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Mi mañana soleada por fin había llegado

Jul 15, 2023

Después de un embarazo normal y un parto complicado, adolorida, triste y con pensamientos que la atormentaban, Ana Virginia Garroni se sentía inhabilitada para cuidar a su primer hijo, Pedro Ignacio. Era 1998. Entonces, no era fácil encontrar información sobre la depresión postparto, que fue lo que le diagnosticaron.

ILUSTRACIONES: ANDRÉS ROMERO

Desde joven soñaba con una familia grande de cuatro varones. Me casé a los 24 años y, cuando llegué a los 26, lo quise hacer realidad. Busqué quedar embarazada y ocurrió de inmediato. Me impresionó mi fertilidad. 

Tuve un embarazo normal, sin nada que me generara angustia. Siempre me mantuve activa: iba a trabajar y luego a entrenar. La noche antes de que naciera mi primer hijo, Pedro Ignacio, fui al gimnasio y luego a cenar con Oskar, mi esposo. Esa madrugada empecé a sentir las primeras contracciones, que se hacían cada vez más fuertes. Al amanecer, llamamos a nuestro obstetra y nos fuimos a la clínica.

Eran las 7:00 de la mañana del 27 de agosto de 1998 cuando ingresé al Centro Médico de Lechería, la misma clínica del estado Anzoátegui donde nací.

Después de muchas horas de trabajo de parto, y ya en el momento de la coronación, se percataron de que Pedro Ignacio tenía varias vueltas de cordón umbilical en el cuello, y procedieron a una cesárea de emergencia. No hubo manera de saberlo antes, pues los econosogramas de esa época no lo mostraban. 

Eran las 4:00 de la tarde cuando ingresé al quirófano. La luminosidad de mi embarazo comenzó a perderse.

Me moría de dolor. Tenía 10 centímetros de dilatación y no pude tomar la posición de lado para que me pusieran la epidural, la anestesia que se suponía me podría aliviar. Mordí el brazo de mi obstetra cuando me ayudó a moverme. No hubo tiempo para esperar que la anestesia hiciera efecto. Pedro comenzaba a padecer sufrimiento fetal. 

La intervención fue terrible. Mis gemidos eran intensos. El dolor era tan bárbaro que no me salía la voz para gritar. En mi desesperación, tumbé la sábana verde atada a los parales que separaban el tronco de mi cara. El anestesiólogo me tomaba la cabeza con las dos manos y me hablaba para calmarme. No funcionaba. Sentí todo a sangre viva. 

El útero se desgarró y para los médicos no fue fácil suturarlo.

Yo también me desgarré. Quedé agotada, adolorida, traumatizada y frustrada por no haber podido tener el parto natural que anhelaba. A Pedro le costó llorar al nacer. De hecho, tragó un poco de meconio —las heces eliminadas por el recién nacido— y recibió antibióticos. Ambos estuvimos en la clínica por 48 horas. Si me hubiesen dejado elegir, me habría quedado por una semana, pues no podía ni sentarme.

Una vez que nos dieron de alta, llegué a casa de mis padres, porque la nuestra no estaba lista para ser nuestro hogar. Mis padres nos ofrecieron una habitación bastante amplia que acondicionamos semanas antes de la llegada de Pedro Ignacio. La pintamos de azul, la decoramos con Winnie The Pooh. Para ese momento todo en nuestras vidas era ilusión y no se vislumbraba nada que pudiese empañar la venida de Pedro Ignacio. 

El dolor de mi herida era tan fuerte que me inhabilitaba. Me dolía la zona pélvica. No era solo la sutura; sentía que todo por dentro se había roto. Las pastillas de Methergin —indicadas para producir contracciones uterinas y disminuir su tamaño después de la cesárea— hacían que me desvaneciera y sudara frío después de que me las tomaba. Creo que no cumplí con los días completos como me lo recetaron. No podía concentrarme en más nada sino en mi sentimiento de culpa por no ser lo suficientemente fuerte para hacerme cargo de Pedro.

Necesitaba dormir y recuperarme, pero nunca dejaba de cuestionarme por qué el dolor físico se interponía a mi deseo de ser una madre a cabalidad. Al faltarme la cama clínica, no lograba hallar una postura más o menos cómoda con almohadas ni cojines para darle pecho a mi hijo. Para ir al baño requería de ayuda tanto para pararme de la cama como para regresar y volver a acostarme. En ese momento, supe que no iba a poder amamantarlo, a pesar de haberlo hecho un par de veces en la clínica. Lo más irónico es que tenía leche hasta para donar. ¿Cuántas madres no desearían esta producción? Me recetaron unas pastillas para suprimir mis hormonas activadas y así evitar la tensión y la presión que me producía este trance fallido por la lactancia.

Pasó una semana. 

El dolor fue cediendo, pero ya no era la misma. No tenía fuerzas. No podía dormir, aunque quisiera. Los pocos momentos en los que cerraba los ojos no resultaban reparadores. Sentía que mi hijo, por demandarme atención, se estaba convirtiendo en un martirio. “¿Soy inmadura? ¿Subestimé la maternidad?”, me preguntaba una y otra vez.

Mi esposo y yo decidimos turnarnos en el cuidado del bebé: una noche él y otra yo. Oskar confiaba en que ese plan ayudaría a sentirme mejor, pero no funcionó. No podía ni cuidarlo intercaladamente. Le tocó hacerlo solo y atenderlo todas las noches. Pero el cansancio también se apoderó de él: un día se desmayó en su trabajo, pues se sumaron muchas noches sin dormir y trabajaba todo el día. Mi mamá se unió para apoyarnos. 

Transcurrieron otras semanas.

Yo seguía intentándolo. Buscaba ocuparme de Pedro durante las mañanas y las tardes. No quería rendirme. Trataba de “poner de mi parte”, como me lo exigían en casa, pero me enfrentaba a una sombría aflicción.

Un mes y medio después del nacimiento de Pedro, lo entendí: tenía depresión postparto. Empecé a verme con un psiquiatra, amigo de papá, que me visitaba casi a diario. Al principio solo lo veía para ajustar la dosis de los medicamentos antidepresivos, pero por voluntad propia decidió controlarme más a menudo. El doctor precisó que el tratamiento tuvo que haber iniciado justo cuando comencé a sentirme triste, pero ¿quién iba pensar en ese desenlace si yo nunca había sentido algo parecido?

De esas semanas sin ser yo recuerdo muy poco. De una tristeza profunda, comencé a sentir mucho miedo. No podía concentrarme. Era la oscuridad absoluta. En breve, la depresión se elevó a psicosis. El Prozac, el antidepresivo que tomaba, no me había hecho efecto. Me aterraba escuchar a Pedro cuando lloraba. Había perdido mis facultades para atenderlo. En algunos momentos de lucidez, cuando pensaba que mi hijo era mi responsabilidad, por encima de lo que pudieran ayudarme mi esposo o mi madre, me invadía un hondo sentimiento de infelicidad y frustración. Me sentía una inútil y también una carga. El psiquiatra ordenó que no contaran conmigo, que me suplieran al cien por ciento y me evitaran sentir esa obligación inherente de madre que me perjudicaba. 

Mi esposo decidió contratar a una enfermera para que atendiera a Pedro Ignacio. Tanto él como mis padres trabajaban y, por más que se turnaran, el bebé necesitaba una mamá a tiempo completo como cualquier recién nacido.

Dejé de comer. Si lo hacía, me daban náuseas y a veces vomitaba. Mis pensamientos me aturdían con ideas nefastas de que yo me moriría y Pedro también. Me llené de rabia y, a ratos, tenía impulsos de violencia. Comencé a tener alucinaciones. Buscaba cuchillos en la cocina para hacerme daño. 

No quería vivir más.

Evoco la sensación de buscar escapar sin poder conseguirlo. Una fuerza contenida en un hueco me halaba por los pies hasta el fondo. Mi mente estaba vacía. Deambulaba sin orientación por la casa. Me escondía en posición fetal debajo del escritorio del estudio de mis padres. 

En ese punto fue cuando el psiquiatra indicó un coctel de Haldol en gotas —medicamento para pacientes psicóticos—, Anafranil —antidepresivo que ya venía tolerando y había sustituido al Prozac—, Fluralema —para dormir— y el complejo B inyectado interdiario, que en ese momento se conseguía sin lidocaína, por lo que su aplicación era sumamente dolorosa.

La ansiedad también me estremecía. Sentía corrientazos. Sin embargo, esos corrientazos no eran nuevos para mí. Cuando iba por el 8vo mes de embarazo, murió mi primo hermano Julio. Se ahogó en playa El Agua, en la isla de Margarita. Había ido de vacaciones. El día de su partida pasó por mi oficina, en Puerto La Cruz, para despedirse. Yo fui la última persona que lo vio con vida. Julio era un hermano para mí. Crecimos juntos. Era mi confidente. Su partida fue una desgracia familiar y nos marcó a todos. Cuando me dieron la noticia de su fallecimiento, sentí esos corrientazos por primera vez.

Todos en la familia me rogaban que pensara en el bebé y me enfocara en el bienestar de ambos. Aun así, me acerqué a su velorio. No tuve el valor de ir a su entierro. Lloraba, estaba muy afectada. ¿Cómo evadir ese duelo? Mi psiquiatra tenía la hipótesis de que después de mi cesárea fue cuando pude drenar la muerte de Julio y que por ello la crisis postparto fue tan fuerte.

A todos en la familia les costaba entender lo que me ocurría. Mi mamá no podía verme así. Ella rezaba por mi recuperación. Ayudaba con Pedro y apoyaba a Oskar, pero no sabía cómo abordarme. El tabú los enmudecía, los paralizaba.

Para ese momento, encontrar información sobre la depresión postparto no era tan fácil. Mi papá fue mi salvador. Él es un hombre de ciencia, estudioso y comprometido con la medicina en cuerpo y alma. Era el único que me entendía; no me juzgaba. Me abrazaba y me ayudaba a calmarme. Sus besos, que me daba en la cabeza y en mi frente, me acompañaron en muchos momentos desesperantes. 

—Papá, ¿hasta cuándo? ¿Cuánto falta? —le preguntaba llorando. 

—Tranquila, chiquita, un día menos —me contestaba. 

—Papá, ayúdame, no me dejes.

—Confía en mí. ¿Cuándo te he fallado? —me respondía.

El tratamiento farmacológico lo combinaba con sesiones de terapia. Uno de los ejercicios era leer el periódico. Yo no era capaz de comprender ni los titulares. El psiquiatra me dijo que el día que lo pudiera interpretar estaría en franco proceso de recuperación. Esa se convirtió en mi nueva obsesión. Quería medir mi avance y buscaba el periódico todos los días para ver si ya me podía concentrar en la lectura. No sé cuántas semanas transcurrieron hasta que por fin logré demostrar compresión lectora. Mi turbidez cognitiva estaba cediendo. 

Tres meses después del diagnóstico, la crisis fue disminuyendo progresivamente.

Poco a poco logré ir involucrándome en el cuidado de Pedro. Quería bañarlo, quería darle el tetero. La enfermera comenzó a trabajar solo en las noches para evitar que un desvelo nocturno me generara estrés. Durante el día, podía ocuparme de todas las necesidades de mi hijo 

En casa no me presionaban. Empecé a visitar a Oskar al trabajo y a apoyarlo en la empresa. Algunas tardes, llevaba al bebé conmigo. Comenzamos poco a poco a estar los tres juntos como familia.

Dormía mejor sin altas dosis de sedantes. Me suspendieron las gotas del antipsicótico porque ya no escuchaba voces, así como del Akinetón —otra droga que se había sumado para contrarrestar los temblores parkinsonianos que me dejaban los efectos del Haldol—. Sentía hambre. Estaba mucho más consciente de mí y de mi realidad, pero los episodios de ansiedad continuaban. Para ese momento yo sentía que comenzaba a tener control sobre mi vida y, por iniciativa propia, llamé a un psiquiatra amigo de papá de la universidad que vivía en Caracas. Me recetó Tranxen, un ansiolítico que me aliviaba y me daba ánimos, porque no dejaba que se entrometiera el desasosiego en mis intentos por restablecer mi serenidad. 

La pesadilla estaba terminando. 

Mi papá nunca dejó de cuidarme. Estar con él siempre era un lugar seguro. En las noches se sentaba a mi lado para acompañarme a tomar las pastillas de Fluralema para dormir. Recuerdo su sonrisa en la mañana cuando le decía que había podido dormir sin problema, a pesar de que, a solicitud mía, bajábamos la dosis del medicamento. Él sabía de la importancia para mí de comprobar y asimilar que estaba sanando. Mi papá fue mi héroe.

Un buen día, a finales de 1998, no necesité más narcóticos ni ansiolíticos. Mi mañana soleada por fin había llegado; había vuelto para quedarse. En diciembre, viajamos a Caracas para que el resto de la familia conociera a Pedro Ignacio. Ahora reviso las fotos de esa Navidad y me reconozco. Recuperé el peso perdido y me sentía alegre, sin depender de nada ni nadie. A los pocos meses, nos mudamos a nuestra casa, mi nuevo lugar seguro. Había retornado a ser yo misma y Oskar también estaba feliz. Había recuperado a su esposa y a la madre de su hijo. 

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Nací en Lechería, estado Anzoátegui. Soy periodista egresada de la Universidad Católica Andrés Bello en el año 1994. Tengo 27 años de casada y soy madre de dos varones: Pedro de 24 y Otto de 14. Migré de Venezuela hace 10 años y vivo en Atlanta, Estados Unidos.

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