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Recuerdos del Anaco que ya no existe

El recuerdo de la visita a una abuela, aquejada de una enfermedad terminal, fue el detonante para que el escritor Eduardo Sánchez Rugeles volviese al Anaco de su infancia y lo pudiese contrastar con el que encontró de adulto: la geografía de la infancia había quedado convertida en fantasmales escombros. El testimonio forma parte de una solicitud de La vida de nos a un grupo de escritores acerca de esos recuerdos de la infancia que perduran en su memoria.  

ILUSTRACIONES: WALTHER SORG

 

Visité Anaco por última vez unas semanas antes de la muerte de mi abuela Rosario. La enfermedad me impidió reconocerla. La mujer robusta, enérgica, de carácter fuerte, estaba acostada en una cama, con el cabello rapado y una mascarilla de oxígeno cubriéndole el rostro. El regaño enfurecido, pronunciado con jerga cantarina, atravesó los años, sobrevino desde Campo Médico y me exigió que dejara de molestar a su nieto predilecto, mi primo Luis Paul. La realidad, sin embargo, permanecía muda. Lo irremediable nos ganó el pulso y la vasta cantera del ayer comenzó a cubrirse de una pátina oscura.

En la cocina, el pequeño Paul aventuraba sus primeros pasos, temerosos y erráticos. Las andanzas del niño, custodiadas con celo por mi tío Güicho, trajeron a mi memoria las fiestas patronales de los años pasados, fragmentos de una historia que parecía haber ocurrido en otro lugar, porque el Anaco tremendista de mi mocedad ingenua no tenía ningún parecido con el desvencijado solar, abandonado a su suerte, que encontré cuando fui con mi papá a visitar a mi abuela enferma.

Rosario no era mi abuela, ella era hermana de Celia (titular legítima del vínculo), pero en aquel tiempo, las abuelas de mis primos, como todas las viejas que visitaban la casa, compartían un inalienable derecho de parentesco. Y dentro de ese modelo matriarcal, me acostumbré a sobrellevar la bendición cotidiana de Chichí, Lastenia, Camilola, Rosario y Celia. Hoy, 2017, solo una de ellas queda en pie, asistida por una andadera que necesita y desprecia. Las otras, poco a poco, han ido partiendo, dejando a su paso una estela imperecedera de memoria a la que, eventualmente, asisto como amuleto.

No existe un antes y un después en mis primeros años. No hay una frontera, no hay un trauma. Un psicoanalista se aburriría muchísimo con mi relato trivial y soporífero. La niñez es un continuum, una línea recta que se mantuvo intacta hasta los primeros años de la veintena. La madurez, no tengo reparos en reconocerlo, me llegó muy tarde. Si tuviera que elegir un momento capital de la infancia, la oferta sería ilimitada y variable. El recuerdo de la agonía de Rosario, sin embargo, me mostró secuencias hiperrealistas de una felicidad irreflexiva, acontecida en los parajes de Oriente, en el porche de una casa que se deshizo con los vaivenes del tiempo.

Pero el regreso a Anaco, para visitarla en su agonía, fue una inmersión en la decadencia, un paseo temeroso por un pueblo fantasma, gobernado por forajidos y villanos. La carretera de Oriente, saturada de caseríos miserables y propaganda política, anunció el salto al vacío.

Los viajes de ida de mi juventud temprana gozaban cada minuto del paisaje, atendían con emoción a la variedad de carteles que anunciaban destinos remotos, a las publicidades caducadas, a las ventas de cochino, al paso invisible entre Miranda y Anzoátegui, con el mar a la izquierda, impetuoso y calmo, marrón y verde, presagiando, con su oleaje intranquilo, la proximidad de un aguacero.

A pesar de su estética plomiza e industrial, siempre me gustó contemplar el complejo petrolero. Mi mirada imberbe no pasaba por alto ningún detalle de la fastuosa maquinaria. Imaginaba, entonces, amparado en las enseñanzas escolares, cómo las máquinas perforaban la tierra y exprimían la savia del mundo, para almacenarla en los tanques blancos que bordeaban la ciudadela.

En los viajes de vuelta a Caracas, mi tía Lilian tenía la costumbre de parar a hacer una oración en la basílica del Cristo de los viajeros, cercana al complejo petroquímico, pero en las últimas visitas nos advirtieron que evitáramos hacerlo, porque una banda de asaltantes tenía sitiada la capilla.

El viaje de ida del hombre adulto estuvo aletargado por un malestar impreciso y creciente; tribus de infancia abandonada deambulaban por los hombrillos sosteniendo en sus cabezas cestas con dulces rancios; los afiches gigantes de dirigentes inútiles, disfrazados de rojo, talaban la curva irregular de las montañas; los vendedores de queso ofrecían con entusiasmo productos insalubres, sin precio regulado, con el que aspiraban engañar a algún incauto que, con su falta de malicia, los ayudara a subsistir otro día.

Campo Médico no existe, la cálida urbanización en la que residía el personal de salud del grupo Corpoven se convirtió en un caserío. Mi tío Güicho, reputado ginecólogo, residía en el campo junto a otros doctores cuyos apellidos estaban grabados en placas azules, clavadas en los jardines de las casas. Todas las tardes a las 6:00 había que resguardarse en el porche, era la hora de la fumigación. Un camión blanco recorría el conjunto expulsando un humo blanco que espantaba la plaga. A la derecha del estacionamiento había una pista de atletismo y una cancha de fútbol. Del otro lado, un terreno inmenso en el que jugábamos partidas de pelotica′e goma sin reglas. En las noches, Güicho preparaba suculentos asopados que, tras días interminables de juerga, nos hacían caer en un sueño profundo.

En la sala, inmensa, se acumulaba una montaña de bicicletas. Mis primos y yo recorríamos Anaco de un lado para el otro sin preocuparnos por la delincuencia o la potencial imprudencia de un conductor borracho. No había ningún peligro (y no exagero). Campo Norte era el destino predilecto, el Club Los Chaguaramos era una parada obligatoria. Nunca he sido deportista, soy un oxidado sedentario sin la más mínima pulsión atlética, pero recuerdo haber jugado tenis, incluso golf, en los jardines de Campo Norte.

Mi abuela Rosario hacía las compras en el Economato, un enorme galpón en el que, a precios asequibles, se conseguía cualquier producto básico o especias. Mis primas se reunían a comer helados en Tutti Sabor y nosotros alquilábamos thrillers de serie B en el videoclub Scorpion. En el cine Canaima, durante mucho tiempo, estuvo en cartelera el filme Cyborg con Jean-Claude Van Damme. Verano tras verano, el título de aquella película mala permanecía en la marquesina como un estreno reciente.

 

Con el paso de los años, la adolescencia descubrió nuevas calles. Las antiguas compañías petroleras desaparecieron y con ellas cambió la administración de Campo Médico. Mis tíos se mudaron a otra casa. Güicho, junto a otro grupo de colegas, formó parte de la junta directiva de la nueva clínica de Anaco, Grupo Médico Oriente, pero los lugares de peregrinación de la juventud perdida eran las discotecas del pueblo.

Me tomé mis primeras cervezas en el Club Mil, la 4X24, el Cocodrilo o en la arepera El Principal que, por lo que supe más tarde, se convirtió en uno de los lugares más inseguros del estado Anzoátegui, guarida predilecta de secuestradores ociosos. Antes de regresar a la casa, hacíamos paradas obligatorias en exóticas licorerías: El Barril, el Telecañero o La casa de la caña (“Caña, caña y más caña”, rezaba el cartel). Infancia y juventud comparten estas atmósferas lúdicas y hedonistas. Sobresale, entre ellas, el lugar más caluroso del mundo, el solar del restaurante Pollos Don Juan, al que mi tío Güicho nos llevaba a celebrar cualquier efeméride casera.

Durante aquellas semanas estivales, mi primo Puli tenía la costumbre de poner música llanera en el carro; la repetición incesante (a veces insoportable) me hizo aprender a la fuerza muchas de esas canciones, aunque se trata de un género del que no soy asiduo. Antes de regresar a Caracas, parábamos a comer cachapas en la Negra, un caserío cercano a la salida de San Tomé o Aragua de Barcelona.

Aquel Anaco, como muchos pueblos de Venezuela, se desintegró en el ácido de la Revolución. Quedan algunos nombres, algunos atisbos de bienestar compartido, mucha gente querida, pero agobiada por los sinsabores de la subsistencia, degradados por los excesos de una ideología totalitaria y perversa. Quedan atrás los sueños de tantas personas que, desde los años 40, levantaron los primeros asientos de lo que se llamó Campo Anaco, como lugar de residencia de los trabajadores de la Socony-Vacuum Oil Company, valiéndose de su esfuerzo, el trabajo constante y el amor por la tierra.

“Estamos aquí, a duras penas”, dijo el cura que casó a mi primo Luis en la iglesia de Campo Sur, como preludio a la ceremonia. El día anterior a la boda, contó con pesar, habían asaltado la capilla para robarse los cálices y los aires acondicionados. Mis primos anaqueros emigraron, no solo de Oriente, sino también de Venezuela. Mis primos caraqueños también se fueron. La ciudad en la que pasábamos las vacaciones, sobrevive en la memoria, pero su referente real fue abatido por la plaga de la Revolución. Muchos hombres y mujeres, mis tíos entre ellos, resisten con pundonor la ferocidad de los saqueos. A pesar del asedio, siguen ahí.

Todas estas historias, anécdotas, sensaciones, las recordé cuando vi jugar al pequeño Paul en la cocina, mientras mi abuela Rosario agonizaba impaciente. La solicitud de La vida de nos me hizo evocar esas reflexiones. Y hoy, muchos años después, sentado frente al programa Spotify, exploro a conciencia la banda sonora de aquellas añoranzas. Desde un rincón oriental, escucho la elegía a la muerte de un caballo rucio y tengo la impresión de que viajo de copiloto en un Corolla Azul, en dirección a ninguna parte (al Barril o al bowling de Los Pilones); reviso, entonces, aturdido por la congoja, el grupo de WhatsApp que inventaron mis tías, con el que sostienen la ficción de nuestra presencia y en el que los primos, desperdigados por el mundo, compartimos la incertidumbre sobre un próximo encuentro, la preocupación por la seguridad de nuestros padres, cautivos en el Averno, y el vano resquemor por saber que nuestros hijos, condicionados por la distancia, nunca conformarán la fraternidad que descubrimos en los viajes por carretera en dirección a Oriente, entre La Negra y Rancho Grande.

Una brisa caliente se cuela en el invierno madrileño. Spotify descubre una canción en la que el viejo Simón Díaz describe la muerte de su perro, abatido por la tristeza.


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Novelista de afición y oficio. Lector y cinéfilo. Guionista y poco más que contar. Como el Bernardo Soares de Pessoa, soy poseedor de un biografía sin acontecimientos. Autor de las novelas Blue Label/Etiqueta azul (2010), Transilvania, unplugged (2011), Liubliana (2012), Jezabel (2013), Julián (2014) y El síndrome de Lisboa (2020).

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