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Vine a buscar a mi hija

Sep 08, 2024

Le gusta jugar fútbol en su barrio, al este de Caracas. Dejó de estudiar con la idea de trabajar para aportar a la casa. Tiene 17 años. Es una de los más de 100 adolescentes detenidos en medio de las protestas contra el primer boletín que emitió el Consejo Nacional Electoral, luego de la elección presidencial del 28 de julio.

“Vente para la Fiscalía. Parece que a los chamos los van a sacar”.

La tarde del 29 de agosto, Andrea estaba almorzando cuando recibió ese mensaje de texto, enviado por una funcionaria de los tribunales. Hizo la comida a un lado, y llamó a Juan, su hijo mayor, para pedirle que la llevara en su moto hasta allá. Tenía la esperanza de ver y abrazar a Carolina, su hija de 17 años, detenida desde hacía poco más de un mes: la habían agarrado en medio de una protesta. Como a tantos otros en la Venezuela de estos días.

Madre e hijo se apuraron y, cuando finalmente llegaron al Palacio de Justicia, en el centro de Caracas, vieron un mar de gente: hombres y mujeres, padres y madres, tratando de saber algo sobre sus muchachos. También había activistas de derechos humanos y abogados. Pasaron horas y horas sin que les dieran respuestas. Nadie sabía si era cierta la información —más bien el rumor— de que iban a liberarlos. Estuvieron toda la tarde plantados, esperando y esperando.

En un salón de paredes transparentes tenían a los detenidos. Los familiares, activistas y allegados no podían acercarse demasiado, ni entrar a hablar con ellos. Pero, a la distancia, intentaban comunicarse.

—Mamá, sí viniste. Estás aquí —le dijo Carolina con un movimiento de labios que Andrea entendió perfectamente. La adolescente estaba sorprendida porque no esperaba verla allí. Días antes, su madre le había dicho que no iría a visitarla, porque debía irse de viaje a atender el pequeño negocio que tenía en otro estado. Era su principal fuente de ingresos. Y, desde que la detuvieron, se habían acabado todos sus ahorros.

—Sí, sí, estoy aquí. No te iba a dejar. Nunca… —le respondió, gesticulando exageradamente para que le entendiera.

Horas después, los funcionarios les hicieron firmar a los padres un acta en el que se comprometían a no salir de la Gran Caracas y a presentarse con sus hijos, todos los lunes, ante los tribunales. Además, los muchachos debían comprometerse a hacer labor social.

Después de entregar las planillas, los representantes corrieron a buscar a sus hijos. Los abrazaron, lloraron: parecía la escena final de una película de terror que les había tocado comenzar a protagonizar un mes antes.

La mañana del lunes 29 de julio, en el barrio donde vive Andrea con sus hijos, resonó un cacerolazo. Ocurrió lo mismo en otras comunidades populares de Caracas y de Venezuela. Era una protesta espontánea en contra del primer boletín que, durante la madrugada, había emitido el Consejo Nacional Electoral, luego de la elección presidencial del 28 de julio. Una protesta ciudadana que, con el paso de las horas, evolucionó: la gente, eufórica, comenzó a salir a las calles a manifestar su descontento.

—Mamá, yo también voy, no estoy de acuerdo con lo que pasó —dijo Carolina.

Andrea no se opuso demasiado. Sabía que su hija era una chica auténtica, con carácter. La había criado bien; en eso confiaba. Cuando se fue, se quedó tranquila porque iba con vecinos, a quienes conocía de toda la vida. Incluso, en el grupo había otros jovencitos de la edad de Carolina, con los que ella solía jugar en la cancha del barrio, al este de Caracas.

La adolescente le iba contando por mensajes de texto cómo estaba la calle. Así la madre supo que habían pasado por la sede del CNE en Fila de Mariches; luego que estaban por la redoma de Petare, donde se les unió más gente. Después le dijo que iban caminando por la avenida Francisco de Miranda.

Entonces comenzó a llover. Y Carolina dejó de escribir.

No supo más de ella hasta que, al cabo de cinco horas, le mandó un mensaje para decirle que la fuera a buscar, que la tenían en Chacaíto. No entendió muy bien, pero hasta allá se fue, en la moto conducida por su hijo Juan, con el presentimiento de que algo malo ocurría.

Al llegar, la vio: estaba pegada a una pared, junto a 14 adolescentes más.

Los vigilaban hombres armados de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB).

—¿Qué está pasando aquí? Vine a buscar a mi hija. ¿Qué es lo que tengo que hacer para llevármela?

—Usted quédese quieta, porque nos los vamos a llevar nosotros. Ellos están presos.

El funcionario señaló un autobús blanco con verde.

—¿Pero por qué? Ellos estaban manifestándose. Es su derecho. Son unos chamos. Si le pasa algo a mi hija, ustedes son responsables.

Andrea no lo sabía, pero su respuesta tenía fundamento legal. La Ley Orgánica de Protección del Niño, Niña y Adolescente (Lopnna) establece que los menores de edad, en tanto ciudadanos, tienen derecho a manifestar pacíficamente.

La mujer intentó hablar a la distancia con su hija. En un descuido del guardia, se le acercó y ella aprovechó de contarle lo que había pasado: estaba con otras muchachas cuando les cayó una bomba lacrimógena entre los pies, se sintieron ahogadas y cayeron al piso. Fue en ese instante cuando las detuvieron.

A Carolina, de hecho, se le veían manchas negras y raspones en los pies y las rodillas. Andrea sabía que le estaba diciendo la verdad. Igual no pudo evitar que se la llevaran: vio cuando la montaron en el autobús. Andrea y Juan decidieron seguirlo, en la moto, para saber a dónde la trasladaban.

El bus, casi vacío, entró a la Comandancia General de la GNB, en El Paraíso, a eso de las 6:00 de la tarde. Andrea, desde luego, se tuvo que quedar afuera. Entonces supo que en ese lugar tenían a otros detenidos: había mamás llorando y papás preguntando cuándo iban a soltar a sus hijos.

El tiempo comenzó a pasar lento. Se hizo de noche, muy de noche. A las 2:00 de la madrugada se percató de que el autobús iba de salida. Esta vez iba abarrotado de gente. Pudo ver que muchos eran adolescentes.

Los guardias armaron una suerte de barricada con motos para que los padres no los siguieran. “Se los llevarán para Maripérez”, escuchaba decir a otros familiares, refiriéndose al destacamento de la GNB que queda cerca de la avenida Boyacá.

Andrea esperó a que la gente se dispersara, y le pidió a Juan que la llevara hasta allá. No sabían dónde quedaba el destacamento, así que comenzó a preguntarles a sus vecinos, a sus familiares. Y a quienes se cruzaban en la calle. Algunos les decían que siguieran hacia allá, que en efecto habían visto el bus pasar.

—Pero, mamá, ya es muy tarde. No podemos hacer más por ahora —le dijo Juan cuando llegaron a Maripérez y les negaron la entrada—. Regresamos cuando salga el sol.

Esa noche Andrea no pudo dormir. A su teléfono llegaban decenas de mensajes de su familia, amigos y vecinos preguntando por Carolina. Contaban que un amigo estaba detenido; que a otro conocido también lo había agarrado la policía. El Foro Penal registró ese 29 de julio más de 40 personas detenidas en Caracas. Un número que comenzó a crecer sin parar: 48… 80… 111… 120… 128… 135… 149… 151… 171… 176… 179… 186… 225… 230… 233… 238… 241… 315…

En todo el país, desde el 29 de julio hasta el 2 de septiembre, esta organización civil confirmó más de 1 mil 650 detenciones. La mayoría en penales de Caracas. Más de 100 eran adolescentes, como Carolina.

Andrea regresó temprano a Maripérez la mañana siguiente. Fue directo a preguntar por su hija.

—Acá no ha llegado ningún autobús —le respondieron los guardias.

Pero se negó a irse. Se sentó a las afueras de la comandancia, en una esquina, a esperar que algo pasara. Porque ahí estaba su hija, de eso estaba más que segura. Cuatro horas después, vio que unos carros comenzaron a trasladar a jóvenes, los mismos que ella había visto en la madrugada en el autobús repleto.

—Bueno, sí… Se los están llevando a Zona 7 —terminó admitiendo un funcionario. Así le llaman a un centro de reclusión de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), ubicado en Boleíta, en el este de Caracas. Un lugar para adultos, no para adolescentes.

Y hasta allá se fue Andrea con Juan. Llegaron rápido porque las calles estaban vacías. Eran unos días pesados, lentos, muertos. La gente tenía miedo de salir de sus casas.

Ya en Zona 7, la madre intentó ver a su hija pero, otra vez, le dijeron que no estaba ahí, que no había llegado ningún traslado. Como pasaron varias horas y el estatus era el mismo, se preocupó. “¿Será verdad que no están aquí?”. Pensó que estaba desaparecida. Pero ahí se mantuvo. Hasta que, después de mucho rato, le confirmaron que Carolina sí estaba ahí.

Los familiares no podían ver a los detenidos, a pesar de que la Lopnna establece que los menores de edad detenidos tienen derecho a la comunicación con sus padres. Les llevaban comida, que les recibían cuando ya estaba fría. No tenían permitido darles agua. Todos los días era lo mismo: llegaban en la mañana, muy temprano, y se iban por la noche sin respuestas. Las mamás terminaron apoyándose entre ellas, haciendo un equipo.

Andrea no logra recordar cuándo fue, pero en algún momento supo que había ocurrido la audiencia preliminar de forma telemática: a su hija le habían imputado delitos de terrorismo.

El martes 6 de julio, cuando esta historia contaba ya ocho días, fue la primera vez que le dieron información precisa sobre Carolina: que la iban a trasladar al Doctor José Gregorio Hernández, un centro de reclusión para adolescentes, en Antímano, ubicado en el otro extremo de la ciudad.

—Ahora tienes que comprarle un mono escolar azul marino, como de los que usan en el colegio. Franela rosada bebé. Cholas tipo Crocs de color negro. Y llevarle sus artículos de higiene —le indicó a Andrea una funcionaria del penal.

Todo tenía que ser nuevo, “de paquete”. Y esa lista se fue alargando. Cada vez le pedían más cosas. Y la burocracia complicando todo: le devolvieron las franelas porque no eran marca Ovejita, y el mono también. Hasta la ropa interior debía estar sin uso. En eso fue que Andrea gastó los pocos ahorros que tenía.

Pero no le faltaron redes de apoyo: su comadre le aportó algo de dinero y así pudo completar la lista. También pagar pasajes. Y la ayudaba a cocinar. Sus vecinos estaban atentos a lo que ocurriera e intercambiaba con otras madres de jóvenes detenidas lo que pasara, incluso consejos para llevar los alimentos.

Pasaron 10 días más para que la viera por primera vez.

Fue el 20 de agosto.

A Andrea y Carolina las sentaron separadas por una mesa. No se podían tocar mucho, les dijeron. La hija le contó que la habían tratado bien. Que se había hecho amiga de otras chicas, con quienes compartía la misma celda. Que dormían en “la tumba”, una cama dura, de concreto. En algún momento pasó la directora del penal, y Carolina debió pararse firme, haciéndole un saludo militar, hasta que la funcionaria se alejó.

Después continuó hablando.

—Apenas se pone el sol llegan “las horas del silencio”: no nos podemos reír ni hablar porque nos regañan. Al principio, una señora, una de las presas, nos decía: “¿Dónde están las guarimberas?”. Pero apenas vieron que éramos chamitas, nos abrazaron y rezaron por nosotras.

Andrea pudo visitar a su hija tres veces: solo podía ir los martes y los viernes. En su última visita, un martes, le tuvo que decir que debía ir a trabajar, a atender el negocio para tener algo de dinero, y que no podría ir a verla el viernes.

No hubo reclamos. Carolina entendía: una de las razones por las que había salido a manifestar era el deseo de tener mejores oportunidades. Ella dejó el bachillerato en 2do año porque veía dos clases a la semana y los profesores nunca iban. Prefirió dedicarse a trabajar, generar algo de dinero. Antes de las elecciones, le había dicho a su mamá que quería hacer un curso de barbería: “Ya voy a cumplir 18, ya tengo que aportar”.

—Si tú no tienes pruebas de que tu hija no es una terrorista, tienes que aceptar los cargos. Le dan cinco años y sale —le dijo la defensora pública a Andrea días después de esa visita. No les había quedado más opción que aceptar sus servicios, pues ni a ella ni al resto de detenidos les permitieron contar con defensa privada.

—Yo no voy a aceptar nada —le respondió con indignación.

—Bueno, yo realmente no la puedo defender.

—Entonces lo que empezó mi hija en una protesta lo seguiré yo por su libertad.

Después, no tuvo más contacto con esa abogada pública, quien sigue a cargo del caso.

El 29 de agosto, por falta de dinero para el pasaje, decidió finalmente no viajar. Fue por eso que estaba en Caracas cuando le llegó el mensaje que decía que se fuera al tribunal porque quizá iban a liberar a Carolina.

Después de los abrazos y las lágrimas, madre e hija se alejaron del Palacio de Justicia. Pasaron por el casco histórico de Caracas. Carolina no lo conocía, sale muy poco de su zona, que queda muy lejos del centro de la ciudad. Paradójicamente, pasaron por el frente de la sede del CNE antes de irse a su casa.

El 30 de agosto, un día después de que le dieran la libertad condicional a Carolina y a los otros 15 adolescentes que estaban con ella, comenzaron a excarcelar a muchos menores de edad que habían sido detenidos después de las elecciones del 28 de julio. Hasta el 1ro de septiembre, el Foro Penal contabilizó 86 adolescentes liberados con medidas cautelares en Táchira, Miranda, Lara, Mérida, Anzoátegui, Zulia, Portuguesa, Carabobo, Nueva Esparta, Bolívar, Cojedes y Yaracuy.

Pero a partir de entonces el Foro Penal comenzó a recibir más y más denuncias. Y la cifra volvió a crecer, como una niebla espesa difícil de disipar: hasta el 6 de septiembre, al menos otros 59 adolescentes permanecían detenidos en penales de Carabobo, La Guaira, Anzoátegui, Yaracuy, Barinas, Monagas, Nueva Esparta, Miranda, Aragua, Distrito Capital, Sucre, Táchira y Trujillo.

Por lo pronto, Carolina se siente un poco más tranquila. Aún procesa todo lo que vivió ese mes que le pareció una eternidad. Después de todo le queda la certeza de que es muy querida: aquel 29 de agosto cuando llegó al barrio, la recibieron con globos, una torta y una pancarta que decía “Bienvenida”. Al finalizar esa pequeña celebración, sintió que los malos ratos habían quedado atrás.

—Al fin voy a dormir en mi cama, no en “la tumba” —dijo antes de acostarse a descansar.


Los nombres de los personajes de esta historia fueron cambiados para proteger sus identidades e integridad.
Las imágenes que acompañan el relato fueron generadas por Inteligencia Artificial.

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