ay, Dios mío! ¿Por qué no me avisaron? ¿Por qué? 

Gabriela, al escuchar sus palabras, colgó la llamada y comenzó a llorar. Se le pasó por la mente llamar a los hijos de Zoraida, quienes estaban a muchos kilómetros de distancia. 

Todo les recordaba a otras tragedias. En 2012 el río se salió del cauce, producto del paso de la tormenta tropical Isaac, un fenómeno meteorológico similar a los de 1953 y 1981, que han desencadenado la furia del Manzanares, lo que demuestra un patrón de vulnerabilidad en el municipio Montes ante este tipo de eventos naturales, no solo por el clima húmedo que predomina en la zona, sino por la construcción de viviendas cerca de riachuelos.

Gabriela llamó de nuevo a Zoraida. 

El agua ya estaba subiendo de nivel. Entre gritos y lamentos, Zoraida repetía una y otra vez:

—¿Por qué no me avisaron? 

A Gabriela ya no le salían las palabras. Le pidió a una señora que rezara con Zoraida por teléfono, mientras, entre lágrimas, se armaba de valor para llamar a los hijos de Zoraida, y así pudieran despedirse de su mamá, darle el último adiós, si ese era el destino.

Maricruz, Jesús Manuel y Soraya, la menor de los tres, vivían en Puerto La Cruz. Eran el fruto del matrimonio con Manuel Aquiles, a quien Zoraida conoció a sus 20 años en Cumanacoa. Él era operador de máquinas pesadas. Por su trabajo debía viajar mucho: vivieron en Maturín, Anaco y Puerto La Cruz. 

Aunque sus pasos la llevaran por otros caminos, Cumanacoa siempre estaba presente en el corazón de Zoraida. Resonaban los recuerdos de sus padres, los acordes del cuatro que aprendió a tocar desde muy pequeña. 

La Casa del Abuelo, un restaurante de ambiente familiar, sería la razón para que Zoraida volviera con más frecuencia. Su hermana Sabina la conminó a trabajar allí con ella. Y a Zoraida le encantó la idea, no solo para apoyar a su esposo Manuel con los gastos del hogar, sino para ser parte de ese sueño de su hermana de enaltecer la gastronomía y la cultura del municipio Montes.

En poco tiempo, el lugar se convirtió en una opción de esparcimiento para los habitantes del pueblo y los turistas, la mayoría provenientes de Cumaná, quienes escapaban del bullicio de la capital del estado Sucre para conectarse con la tranquilidad de Cumanacoa. Allí el tiempo fluye sin prisa, así como el agua dulce de sus ríos y quebradas que desembocan en el Manzanares, ese gigante dormido que despierta su furia en temporadas de lluvias, generando angustia y temor entre los pobladores. 

El mismo sentimiento que transformó la vida de Zoraida en 2003.

Un cáncer en la columna estaba consumiendo la vida de Sabina. Zoraida no dudó en dejar su hogar en Puerto La Cruz y mudarse a Cumanacoa para cuidar de su hermana. Un recordatorio de que la vida puede cambiar de curso en un instante, pero no el amor entre hermanas. 

Los días se convirtieron en noches de cuidado y cariño. Sabina, ya debilitada pero llena de gratitud, le heredó a Zoraida su restaurante, ubicado justo al lado de la casa de sus padres que, con el tiempo, sería el nuevo hogar de Zoraida. Una casa de paredes altas, pasillo largo y patio extenso, donde pega la brisa fresca. 

Un acto de agradecimiento y amor que el duelo reemplazaría la noche del 5 de enero de 2005. Zoraida sintió el contraste de la algarabía que se sentía en el pueblo, inmerso en las fiestas patronales de San Baltazar, mientras ella se despedía de su hermana.

Así, el legado de Sabina guiaría a Zoraida a conectarse con sus raíces. Arraigada en Cumanacoa, reabrió La Casa del Abuelo, donde los encuentros con músicos revivirían su pasión por el arte musical, que entre melodías y versos le recordaban los años dorados del teatro Gardel y el cine Royal, lugares del pueblo donde su amor por la música floreció y se fortaleció. 

Así como su relación con Manuel Aquiles, quien fue testigo de esos encuentros que serían interrumpidos el tercer domingo de julio de 2006: un infarto fulminante apagó la luz de su compañero de vida. 

Durante los siguientes seis años, Zoraida se sentiría muy sola. Sola, con sus hijos a kilómetros de distancia y con la música como único consuelo, pero con una actitud optimista e independiente que los desafíos de la naturaleza pondrían a prueba la mañana del 23 de agosto de 2012.

Las lluvias en Cumanacoa aumentaban las probabilidades de una nueva crecida del río Manzanares. Sin embargo, a las 7:00 de la mañana, una vecina que vivía al lado del restaurante alertó a Zoraida. En ese momento estaba sacando la basura. Se regresó rápido a la casa a buscar un bolso con ropa y un paraguas. Habitantes cercanos la ayudaron a subirse a la placa de la vivienda de su vecina. 

Estando allí, observó la otra cara de la naturaleza, la imprevisible e implacable, producto de la deforestación de árboles grandes, guardianes del río Manzanares. El paso de la tormenta tropical Isaac cobró la vida de dos personas, dejando al menos 400 familias afectadas y 35 damnificadas. 

Zoraida entró en ese último grupo.

El restaurante y la casa sufrieron severos daños por las crecientes, al igual que otras 1 mil 200 viviendas, que formarían parte del plan de emergencia anunciado por el expresidente Hugo Chávez. El plan contemplaba la construcción de un muro de contención y un acueducto, la edificación de casas retiradas de zonas de riesgo, tal como lo establece la Ley de Aguas en Venezuela y la rehabilitación de hogares afectados por la inundación, como el de Zoraida.

Los siguientes tres años, en compañía de sus hijos, Zoraida fue testigo del renacimiento de su nueva casa en 2015. Que era, claro, mucho más pequeña.

Un sentimiento que sería quebrantado, una vez más, esa madrugada del 2 de julio de 2024. 

A las 4:00 de la madrugada, después de recibir la llamada de Gabriela, Zoraida salió del cuarto. 

El agua le llegaba por las rodillas.

En medio de la oscuridad, llegó a la sala, abrió la puerta principal, pero la creciente se le venía encima. Cuando cerró la puerta, se dio cuenta de que el río había derrumbado la pared del patio. El agua entró por la puerta de atrás, dejándola atrapada. Se sujetó fuerte de la ventana de la sala, pero el nivel del agua aumentaba muy rápido. Optó por treparla para poder alcanzar la viga (los tubos que sostienen el techo de zinc), y ahí se sostuvo hasta quedar suspendida.

Sentía cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba por el agua fría, mezclada con el lodo y los escombros que arrastraba la corriente; sus gritos de auxilio se desvanecían entre tanto ruido. Rogaba a Dios por la luz del amanecer, pero a la vez, se despedía de él, así como de sus hijos. 

Hasta que una fuerte brisa entró por la puerta de atrás. 

Zoraida, sujetada del tubo, sintió escalofríos, pensó en la Virgen de Guadalupe, que manifiesta sus milagros de esa manera, tal como lo había visto tantas veces en las telenovelas mexicanas.

Entonces, el agua comenzó a bajar y la luz del amanecer se asomó lentamente. 

Era la señal de que Dios la había escuchado.

A las 7:00 de la mañana muchos habitantes comenzaron a salir de sus refugios, mientras los rescatistas se enfrentaban a la realidad de encontrar sobrevivientes o de aceptar la pérdida. La tragedia les arrebató la vida a seis personas, algunas arrastradas por la corriente desde La Fragua hasta sectores ubicados en el centro del pueblo, donde los gritos de auxilio se opacaban por el ruido de la corriente. Los de Zoraida pasaban desapercibidos, así como las llamadas insistentes de sus hijos a Gabriela, que ya no respondía. 

—¡Tengo que conseguir a mi madre viva! —expresaba con determinación su hija Soraya, durante el trayecto de Puerto La Cruz a Cumanacoa, acompañada de su hermano Jesús Manuel.

Mientras, en el centro del pueblo y sectores aledaños, comenzaban las labores de búsqueda. 

Aún en la biblioteca, Gabriela vio un tractor con varios rescatistas en la avenida Antonio José de Sucre. Ella, junto a otras personas, le señalaba la casa de Zoraida, les gritaban que ahí estaba alguien. 

El tractor se abalanzó contra la corriente, subiéndose en la acera, apuntando su dirección hacia la casa de Zoraida. Llegó hasta la ventana. Mientras varios hombres se bajaban, ella escuchaba:

—Despeguemos el techo —decían algunos.

—No, vamos a despegar la ventana —sugerían otros.

Decididos, optaron por arrancar la ventana. Y entre una mezcla de lodo y escombros que tornaban el agua más pesada, sacaron a Zoraida.

Su cuerpo empapado temblaba por el frío y los nervios. Sentía calambres luego de tres horas sumergida en las bajas temperaturas del agua. 

Ya en la biblioteca, un joven que la conocía, se le acercó. 

Entre sus brazos, sostenía a Scarlet, su perrita. Su fiel compañera sobrevivió a la bravura del Manzanares. La emoción invadió a Zoraida en ese momento, así como en el reencuentro con sus hijos a las 3:00 de la tarde. 

Las lágrimas y los abrazos los envolvieron.

La gratitud contrastaba con el dolor de otras familias por la pérdida de sus seres queridos y la incertidumbre de quienes aún buscaban sobrevivientes, bajo la furia del río. Ese que, pese al maltrato humano, sigue vivo.


Esta historia fue producida en la tercera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.

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Comunicadora social, locutora y docente universitaria; siempre en constante formación. Me gusta contar historias que conecten con el público de una forma profunda y significativa.

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