El puñal de la diáspora que seguirá ahí
El pasado 20 de enero, se informó de un atentado talibán contra el hotel Intercontinental de Kabul donde murieron 18 personas, la mayoría extranjeros. La noticia no pasó inadvertida en nuestro país: entre las víctimas se encontraban Pablo Chiossone y Adelsis Ramos, dos pilotos venezolanos que trabajaban para la aerolínea afgana Kam Air. La madre del primero, Yuyita de Chiossone, cuenta lo que ocurrió ese día.
Fotografías: Alcides Gutiérrez y Misael Castro (cortesía La Prensa de Lara)
La noche del 20 de enero, yo estaba viendo televisión cuando corrió la noticia del atentado talibán en el que asesinaron a mi hijo. En un canal de noticias español vi que en Afganistán había ocurrido un atentado y no le presté atención. Pensé que era uno de esos ataques terroristas que ocurren cada 5 minutos, en cada calle, en cada esquina…
Nunca imaginé que mi hijo estaba ahí.
Pablo salió de Venezuela en mayo de 2017. Antes de esa fecha, estuvo durante muchos días frente a la computadora, buscando oportunidades de trabajo para su profesión. Empezó a volar aviones a los 17 años, cuando aún era menor de edad. Esa era su pasión.
La historia de Pablo con los aviones es como la de un bailarín, cuyo cuerpo está preparado para la danza y solo necesita aprender los pasos. Su elemento era estar en el aire, volando aviones, y yo sabía que él jamás iba a tener accidentes en el cielo. Lo que nunca imaginé es que iba a ser víctima colateral de una guerra que no era la suya, que no era por su país.
Fue piloto civil y comercial de Aeropostal, Avensa y Aserca, pero algunas aerolíneas de Venezuela han cerrado definitivamente y otras han disminuido las rutas de manera notable debido a la falta de divisas y la escasez de aeronaves. Mi hijo, por fin, encontró empleo, en una bolsa de trabajo que se llama Orion, que no solo contrata pilotos sino que busca talentos en diferentes áreas para ubicarlos en distintos puestos de trabajo. Y en mayo de 2017 se fue a Johannesburgo, en Sudáfrica. Estuvo ahí un tiempo, volando a las órdenes de Orion, que lo iba asignando aquí y allá.
Nos comunicábamos casi a diario por internet, y mi esposo, Pablo, también hablaba con él. Yo era su interlocutora porque a Pablo no le sale la voz con fuerza, a raíz de un ACV que sufrió.
En una de esas tantas llamadas me dijo que iba a volar a Pakistán. Me sentí muy angustiada, pero nunca supe que iría a Afganistán ni cuándo aceptó trabajar allí. Si hubiese sabido que era Afganistán, me lo habría traído, a como diera lugar, guindado por los pelos. Yo le tenía pavor a que se fuera al lejano Oriente, y se lo decía cuando estaba aquí: ¡Al lejano Oriente no! Porque sé bien el estado de desastre en el que está esa zona. El terrorismo. Todo el mundo lo sabe.
Yo le rogaba: “No vayas allá”.
El domingo 21 de enero me levanté y organicé el almuerzo en la casa porque venía a despedirse de nosotros mi nieto de 10 años, Juan Pablo, que se iba el miércoles para España.
Entonces me llamó su mamá:
–¿Tienes noticias de Pablo Ernesto? Acabo de ver una noticia donde dan cuenta de un atentado terrorista en la cual figura su nombre.
De una vez tomé el teléfono y llamé a mis primos de El Impulso, el periódico, y les pedí que, a través de sus contactos de prensa internacional, me averiguaran lo más pronto posible qué había pasado.
Al principio me lo negué. Dije: “No, él no estaba ahí. Esto tiene que ser un error… ¿qué es eso?”.
Pasó una hora.
Mis primos no me llamaron, sino que vinieron a la casa.
Cuando los vi, comprendí todo. Aunque por un momento pensé: “¿Y si quedó vivo?”. Pero al mismo tiempo cavilaba: si lo reconocieron es muy difícil que se hayan equivocado, porque él tenía un mechón de cabello blanco en la parte de atrás de su cabeza, que era su distintivo. Al cabo de unos minutos, perdí la esperanza.
Apagué el televisor y puse un juego en la computadora porque no quería que mi nieto escuchara nada inadecuado. Luego, su tía materna vino a buscarlo. Al cabo de un rato, me fui con mi hija Juana Inés y mis primos a la casa de su abuela materna, para poder decirle a mi nieto qué había pasado.
Allí estábamos su mamá, su tía, su abuela materna, Juana Inés y yo. Tuvimos la durísima tarea de decirle lo que había ocurrido. Y cuando Juan Pablo escuchó que su padre había sido asesinado, se negó rotundamente a creer la noticia. Decía que no, que no era él, que no podía ser.
Recordé cuando murió mi madre, en el año 56. Yo estaba un poco más grande que él, tenía 12 años, y transité durante mucho tiempo por el camino de la rebeldía y la negación. Me pegaba a cualquier señora que veía en la calle. Cualquiera que fuera parecida a mi mamá, buscaba similitudes como su estatura, el color del cabello y su contextura… Cuando les veía la cara, solo encontraba decepción. En ese entonces me decía: “Ella no murió, ella se perdió en el Ávila. No está muerta, perdió la memoria”. Con el tiempo acepté que mi mamá había muerto en un accidente aéreo en el Ávila.
Pero mi nieto buscó en internet y empezó a pisar tierra pronto.
Él ha asumido, como lo hace un niño y con toda la dureza de la situación, lo que pasó con su papá. Veo en él las herramientas de esta generación: la información tiene un gran poder. Él mismo la busca y eso lo ha ayudado a aterrizar.
Alejandro Ollarves, el tercer piloto venezolano que trabajaba para Kam Air, me contó todo.
El asedio duró 17 horas. Y Pablo murió probablemente a las 9:00 de la noche, en Kabul. Los taliban primero lanzaron una bomba, para volar la caseta de vigilancia del hotel Intercontinental, que es del Estado afgano, y en el cual Pablo estaba hospedado.
Ellos querían asesinar a los extranjeros. A los terroristas no les interesa asesinar a los nacionales afganos o a los de medio oriente, pues los extranjeros llaman más la atención. Mi lógica me dice que hubo complicidad interna porque cómo sabían ellos en cuál habitación estaba cada uno. Entraron piso por piso, y Pablo fue uno de los primeros en caer porque estaba en las primeras habitaciones. Luego mataron a su compañero, Adelsis Ramos, otro piloto venezolano que estaba en el quinto piso.
Esa noche se estaba celebrando una conferencia del ministerio de comunicaciones afgano. ¡Una conferencia sin seguridad, válgame Dios! Y el asedio terminó cuando el gobierno pudo acabar con el último talibán.
Es todo lo que sé. Las circunstancias exactas en las que murió mi hijo no las sabré nunca. Quisiera saberlas, y es eso lo que me angustia, y ese es el puñal que siento en mi corazón. Me angustia pensar qué sintió Pablo Ernesto cuando se enfrentó a la muerte, porque él tuvo que haber oído las explosiones. No sé qué tipo de previsiones tomó.
¿Sentiría miedo? ¿Pudo enfrentarse? No sé.
¿Pensó en su hijo? Estoy segura de que sí.
¿Pensó en su papá enfermo? Estoy segura de que sí.
Pensó en asuntos por resolver, estoy segura.
Yo no sé si después de que lo abalearon agonizó. Si sintió dolor. Si se dio cuenta de que se estaba yendo. No sé… Y esa angustia hunde el puñal que llevo en el pecho, y que se va a quedar hasta el día en el que yo me vaya.
Alejandro me contó la historia de una azafata que asesinaron ese día. ¡Qué horroroso! La muchacha salió al balcón y se encerró. Pensó que ahí estaba protegida, pero no aguantó el frío del pleno invierno. Cuando entró al cuarto, la mataron. Después de esa noche, la compañía Kam Air planeó cerrar sus operaciones porque asesinaron a buena parte del personal.
El lunes 22 Juana Inés llamó a la cancillería, que manejó directamente el caso e hizo los contactos con la representación diplomática más cercana entre Venezuela y Afganistán, que es Irán. Y yo busqué apoyo a través de los medios de comunicación y de otras instituciones para el ángel de la guarda de Pablo Ernesto, que es Alejandro. Él no estaba en el hotel durante el atentado, pero cuando llegó no se separó ni un minuto de mi hijo. Él reconoció su cuerpo, recogió todas sus pertenencias y le hizo las maletas.
Me contó en las condiciones tan inhumanas en las que trabajó Pablo Ernesto. Parece que los de la aerolínea eran muy déspotas con el personal; claro, es otra cultura, son otros valores. Y para ellos, los extranjeros son indeseables, pero los necesitan porque son un país en caos. Esa empresa le depositaba a Orion y ellos a su vez le pagaban a mi hijo.
No tenía seguro de vida, solo de hospitalización contra accidentes. Y mi hijo aceptó ese sueldo —que era alto y en divisas— como una especie de prima de riesgo. A veces tenía que volar de noche con las luces apagadas porque si los talibán ven un avión, lo tumban. Estaba asediado por todas partes. Su muerte era algo que iba a ocurrir.
El gobierno afgano emitió un comunicado lamentando la pérdida de “dos pilotos muy valiosos”, pero eso fue lo único que hizo, porque los cuerpos los trajo el gobierno venezolano, a través de una línea aérea turca. De no haber sido así, a mi hijo pudieron haberlo enterrado en una fosa común y quizás no lo habría encontrado nunca.
Yo sé que para ellos mi hijo es un daño colateral de su guerra. Un número más. Pero es una baja colateral de Afganistán y también de Venezuela, porque si no hubiese tenido que irse de aquí a buscar un mejor horizonte, estaría vivo.
A mi esposo no le he dicho nada. Él camina y habla con mucha dificultad, se moviliza en silla de ruedas y además tiene una sonda permanente en el cuerpo. Las noticias fuertes pueden ocasionarle otro ACV. Aunque sé que él lo sabe en el corazón.
Ese domingo 21, Pablo empezó a las 6:00 de la mañana con una inquietud, y decía: “Necesito levantarme”. Desde que se enfermó, deja la cama tarde, pero al amanecer de ese día estaba desosegado. Y mientras mi nietecito estaba aquí almorzando, le preguntaba puras cosas de su papá. Le decía: “¿Y tu papá, dónde está? ¿Ya hablaste con tu papá?”. Insistía porque mi nieto y mi hijo se comunicaban mucho a través de su tablet.
Pablo ha estado muy pendiente de su hijo y pregunta en su media lengua: “Mira, ¿y el documento ese de Pablo Ernesto que estaba pendiente?”. De mi boca no ha salido ni una palabra, pero él siente en su alma que algo pasa. Pablo Ernesto, por ser el menor de nuestros dos hijos, fue muy consentido por su padre. Tuvo todos los juguetes del mundo, y sé que eso lo invitó a salir del país: él quería que Juan Pablo se alimentara y se educara tan bien como él lo hizo. Por eso salió de casa, para buscar mejores condiciones de vida para su hijo.
Las partidas de defunción que llegaron de Afganistán son genéricas, inadmisibles en cualquier parte del mundo. La de mi hijo dice: “Pablo Ernesto Chiossone Ríos el 21 de enero llegó a esta morgue, quien suscribe el médico forense tal y tal certifica que está muerto”. Eso es todo. No dice cuándo murió, hora aproximada, causas del fallecimiento. El Estado venezolano hizo el vaciado de los datos como hay que hacerlo para los estándares nacionales e internacionales.
Algo que no se puede entender, sino bajo las premisas de un Estado fallido como Afganistán, es que no se pudo colocar que él murió allá, porque Venezuela no tiene relaciones con ese país, no hay ni siquiera una oficina consular. Entonces hubo que poner República libanesa y al lado se agregó “islámica de Afganistán”.
Después de largas gestiones en Caracas, mi hija Juana Inés y yo llegamos a Barquisimeto a las 6:03 de la tarde y nos bajamos de un avión del ejército con el cuerpo y las pertenencias de mi hijo. Sobre la pista del Aeroclub de Barquisimeto, que fue la casa de Pablo pues fue fundado por su abuelo, me abracé a su retrato, uno que me regaló el personal de Aeropostal. Ellos lo enmarcaron y lo rodearon de flores blancas. Esa noche bendije a mi hijo, me despedí de él, y por primera vez vi su cuerpo y lo lloré.
El jueves 8 de febrero, a las 5.30 pm, abordé el Piper Séneca capitaneado por José Gregorio Ramírez. Allí estuve junto a los capitanes Alberto Urbano y Luis Bécquer Valero. Llevamos las cenizas de mi hijo. Nuestro avión fue escoltado por otros. Volamos sobre el aeropuerto Jacinto Lara, y en un pase rasante el capitán Bécquer esparció las cenizas.
Yo me sostengo porque recuerdo una de las enseñanzas más vívidas de mi madre, quien me dijo: “Uno muy pocas veces hace lo que quiere y lo que le gusta, pero siempre tiene que hacer lo que hay que hacer”. Y eso me quedó. Por eso, todos los días me levanto firme, porque yo soy responsable de lo que sigue pasando.
Yo, Yuyita de Chiossone Ríos, soy responsable de Juana Inés.
Soy responsable de Pablo, mi esposo.
Soy responsable de mi nieto.
Y tengo que seguir adelante.
Tengo que buscar pañales, medicinas, tengo que comprar la comida, hacer cola por el efectivo. Todo eso tengo que seguir haciéndolo. No me puedo dar el lujo de claudicar.
Pero mi puñal está aquí en mi corazón, y aquí sigue.
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Adriana Cuicas
Estudié periodismo en la Universidad Fermín Toro, en Barquisimeto, donde he permanecido siempre. Desde niña me he expresado a través de la escritura y el amor a las letras es una de las pocas constantes que resuenan en mi vida. Todavía quiero ser escritora y pasar en París largas temporadas.
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