Empezó a contarme mi propia historia
En marzo de 2019, la periodista Johanna Osorio migró a Medellín. Fue el inicio de una serie de duelos que le dejaron muchos aprendizajes. Extrañando a su familia y a su ciudad, decidió volver a Caracas en noviembre de 2021. “Desde entonces siento que nado, plácida, protegida, nuevamente, en el vientre de mi madre”, dice en esta historia testimonial.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
“Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa”.
Wisława Szymborska
Recuerdo el momento exacto en el que decidí volver a Venezuela. Estaba muy triste. Tenía un poco más de una semana afrontando un duelo lejos de mi familia. Emigrar a Medellín, Colombia, se tradujo en tres años de aprendizaje, sí, pero a través de procesos muy duros. Un duelo, dos duelos, tres duelos, cuatro, cinco.
Morir y renacer.
Me fui de mi país en marzo de 2019. Caracas, mi ciudad, la que, de niña, tanto disfruté caminar con mi mamá, mis hermanas, mi abuela o mi papá, se me había convertido en un lugar asfixiante. Después de las 6:00 de la tarde no podía recorrer las calles, porque eran solitarias y peligrosas; el metro, que tanto usaba, era aún más peligroso; las rutas de autobús que tomaba a mi casa en las afueras de Caracas, habían disminuido tanto sus unidades que podía pasar cinco horas esperando en una fila para poder irme. Pese a eso, la imagen que no me dejaba dormir era otra: la de muchos niños flaquitos, pidiendo comida en la calle.
Intenté aliviar mi dolor haciendo lo que hago siempre cuando un tema me rompe el corazón: periodismo. Investigué, leí y leí, entrevisté, busqué datos y encontré, junto con un equipo de periodistas, una respuesta: los daños de la desnutrición infantil en Venezuela ya eran irreversibles.
Entonces, lloré sin consuelo.
En mi casa tampoco la estábamos pasando bien. Habíamos vivido días tan oscuros que solo escribir esta frase, sin detalles, me aprisiona el pecho y me trae recuerdos que suelen estar muy escondidos en mis memorias de 2018.
Me fui de mi país con la esperanza de poder ayudar a mi familia, y en el camino encontré un salvavidas también para mí. Una paradoja: un salvavidas en un mar calmado que luego se volvería tormenta permanente, pero que me enseñaría a nadar.
Apenas salí embarazada, pensamos en los nombres que le pondríamos a mi bebé: si era niña, se llamaría Paula; si era varón, Juan Pablo o Juan Andrés, por su papá, Juan, que entonces era mi esposo. Tenía el presentimiento de que era una niña. Su cortísima vida embrionaria me trajo el primer contacto con la muerte: Paula vivió apenas seis semanas dentro de mí, pero no fue sino hasta la semana 10 cuando supe que su pequeño corazón no había latido nunca.
Morí yo también.
Fue mi primera muerte.
Ocurrió el 2 de agosto. Luego, en noviembre, mientras me reencontraba después de 15 años con mi abuelita que vivía en Cali, Colombia —en la que sería nuestra última vez juntas, sin saberlo: ella y mi abuelo murieron por covid-19, en una misma semana de febrero de 2021— murió Sakura, mi primera perrita. Yo no estaba en casa y ella, asustada por una tormenta, tuvo un infarto. Así se sumó otro duelo y otra culpabilidad sin sentido.
Orión, mi perro, casi de la misma edad de Sakura, el que se portó increíble mientras cruzábamos la trocha enmontada que nos había llevado desde Venezuela a Colombia, murió en enero de 2020 en un accidente casero.
Así, en menos de un año, había perdido un país, los abrazos de mi mamá y mis hermanas, la oportunidad de ver crecer a mis sobrinas, un hijo humano y dos de otra especie y, además, ya no estaba haciendo periodismo porque ni la migración ni la tristeza me dejaban.
Los únicos seres queridos que podían abrazarme eran mi esposo, Juan, un nuevo amigo bogotano y mi perro Sartre, quien desde la muerte de Orión solo se levantaba para comer, lo que nos motivó a adoptar rápidamente a Atenea.
Hasta aquí parece una historia terrible. Pero la verdad es que Medellín había traído a mi vida halos de luz: la libertad de caminar a cualquier hora sintiéndome segura, volver a alimentarme bien, poder ayudar más a mi familia, conocer lugares lindos, convivir con alguien a quien amaba, encontrar y amar a nuevos perros y gatos.
El año que no hice periodismo, hice lo que la mayoría de los migrantes hacemos: cualquier otra cosa para la que no estudiamos, o que no nos imaginamos, nos guste o no, porque hay que producir dinero para vivir. En mi caso, encargarme de una tienda, vender comida, dar clases de español a un escocés.
La pandemia sumó otro obstáculo. Y entre las restricciones de movilidad, vivir una vida que no quería y que me agotaba y agobiaba, la nostalgia de la periodista que era y las proyecciones económicas que no se cumplían, también se me hizo invivible la hermosa Medellín que recorría en bicicleta los domingos por la tarde.
Mi mudanza a La Ceja del Tambo, un pueblo de poco más de 50 mil habitantes en el oriente de Antioquia, a una hora en bus de Medellín, se convirtió en agua fresca.
Fui feliz en La Ceja, en sus potreros donde corrían libres mis perros; en su parque central donde iba a tomar chocolate en medio de su clima frío; en sus caminos largos en medio de sembradíos de flores; en sus noches iluminadas con sus tormentas eléctricas que me hicieron reconciliarme con la lluvia torrencial antioqueña. Con su amor por la cultura y el teatro, con su respeto por la madre naturaleza que tanto protegen, con el canto y los colores de sus barranqueros. Encontré entre sus árboles y flores y aves y gente amable, mi pequeño lugar en el mundo.
Fui tan feliz que pude, incluso, volver a animarme a buscar oportunidades para hacer periodismo y lo logré (aunque no en Colombia, sino de forma remota en medios latinoamericanos).
Tenía suficiente tiempo y motivación para retomar mi vida.
Cuando pensaba que el mar se había calmado y que podía flotar viendo hacia el cielo, llegó el duelo que me hizo replantearme mi proyecto de vida: mi relación se acabó de una forma inesperada. Y esta vez no había gente querida para reparar corazones rotos. Estaba muy sola, con dos perritos y un gato recién rescatado, en un sitio a miles de kilómetros de mi familia. Yo necesitaba sus abrazos y consuelos, no por WhatsApp, sino abrazos reales que me ayudaran a sacarme la tristeza del pecho. Entonces, supe que lo único que podría salvarme era volver.
El día que me despedí de mi pueblito hermoso —cinco meses después de mi decisión de volver a Venezuela, pues los preparativos para regresar a Caracas con dos perros y un gato no eran sencillos—, La Ceja me regaló el más emotivo de los aguaceros, en medio de un potrero. Y no fue sino hasta ese momento que me permití llorarla sin pudor. Y caminé descalza por su grama, y metí los pies en su riachuelo, y me despedí de mis árboles y les agradecí por haberme escuchado por casi un año.
Esa noche, también, me despedí del señor de la carnicería, del de la frutería, de los esposos dueños de la tienda de la esquina —que me recordaban a mi propia vida apenas un año antes, tan cerca y tan lejana a la vez—, de tres vecinas y de los amigos entrañables que hice durante meses tan duros.
Y volví.
Crucé de nuevo por la trocha.
Era la misma trocha, pero no la misma Johanna.
¿Por qué narro “todo” lo que viví como migrante en una historia que se basa en mi retorno? Justo por lo que estoy a punto de contar, y que llegó a mí con claridad hace poco, en medio de un espacio de reflexión sobre la memoria y el olvido, con personas sensibles que también han memorizado y olvidado y recordado, una y otra vez.
Cuando regresé a Caracas, me encontré con una ciudad nueva: más bonita, menos insegura, más vivible (aunque no tengo agua continua casi nunca, es verdad; tampoco puedo caminar muy tarde por la noche y es algo que extraño). Me reencontré con la ciudad donde viven mi mamá, mis hermanas y mis sobrinas, mis cuñados que son como mis hermanos, mis amigas y amigos, mis plazas de siempre, mis calles rodeadas de mi Ávila, sus guacamayas ruidosas y coloridas que van siempre en pareja, sus ranas jardineras pequeñísimas que cantan sin recato todas las noches. Y después de casi dos años, aún en medio del caos citadino, de este bululú que es Caracas, pienso todos los días en lo profundamente bella que es, en esta sensación perenne de que estoy en mi hogar.
Claro que hay días en los que me siento lúgubre y pesimista, y quiero volver a vivir con agua potable saliendo de la tubería o comprar comida a precios decentes.
Soy consciente de mis privilegios; me atormenta la desigualdad, pero procuro no sentirme culpable o cohibirme de ser feliz por vivir un momento histórico en el que no he tenido voz ni voto y, aun así, siempre he hecho lo que ha estado a mi alcance para interpelar al régimen. Aunque esa es otra historia.
Pero soy feliz.
Y pensando en esta felicidad, que para algunos parece irracional, pude dilucidar mi verdad: mis ojos ven afuera lo que mi alma lleva dentro.
Yo creía que venía a contarle a mi Caracas mis peripecias como migrante. Pero no. Fue ella quién me ayudó a pararme y empezó a contarme mi propia historia. A traer las memorias de la niña que fui, a mostrarme de nuevo sus rincones afables, a llevarme inesperadamente a lugares con la huella de personas que amaba. A recordarme el valor de las alegrías y las tristezas compartidas, de los abrazos cálidos, del café recién colado para compartir con la gente amada. A decirme alto y fuerte que no estaba sola, que pertenecía y mucho más: que éramos una. Que no solo me rodeaba, me habitaba.
Y todas las sombras se convirtieron en luz.
Y esa luz ocupó todas mis memorias.
Tenía unas tres semanas en Caracas cuando me atreví a ir sola al mercado, luego de comprender finalmente el uso de dos monedas a la vez, con múltiples métodos de pago. En un pasillo, una señora me preguntó algo que no recuerdo, y le di una respuesta automática. La señora se rió y me dio las gracias. Y su risa, y su mirada, su tono de voz familiar, su acento, me dejó helada. Fue en el intercambio más cotidiano de la vida que caí en cuenta de que estaba de nuevo en mi casa, que ya no era extranjera, tampoco estaba de visita. Había regresado.
Ese mismo día, leí un tuit de otra muchacha desconocida que estaba viviendo lo mismo que yo y que decía: “Volver a Caracas ha sido como volver a nadar en líquido amniótico”. Y se me salieron las lágrimas, como ahora, porque no hay para mí, desde entonces, otra manera de explicarlo.
Hace muy poco regresé a Medellín por trabajo. Estuve una semana. Y sin esperarlo, este viaje se convirtió en una especie de tregua: me encontré con la ciudad de la que huí molesta y ahora, serena, pude verla en todo su esplendor y reconocer que ese lugar no tenía la culpa de la tormenta que me habitaba. Pude agradecerle por la persona en la que me convirtió. Por la persona que volvió a casa con sus aprendizajes.
Por la persona que ahora nada, plácida, protegida, nuevamente, en el vientre materno.
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Johanna Osorio Herrera
Jugaba a ser reportera desde que aprendí a leer. Luego, coqueteé en mi imaginación con cinco profesiones más. Pero la vida me quería periodista. Lo supe a los 12 años. Nací el día que empecé a cubrir deporte menor y las comunidades me enamoraron. Ahora aprendo a contar sus historias.
No lloré al leer el relato, me quedé como en un limbo. Ayer fuí al mercado a comprar queso y sin pensarlo pregunté ¿tiene llanero? El tendero me miró extrañado, no me quedó más que reir y corregir «ah, disculpe ¿tiene queso costeño?» Estoy en Bucaramanga, soy caraqueña y cuando escucho a otros hablar en la calle con mi propio acento siento que son mis hermanos. Siempre digo ante cualquier comentario sobre mi nacionalidad «donde yo esté está Venezuela» sin embargo, aquí no es venezuela y duele