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Oct 06, 2024

Después de pensarlo durante más de cuatro años, los esposos Andrea y Josué decidieron migrar a Brasil. El 31 de agosto de 2024, salieron por tierra desde Maiquetía. Vivían en el mismo barrio que Ana Guaita, una de los nueve periodistas detenidos después de las elecciones del 28 de julio. 

ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN

—Es ahora, sí o sí. Ya no podemos darle más largas: nos vamos a Brasil —le dijo Josué a Andrea, su esposa.

Transcurría la tercera semana de agosto de 2024 cuando esta pareja decidió que ya no habría vuelta atrás: se irían lejos. Estaban convencidos de que eso era lo mejor. El país ya había comenzado a transitar estos días difíciles de los que todavía no sale. Difíciles, peligrosos y de mucho miedo.

Después de tomar la decisión, en apenas semana y media se apuraron en vender todo cuanto pudieron: “Aunque no teníamos nada que nos amarrara, una casa, un carro”, dicen ahora, del otro lado de la frontera. 

La mañana del 10 de septiembre estaban en Pacaraima, Brasil. La temperatura se acercaba a los 34 grados centígrados. El cielo era blanco vapor. Estaban gestionando la documentación que les permitirá rehacerse, aunque no dejaban de pensar en todo lo que dejaron atrás: sus familiares, el lugar de toda la vida, aquellos sueños…

 Andrea tiene 39 años y Josué 37. Crecieron en el mismo barrio de Maiquetía, estado La Guaira, en el litoral central venezolano. Ahí estudiaron, se enamoraron siendo adolescentes y se casaron. Son unos artistas: ella bailarina, él chef. Tienen dos hijos: una joven de 18 y un adolescente de 15. Josué trabajó en un banco, pero debido a la estratosférica inflación vivir de un salario dejó de ser posible, así que decidió materializar un sueño que, en principio, fue solo de ella: fundar una academia de danza. Ese podría ser el punto de encuentro de sus pasiones: bailar requiere de sazón; la cocina de ritmo.

El emprendimiento no funcionó. Primero quedó atascado en trabas burocráticas, y después se dieron cuenta de que no era rentable. También probaron con la decoración y con la cocina (en especial la dulcería criolla). Tampoco hubo éxito en esos intentos. Fue por ello que se plantearon migrar y comenzaron a ahorrar. Guardaban lo más que podían; Josué insiste en que no son gente capaz de lanzarse al agua sin tener una idea cierta de lo que van a encontrar. Investigaban sobre distintos destinos. Pensaron en Canadá, en Argentina, en España, en Alemania, en Holanda. 

Mientras reunían dinero, se topaban con gastos sobrevenidos, urgencias cotidianas que en la Venezuela de estos tiempos desarman el presupuesto familiar: por ejemplo, el motor de la nevera que se dañó y hubo que reparar. O la muela cariada que se debió atender con urgencia. Gastos, gastos y más gastos que los obligaban a echar mano de lo reunido. 

 —No lográbamos ni estabilidad ni prosperidad económica: vivíamos con demasiadas carencias —recuerda Josué.

Así pasaron dos, tres… cuatro años. 

Por una prima de él que se vino a Brasil, supieron que podían entrar con la cédula de identidad venezolana y, con ese documento, gestionar los papeles que les permitirían ciertos derechos ciudadanos. La residencia, una cartera de trabajo, el cartón de salud y el comprobante de contribuyente, todo de forma gratuita. 

Fue por esas facilidades que se decidieron a venir. 

Era una estupenda alternativa para ellos, porque no necesitarían pasaporte (siendo una familia de cuatro, tramitarlos suponía invertir unos 800 dólares, 200 por cada uno) y porque podrían hacer el viaje por tierra, y así evitar comprar pasajes aéreos, mucho más costosos (vaya paradoja, no saldrían por el Aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, el principal del país, ese que les es tan familiar, del que toda la vida vieron aviones despegar).

Según la plataforma inter agencias R4V, en Brasil vivían en agosto de 2024 unos 585 mil 361 migrantes venezolanos con necesidades de protección internacional. Y, de acuerdo con distintos registros, la cifra está creciendo: la Prefectura de Pacaraima contabiliza que a diario cruzan unos 300 venezolanos, pero durante las últimas semanas de julio y agosto —justo en medio de la crisis política que se desató luego de las elecciones presidenciales— fueron muchos más: al terminar agosto, la Policía Federal registró la entrada de 12 mil 325 venezolanos, el mes de mayor movimiento en esa frontera en lo que va de 2024. Quizá lo que pueda explicar el incremento sea el contexto de esos días. 

 —Después de las elecciones, en Maiquetía hubo mucha represión —dice Josué. 

Maiquetía está separada del mar Caribe por las avenidas que conectan ese cordón urbano costero con el aeropuerto. Allí siempre se siente esa brisa marina cálida, la gente se conoce y es dicharachera. Pero en esos días en que Josué y Andrea decidieron irse se respiraba una atmósfera muy distinta, pesada, paralizante. 

De Maiquetía es Ana Carolina Guaita, periodista del portal La Patilla, detenida el 20 de agosto de 2024. De 32 años, es hija de los coordinadores locales de Vente Venezuela (el partido de María Corina Machado, líder de la oposición al régimen de Maduro). Habían tenido que salir del país, como quien huye, para evitar ser apresados: en esos días, posteriores a la elección presidencial del domingo 28 de julio, estaban poniendo a mucha gente tras las rejas: ciudadanos que manifestaban porque, sin presentar las actas que lo sustentaran, la madrugada del lunes, el Consejo Nacional Electoral anunció que Nicolás Maduro había sido reelecto.

Los Guaita, lo sabían, estaban en la mira: podían caer en esa masiva pesca de arrastre no solo por haber trabajado en la campaña del candidato opositor Edmundo González, sino porque ellos, como muchos, habían salido a manifestar desde la misma noche de las elecciones, cuando los funcionarios encargados del centro en el que votaban dijeron que, “por órdenes de arriba, no entregarían las actas de escrutinio”, tal como establece la ley. 

Por eso se fueron. 

Ana Guaita, la hija reportera, comenzó a cubrir esas manifestaciones. 

Uno de sus reportes se hizo viral, acaso por lo simbólico que era: ciudadanos eufóricos echaron abajo una estatua de Hugo Chávez. En otro tiempo esas escenas hubiesen sido inverosímiles. Alguna vez ese fue un estado predominantemente chavista (sobre una larguísima pared blanca, frente al aeropuerto, había una pinta que decía: “Con Chávez hasta que la mar se seque”). Pero según la página en la que la oposición publicó las actas de escrutinio que logró recabar, allí habría ganado Edmundo González con 61 por ciento de los votos frente a un 36 por ciento alcanzado por Nicolás Maduro. 

Fue después de aquella cobertura, la tarde del martes 20 de agosto, que llegaron funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia y se llevaron a Ana Guaita. “No sabemos dónde la tienen, no sabemos por qué la detienen: si por ser periodista o por ser hija de dirigentes políticos reconocidos del estado”, dijo su hermano en un video que colgó y se viralizó en sus redes sociales. 

Pasó una semana para que sus familiares conocieran su paradero. 

Como ella, otros 10 periodistas fueron capturados después de las elecciones, según el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa. Solo una ha sido excarcelada con medidas cautelares. El Instituto Prensa y Sociedad Venezuela registró, entre el 29 de julio y el 4 de agosto de 2024, un total de 79 vulneraciones a la libertad de prensa: “Esta documentación pone en evidencia un recrudecimiento del patrón sistemático de represión y control sobre la información de interés público en Venezuela”. 

Ana Guaita tuvo una audiencia de presentación telemática, en la que le imputaron delitos de terrorismo e incitación al odio. Su hermano declaró a la prensa que allí presentaron un video (sin audio) de la cobertura que Ana hacía del momento en que manifestantes derribaban la estatua del fallecido presidente, y que el fiscal del Ministerio Público aseguró que la turba actuaba al mando de la periodista.

Muy lejos de La Guaira, muy lejos del mar, sofocados por el calor del otro lado de la frontera, Andrea y Josué hablan de los Guaita con pesar, porque esta historia se les hace muy cercana. Imposible que no se conmuevan:

—Ana y su familia votan en el mismo centro en donde nosotros votamos —dice él, como para enfatizar que la periodista era una vecina, alguien de a pie a quien podía cruzarse de tanto en tanto—. Que la hayan puesto presa, que su familia se haya ido… es como si le pasara a uno…

Los esposos se quedan anclados hablando del terror, ese que ahora intentan dejar atrás:

—Allá no puedes decir nada, todo tiene que ser anónimo, ¿cómo es que se dice? La autocensura. Mira, a los chamos, a nuestros hijos, antes de venirnos, les pedimos que ni se les ocurriera colgar una foto ni un video de manifestaciones políticas. 

Y se lo dijeron porque sabían que podían llevárselos a ellos también. Después del 28 de julio, más de 100 adolescentes fueron detenidos. Algunos protestaban. Pero muchos otros ni siquiera estaban protestando. A varios los agarraron mientras hacían compras solos o en compañía de sus padres. Hubo quienes solo hicieron publicaciones en sus redes sociales, y eso bastó. A casi todos, como a Ana Guaita, les imputaron delitos de terrorismo. Y no les han permitido ni siquiera la defensa privada. 

 Andrea y Josué esperan acomodarse pronto para sacar a sus hijos de Venezuela.

En eso andan. Ahora están en el Punto de Triaje de la Operación Acogida en Pacaraima. Un trabajador de Cáritas Brasil, que hace parte de una jornada de limpieza, refiere una frase que ha escuchado de muchos migrantes venezolanos: 

—“Caigo preso, muerto o me voy de Venezuela”, eso es lo que dicen aquí…

Andrea y Josué salieron de Maiquetía luego de mucha oscuridad: su viaje comenzó al amanecer del sábado 31 de agosto, un día después del más reciente apagón nacional. 

Sin tener claro cuál sería su destino final (solo sabían que iban a Brasil), bajaron del barrio con sus maletas a cuestas, caminaron hacia la avenida Páez, y allí tomaron una camionetica que los llevó a Caracas. Se montaron en la estación Gato Negro del metro, para atravesar la ciudad hasta Petare. Ahí, tomaron otro bus que los llevó al Terminal de Oriente.

De la frontera los separaban 1 mil 274,9 kilómetros

Salieron a las 8:30 de la mañana. En el camino fueron chequeados en tres puntos de control de organismos de seguridad. Llegaron a Puerto Ordaz, a las 10:30 de la noche. Pernoctaron en la casa de los familiares de la prima que ya lleva cinco años en Brasil. La llamaron, ella les comentó que le estaba yendo bien, y se ofreció a recibirlos en Río Grande del Sur. Fue entonces que decidieron ir hasta allá. Si a ella le estaba yendo bien, ellos podían correr con la misma suerte. 

A las 3:00 de la tarde del día siguiente, tomaron un microbús para ir a Santa Elena de Uairén, la ciudad venezolana en la frontera sureste. Llegaron a las 5:30 de la mañana. Al amanecer del lunes 2 de septiembre de 2024, Josué y Andrea ya estaban en Brasil.

La Operación Acogida, la acción conjunta del Gobierno de Brasil y Naciones Unidas para recibir a los migrantes venezolanos, les ofrece una litera para pasar la noche, desayuno, almuerzo, cena y baño para asearse, mientras tramitan sus documentos. Andrea y Josué no se quejan, pero les ha parecido un proceso lento. Es que son demasiadas personas, todos venezolanos, los que procuran entrar a Brasil, residenciarse aquí.

“Sabemos que es tedioso, entiendo que están irritados, pero ya dentro de poco van a continuar con su vida”, comenta el joven que lidera la jornada de limpieza del día. 

Desde Boa Vista, la capital del estado de Roraima fronterizo con Venezuela, a 230 kilómetros de la frontera, piensan volar a Río Grande del Sur, 5 mil 165 kilómetros más. Una vez establecidos, volverán a Venezuela para ver a los padres de ambos, pasar con ellos unos días, y llevarse a los hijos.

Y, ahora sí, no regresar más. 

—Yo tomé la decisión de salir de Venezuela, con lo mucho que la quiero, para no regresar —dice Josué. 


Los nombres de los protagonistas de esta historia fueron cambiados para proteger sus identidades 

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Soy mujer, periodista, madre de dos chicas y esposa. Escribo porque me gusta, porque no puedo dejar de hacerlo, porque me siento mejor cuando escribo, porque no sé hacer otra cosa para ganarme la vida. Vivo en la Gran Sabana.

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