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Hace un mes llovió dentro de mi coche

La periodista Briamel González lleva 15 años viviendo en España. Después de participar en las elecciones presidenciales del pasado domingo 28 de julio, se dedicó a trasladar en su carro a otros venezolanos que iban a ejercer su derecho. Llevaba en el parabrisas un cartelito que decía: “Súbete, te llevo a votar”. En este texto —que publicó en su blog y que republicanos con su autorización— cuenta lo que vivió ese día. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Me desperté a las 5:00 de la mañana con todo el sigilo posible para no despertar al resto de mi familia. Sobre todo, a mi hijo de 3 años. Me acicalé con mi camiseta blanca que dice “Venezolana” en todo el pecho, preparé una mochila con agua, galletas, un abanico, un cuaderno y un lápiz. Revisé 10 veces que mi cédula estuviera en el monedero. Desayuné un yogurt. Y mi amiga Patricia me escribió “Baja”. Ya eran casi las 6:00, aún no amanecía. Pasaron a buscarme.

Llegamos al centro electoral designado en Madrid, y ya había una larga fila. Muchas banderas, gente sonriente, alborotada y algunas personas medio dormidas. El equipo de organización de la oposición llevaba walkie talkies, y nos pedía silencio para no despertar a los vecinos, trataban de mantener el orden de la fila y nos decían en cuál mesa nos tocaría votar. Me llamó la atención que casi todos ellos tenían acento andino.

La periodista Goizeder Azúa, que se ha dejado la piel en estas coberturas, ya estaba corriendo de un lado a otro entre los electores y recogía testimonios e imágenes con su teléfono. También había un reportero de Radio Nacional de España. Luego llegarían muchos más.

Patricia, Laura y yo estábamos exultantes de la emoción. De ver a tanta gente, de reconocer nuestro acento, de lo que estábamos a punto de hacer, que era votar. Personas de otros países quizá no lograban entender cómo nos puede causar tanta exaltación, o por qué madrugamos. Para nosotros, votar implicaba contribuir desde lejos con el rescate de nuestro país. Nos sentíamos afortunadas porque formamos parte de los 60 mil venezolanos en el exterior que pudimos ejercer ese derecho, mientras que millones de nuestros paisanos no pudieron registrarse como electores a pesar de estar aptos para votar. Millones, millones que tuvieron que conformarse con ver el proceso en las noticias.

Entramos al Centro Cultural Fernández de los Ríos. Nos revisaron la cédula. Votamos. Todo fue muy rápido. 

Salimos, hicimos vídeos, mandamos fotos. 

Ya era de día. Había una algarabía entre la gente. Votábamos pero no nos íbamos porque queríamos estar conectados a ese momento. A las 8:30, una amiga de Patricia se ofreció a llevarnos a casa en su coche. Yo llegué a mi hogar, y todos seguían dormidos. Volví con una cartulina que me preparó Paty que decía: “Súbete, te llevo a votar” y la bandera de Venezuela pintada arriba.

La idea la tuve el día anterior. Había ido al centro electoral por una entrevista con Telemadrid para hablar de las elecciones. Constaté que la conexión en transporte público para llegar al sitio es terrible. La estación de metro más cercana está a 2 kilómetros (que con sol y a más de 30 grados se hacen eternos). Hay una parada de autobús en la puerta, pero los domingos de verano ese servicio es mínimo. Así que pensé en trasladar electores desde el metro más cercano para que fueran a votar. Hablé con varios amigos que tienen vehículo. Un par de ellos dijo que sí. ¡La maravilla de los amigos! Y así lo hicimos.

Saqué el coche de mi casa sobre las 9:00 de la mañana. La cartulina de Paty iba en la esquina derecha del parabrisas. Fui directo a la estación Casa de Campo. En la puerta había un grupo de voluntarios que orientaba a los venezolanos acerca del camino largo hasta el centro electoral. Cuando llegué, les pedí que les dijeran que yo los llevaba, que estaba aparcada en un lateral.

Lo que pasó en las siguientes cinco horas dentro de mi coche fue un vendaval, un deslave breve, una garúa a veces, un torrente por momentos, un estallido. 

Con solo decir “buenos días” los pasajeros se emocionaban. “Aquí te responden solo con hola cuando das los buenos días”, me dijo una. Yo les contaba lo fácil del proceso de votación, les sugería que buscaran su cédula, y les insistía en que todo fluiría. 

Compartíamos la ilusión, las palabras, la alegría.

“Esto se tiene que acabar, este maleficio se tiene que acabar, señora. Llevo 10 años sin ver a mis padres. Eso no puede seguir”, me dijo otra, ya llorando. Le respondí que, si me volvía a decir “señora”, la bajaba de mi auto en el siguiente semáforo, pero no me creyó porque yo también lloraba y reía a la vez.

Subió una familia, dos padres jóvenes con sus hijos de unos 8 y 9 años. Tenían ilusión, aunque los niños parecían no entender lo que pasaba. “¡Qué rico el aire acondicionado!”, dijo la niña. La madre sonrió y me preguntó que por qué hacía esto, subir a extraños, llevarlos. Yo me reí. Le dije que con esa pepa ‘e sol era casi criminal tener que atravesar las calles para ir votar, que ya habíamos atravesado un océano en avión. El marido le dijo: “¡Chama, pero si vamos aquí con una poeta!”. Reímos los adultos.  

Una mujer llamada Mildred vino desde El Molar, un pueblo de la sierra de Madrid, donde trabaja como camarera. Salió de su casa a las 7:00 de la mañana. Ya eran casi las 10:00 cuando se subió en mi coche. A pesar del periplo, iba contenta. Se le veía en la cara. “Mi amor, pero ¡qué bella eres haciendo esto! —me dijo— Tú no sabes el maratón que tengo encima y lo que me queda. Voto y me devuelvo a trabajar 12 horas. Esto lo hago porque tengo a mis viejos allá, en Guarenas, y a mi hijo de 15 años que está creciendo sin su mamá, ¿sabes?”. 

Llora. Calla. 

Lloro yo. Callamos. 

Suelto la mano derecha del volante para tomar fuerte la suya durante un minuto. Alcanzo a decir que me haga señas si me ve al salir de votar, que yo la llevo de vuelta al metro.

Pero no la volví a ver.

A las 10:15 de la mañana ya había llorado cuatro veces. Lo recuerdo porque me lo dije en alto, y me pedí contención. Aunque sabía que quizá era demasiado tarde. “¡Chama, ante todo calma!”, me susurré.

Mi amiga Meche me escribió desde el centro electoral para comentarme que ya había votado y que debía irse a Navalcarnero, el pueblo madrileño donde vive su hijo, porque su nieta cumplía dos años. Me dijo que estaba llena de esperanza. Después de dejarla en el metro, aparqué un rato cerca del centro electoral para saludar a amigos que me decían que estaban allí. Se reunió un grupo grande de excompañeros míos del diario El Universal, también había amigos con los que estudié en la universidad en Madrid, gente muy querida. 

Mención aparte merece el operativo organizado por Thábata Molina e Iván Dumont, que no podían votar, pero consiguieron (con empresarios y con particulares) donativos de comida y bebidas para ayudar a electores en la fila.

Thábata se acercó al coche con una malta, dos cachitos (que me comí con máxima felicidad) y un par de ponquecitos caseros con una pegatina artesanal que ponía a mano “Viva Venezuela”. Le pregunté qué tal el operativo. Me dijo que gente la había contactado por X para llevarle tartas, bebidas, postres, y que estaba gestionando todo eso. “¡Qué emocionante! ¡Qué linda es la gente! ¡Llevo toda la mañana conmovida!”, le comenté. Ella me mostró su brazo y me dijo: “Yo tengo piel de gallina con todo esto. Los venezolanos somos buenos, Bria”. Después, nos abrazamos llorando.

Fui pletórica a buscar en la estación Laguna a Sandra y Antonio, que vinieron desde Barcelona a votar. Chus y Máximo también subieron en ese viaje en el que me secundó mi amigo Javier, que trasladaba electores y tenía una bandera venezolana ondeando como señalización.

Cuando el sol del mediodía arreciaba intenso, no salían pasajeros de la estación Casa de Campo. Javier y yo bajamos de los coches, nos abrazamos. No habíamos podido hablar bien durante la jornada. Nos actualizamos. Cuando ya estábamos por arrancar hacia el centro, sentí que unos nudillos me tocaron el cristal con fuerza. Miré hacia adelante para asegurarme de que Javier seguía cerca. Me asusté, pero igual abrí porque vi que era una mujer joven, que dejó su coche en marcha detrás del mío.

—¡Chama, chama! —dijo casi gritando.

—Sí, dime —respondí, algo nerviosa.

—¡Coño, que te quería dar las gracias, carajo! Gracias por hacer esto. Yo no pude votar, pero tengo un buen presentimiento. Algo bueno va a pasar.

Me muestra sus brazos: tenía la piel de gallina. Y yo, de nuevo, con las lágrimas brotando a lo Candy-Candy. Nos abrazamos sin conocernos.

Hice varios traslados más. Volví a casa y comí con mi familia. Llevamos al niño a la piscina por la tarde. 

Y, desde entonces, ha pasado un mes. Un mes desde que llovió dentro de mi coche.


Este texto fue publicado en el blog La Rorra en el teclado, y es republicado en La Vida de Nos con autorización de su autora. 

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Bri-a-mel. Brí por Brígido (papá) A por Ada (mamá). Mel por hermanos (Melvin y Melba). Para mis primos y amigos de mi calle de la infancia soy «La Rorra». La Rorra en el teclado es un espacio en el que cuento mis reflexiones, pensamientos y anécdotas sobre lo que significa para un venezolano migrar a España y adaptarse a una nueva forma de vivir.

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