2.600 km de viaje hacia la mitad del mundo
En agosto de 2017, Jefferson Díaz cruzó el puente Internacional Simón Bolívar, con su esposa, su bebé, cuatro maletas y un coche. Del otro lado de la frontera tomó un bus para atravesar Colombia hasta la frontera con Ecuador para, finalmente, llegar a Quito. Un viaje a la inversa del que hizo su madre, varias décadas antes, cuando partió de esa ciudad buscando futuro en la pujante Caracas de aquellos años.
Ilustraciones: Lucas García París
“Soy quien soy
No preciso identificación
Sé bien de dónde vengo y adónde voy
Porque soy lo que soy, y no quien quieras vos”
El hijo de Hernández, El Cuarteto de Nos
El puente internacional Simón Bolívar, que une a San Antonio del Táchira con Cúcuta, es caliente. Muy caliente. Visto desde cierta perspectiva, puedes notar en su asfalto las miles de pisadas que dejan los que se van, los que vuelven y los que están de paso. Mi esposa, mi hijo y yo lo cruzamos el 23 de agosto de 2017 a las 12:30 del mediodía. Con cuatro maletas, un coche de bebé y los pasaportes. Lo cruzamos para no dejar morir la esperanza.
Ecuador nos recibiría dos días después, con la nostalgia de un país que no reconocemos. Para nuestra sorpresa, en Quito nos encontramos con la Venezuela de nuestra adolescencia. Abundante y soñadora. Y nos invadió la tristeza y la rabia.
En la primera parte del viaje un autobús de 50 asientos nos llevó desde Caracas hasta San Antonio del Táchira. Un trayecto normal. Con el bache de dejar a mi madre y a mi hermano llorando en el terminal terrestre. Con el gran argumento de mi vieja: “No mires para atrás. Piensa en tu familia, en la felicidad, en la lucha y en todo lo que tienes por delante. Yo estaré bien”. Y la abracé. La abracé como nunca y recordé aquellos momentos de mi niñez en los que me cuidaba las fiebres de 40 grados, que íbamos al cine todos los viernes y tomábamos sopa los domingos. Mi mamá. La que a los 9 años hizo el mismo recorrido pero a la inversa. Partió de su Quito natal a una Caracas pujante, llena de oportunidades y con esos amaneceres que ofrece el Ávila.
—Yo estaré bien —me dijo. Nunca olvidaré esas palabras.
Y a pesar de que hablo con ella todos los días, valiéndonos de esa tecnología que nos hace más fácil la vida, no es lo mismo. Todos sabemos que nunca es igual la caricia distante que la adosada a la piel. A la memoria.
Nuestro viaje trasandino estuvo lleno de miedos. Empezando en la frontera venezolana donde las historias de terror sobre los trajines de la Guardia Nacional son épicas. Nos advirtieron que el dinero debíamos esconderlo en la pretina del pantalón o en el pañal del bebé para que no nos robara la “mafia de verde”. Además, el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime) solo opera con tres taquillas para el sellado del pasaporte. Tres taquillas para una media de 600 personas por hora que cruzan hacia Colombia.
Gracias a Rafael (un bebé de nueve meses para ese momento) nos dieron “prioridad”. Aun así, estuvimos tres horas haciendo cola para documentar nuestra partida de la tierra de Bolívar. A las familias con menores de edad les dan un poco más de espacio y movimiento; son los que van solos o en pareja, con grandes bolsos, los que siempre son detenidos y revisados.
Son 315 metros los que hay que caminar sobre el puente, desde la punta venezolana hasta la colombiana. A menos que quieras contratar a un carretillero por el módico precio de 15 mil bolívares (ahora debe ser más), debes armarte de fuerza y constancia para cargar y rodar las maletas sobre un camino con huecos, rajas y mucho calor. No había caminado ni 10 metros y ya mi frente estaba empapada en sudor. Mi esposa iba con el bebé y un pequeño bolso. Lo poco que llevamos, los 30 años de vida que metimos en el equipaje, estaban sobre mi espalda, hombros y brazos.
Cúcuta, al menos la parte fronteriza, es caótica. Una especie de Calcuta trasladada a Sudamérica. Lo mejor es caminar. Taxis y autobuses se riñen la calle y las aceras. Ahí están quienes compran dólares y euros. A esos los ves por todos lados, con camisas marcadas de sudor en las axilas, blue jeans desvencijados y una pequeña gorra sobre unos enormes lentes de sol. Lo menos que importa son sus rostros. Lo que sí es la cantidad de billetes que tienen dentro de unos bolsos que cuidan con su vida. Luego están los gestores. Estos son los que guían al viajero a través de la migración colombiana hacia las diferentes líneas de transporte que cruzan Colombia. Algunos autobuses irán a Quito, otros a Guayaquil, muchos a Lima, y otros tantos, llenos de valientes, soportan siete días de camino hasta Santiago de Chile.
Finalmente están algunos de los personajes típicos de estos lugares: vendedores de jugos y fritadas, policías con camisas y pantalones de lino que se limpian el sudor de la frente mientras posan una de sus manos sobre la pistola, mesoneros que gritan desde la puerta de los restaurantes para ofrecer una bandeja paisa y prostitutas que brindan placeres a cambio de divisas.
Nosotros logramos negociar un pasaje hasta el puente Rumichaca —que conecta a Colombia con Ecuador— desde San Antonio del Táchira. La persona que nos lo vendió prometió un autobús con internet inalámbrico, asientos reclinables, puertos para cargar el celular y un guía a bordo que nos llevaría, casi de la mano, hasta el otro extremo del país. Lo que olvidó mencionar fue que la mayoría de estos transportes se accidenta. Apenas habíamos recorrido una hora y media de camino hacia el páramo colombiano, cuando el motor rugió y escupió unas cuantas veces.
—Damas y caballeros, el bus se dañó. Vamos a esperar a un lado de la vía hasta que llegue uno nuevo —nos informó el conductor con su perfecto acento cachaco.
Mi esposa se quedó a bordo con Rafael, mientras yo caminaba por los alrededores. Nos aguardaba una espera de al menos tres horas hasta que nos recogiera otro transporte. Entré a una farmacia y le pregunté al encargado si tenía un medicamento que hace años no encontraba en Caracas. Con toda la normalidad de quien no conoce de escasez de medicinas o reactivos químicos, me dijo que sí y preguntó cuántas pastillas quería. Lo admito, me quedé pasmado. No porque tuvieran la medicina sino porque en ese momento, en ese preciso instante, sentí una libertad que hace años no experimentaba en Venezuela. Compré cuatro pastillas y el farmaceuta me dijo:
—Comprendo lo que están pasando. Viví muchos años en Maracaibo. Te deseo mucha suerte.
Con algunas palabras que pronuncié reconoció mi acento. América Latina, al menos sus habitantes, los que caminan y usan transporte público, están de nuestro lado.
Con el nuevo autobús rodando, nos tardamos una noche y medio día para llegar a Manizales, ciudad montada en la cordillera colombiana. Fue una noche dura, con el vaivén de las ruedas, un fuerte aguacero en las afueras y mi hijo aferrado a su mamá por el frío y los mareos. Solo en esas horas usamos siete pañales. Rafael no dejó de orinar y le costaba dormirse. Sin embargo, hasta que llegamos a Quito no se quejó ni una sola vez.
Un parador nos recibió en la primera parada con sopa, seco y jugo. Solo tuvimos una hora para comer, asearnos y enviar mensajes a los seres queridos. La clave del internet inalámbrico en este lugar era: “Venezuela libre”. Sin espacios y en minúsculas.
Los viajeros buscamos abastecernos de fuerzas y alimentos en este punto. La próxima parada sería en 12 horas, saliendo del páramo y en un hotel de carretera donde podríamos cenar y bañarnos. Por el camino, nuestro guía, un joven de Medellín, nos explicaba una de las tantas historias que marcaron a Colombia: la erupción del volcán Nevado del Ruiz, y cómo borró del mapa al pequeño pueblo de Armero.
—Armero, actualmente, es uno de los pueblos más habitados por fantasmas y demonios de nuestro país. Nadie va para allá. Solo los que quieren encontrarse frente a frente con la muerte —nos decía Juan, un joven de 25 años que trabaja para la línea de transporte desde hace cuatro años–. Si tenemos suerte, y no hay nubosidad, podremos ver el volcán.
No lo vimos, el clima no ayudó. Sin embargo, su oralidad y gracia para contar historias, nos dio un excelente panorama sobre lo que la lava, el barro y la desgracia hicieron con Armero.
Casi 24 horas después llegamos al puente de Rumichaca. Sorteamos una parada de la policía nacional de Colombia donde los agentes pidieron papeles y buscaron contrabando. Con pastores alemanes cubiertos por chalecos que portaban su bandera nacional y caras de pocos amigos, pasaron por cada una de las maletas y seleccionaron al azar a quién preguntarle sobre el curso del viaje y su destino. Luego, unos cuantos pasajeros ayudamos al chofer a cambiar un caucho que se reventó. Menos mal que fue en vía recta y no entre las curvas de la montaña. Los agentes de migración colombiana nos sellaron el pasaporte sin problemas y nos desearon buen viaje.
Muchos venezolanos dormían afuera de migración. La mayoría fueron rechazados por los agentes ecuatorianos y estaban esperando que cambiara la guardia para ver si tenían más suerte con el nuevo grupo de oficiales. Es una cuestión de suerte. En Ecuador son un poco más sensibles sobre quién entra. Algunos oficiales de migración no tienen reparo en sellar la entrada por 90 días, en calidad de turista. Otros, piden mostrar dinero en efectivo para demostrar que el viajero puede permanecer en el país sin pedir trabajo por tres meses, o comprobantes de que no se quedarán y seguirán hacia Perú o Chile.
Nosotros no tuvimos problemas. Tengo pasaporte ecuatoriano al igual que mi esposa e hijo. Las tres botellas de agua que nos quedaban sin abrir se las regalamos a unos compatriotas que venían de Barquisimeto y estaban buscando la manera de entrar a Ecuador después de haber sido rechazados. Su destino era Guayaquil.
De Tulcán a Quito son seis horas. El boleto de bus cuesta siete dólares por persona y en el terminal puedes comer salchipapas (es lo que suena: un plato con papas y salchichas fritas) o seco de pollo (pollo guisado) por un dólar cincuenta. También, puedes llamar a Venezuela desde diferentes cabinas de Movistar, Claro y CNT (compañía estatal de comunicaciones), a cincuenta centavos de dólar el minuto. El frío nos entumeció. Mi esposa se abrigó apenas pisó Ecuador y mi hijo se reía ante la brisa que le pegaba en la cara.
Él nació para este clima.
El viaje a la capital fue tranquilo. La policía nacional de Ecuador detuvo el autobús una sola vez y mi esposa entabló conversación con una amable señora de Manta (pueblo costero de Ecuador) que le explicó que algunos venezolanos que han llegado al país lo que hacen es “molestar y no seguir las reglas” pero “se ve que ustedes no son así”.
Ecuador es un país tranquilo y sus habitantes no viven con la prisa de nosotros los caribeños. No escapa de los males que moldean al latinoamericano y está en un proceso de renovación económica. Quito nos abrazó con mucho tráfico y una visión del volcán Cotopaxi que nos produjo ansiedad. Es difícil acostumbrarse a vivir cerca de, al menos, tres volcanes.
Después de dos días y medio de viaje hasta una ciudad que no conocía, en un barrio que debía explorar y con muchas ganas de llorar por todo lo que dejé en Venezuela, solté las maletas sobre el piso del cuarto de hostal que rentamos por dos semanas mientras conseguíamos departamento, abracé a mi esposa y a mi hijo y les dije: “Estaremos bien”.
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Jefferson Díaz
1986. Periodista. Trabajé en medios como Últimas Noticias, Vivo Play y El Estímulo. Soy fiel creyente de que se puede vivir de escribir y que para ser bueno -en lo que sea- se debe adoptar una filosofía de eterno aprendiz.
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