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Por las noches soñaba que veía todo

Jun 03, 2023

Aunque tenía problemas de visión, comenzó a pintar a temprana edad. Alí Zapata intentó estudiar biología y sociología en la Universidad de Oriente, pero su camino estaba en la pintura y la docencia. Lo supo luego de una suplencia a un profesor de dibujo técnico: durante casi tres décadas estuvo en las aulas. Cuando más tarde quedó prácticamente ciego, comenzó un recorrido de autoconocimiento. 

FOTOGRAFÍAS: MARIELI GUEVARA

El profesor Alí Zapata esperaba en uno de los cubículos del Centro de Especialidades Oftalmológicas de Valencia (Ceoval). Aguardaba a que la doctora le dijera el resultado de los exámenes que le habían realizado, y tenía la pequeña esperanza de que no todo fuera malo. La especialista caminó lento hacia dónde él se encontraba y le dio el diagnóstico: tenía un glaucoma muy avanzado. Debía iniciar un tratamiento. Eso sí, le advirtió que si no funcionaba, tendría que operarlo.

Aquel día de agosto de 2002, Alí Zapata todavía podía ver; podía valerse por sí mismo sin bastón. El tratamiento que inició desde ese momento, y que mantuvo por dos años, no tuvo el efecto deseado, porque la presión intraocular no fue controlada: el glaucoma avanzó, y él casi no podía ver. Pero los médicos le explicaron que era reversible: porque en algunos casos, cuando se opera un ojo, la presión en el otro se estabiliza, y eso permite que el paciente vaya recuperando la visión. Decidieron entonces llevarlo a quirófano. La primera intervención, la del ojo izquierdo, ocurrió en marzo de 2004. Para la segunda, debió pasar un período de espera y recuperación. En octubre de ese mismo año, le tocó el turno al ojo derecho. Pero tras la operación, los doctores se dieron cuenta de que no había funcionado: Alí perdió la visión central en ambos ojos; solo le quedaba algo de visión periférica en el ojo izquierdo: es decir, veía poco y muy borroso. 

Alí Zapata estuvo durante 28 años en las aulas del Liceo Antonio José de Sucre de Cumaná, impartiendo sus clases de dibujo técnico. A esa ciudad del oriente de Venezuela llegó desde Villa de Cura, una pequeña ciudad del estado Aragua, en el centro del país, cuando era un joven de 19 años. Fue ahí donde comenzó su carrera no solo como docente sino también como pintor. En aquella época pintaba bodegones y marinas, retratos, piezas publicitarias y serigrafías que la gente le encargaba.

Impulsado por su mamá, desde muy niño dibujaba: era el hacedor oficial de las carteleras de la escuela. Cuando cursaba 1er grado, una fiebre tifoidea lo confinó a una cuarentena, y en tantos días de aislamiento empezó a dibujar con unos colores que le había dado su abuela.

Desde entonces, no paró. 

El problema con su visión, sin embargo, fue una constante. Y de hecho, le impidió hacer cosas que le interesaban. Cuando vivía en Villa de Cura, siendo estudiante de bachillerato, estuvo en una escuela de toreros. En las prácticas, su profesor observaba que el alumno era embestido por los novillos, así que le pidió que se hiciera exámenes médicos: los doctores dictaminaron que sufría de astigmatismo y miopía. Fue el fin de su incipiente carrera como torero. El maestro Pineda le dijo:

—¿Tú has visto un torero con lentes?

Alí se graduó de bachiller en 1967. A los meses, se fue a Caracas a trabajar y un día, caminando por la urbanización Altamira, se topó con una casa que llamó su atención y entró. Era la sede de la Universidad de Oriente (UDO). Le hablaron de las carreras que se impartían, de las ayudas sociales que se brindaban. En enero del año siguiente, 1968, viajó a Cumaná decidido a estudiar en la sede de la UDO que queda allí. Empezó estudiando biología, pero al poco tiempo se cambió a sociología porque tenía que trabajar y se le hacía complicado asistir a las clases en los laboratorios. 

Aunque la vida lo estaba llevando por otros caminos, nunca había dejado de pintar. Tenía muy buena fama: la gente le encargaba trabajos; era muy solicitado por sus habilidades como pintor y dibujante, o para elaborar carteles y afiches publicitarios. 

Un 1ro de octubre de 1974 entró de manera oficial al Liceo Antonio José de Sucre, cuando le tocó sustituir a Manuel González Ascencio. Este viejo profesor, exiliado español de la guerra civil, había descubierto la habilidad para el dibujo del joven Alí Zapata, gracias a unos planos que le había pedido. Luego de ver su potencial, González Ascencio le pidió que lo supliera, mientras él viajaba a España para ver a su familia.

Fue entonces cuando lo picó el gusanito de la docencia y ya no hubo marcha atrás. La directora le asignó todas las horas de dibujo técnico. Un año después el profesor González Ascencio, que rondaba los 80 años, murió de un enfisema pulmonar. Y Alí se quedó dando clases: en las aulas se sentía pleno y bajo ningún concepto quiso realizar tareas administrativas. 

Solo saldría de las aulas casi 30 años después, impelido por una fuerza natural: el colapso que empezaría a sufrir su vista.

Fue a principios de 2002 que Alí comenzó a sentir que su visión perdía eficacia y que le impedía trabajar como antes. En ese entonces tenía 53 años. Él pensaba que se debía a que ya no era un muchacho. Para ello recurrió al doctor Roger Córdova, uno de los oftalmólogos más connotados de Cumaná (a quien Alí le había dado clases). En la consulta, Córdova vio que sendos glaucomas se alojaban en los ojos de su exprofesor. 

Alí decidió tratar el problema de la mejor manera posible, y viajó a Valencia, a que los doctores del Ceoval le ayudaran. Sin embargo, no impidieron que dejara de ver: así, quien había pasado su vida viendo colores y formas para convertirlos en arte, terminó arrimado a la noche perenne.

Luego de las operaciones en Valencia, el profesor Alí Zapata regresó a Cumaná. Con rabia, frustración, pero también con el apoyo de su familia: sus hijos —Manolo y Emiliano— y Zuly, su compañera.

La ceguera desencadenó tiempos complicados. 

Era volver a adaptarse al mundo con una nueva condición. Por fortuna para Alí, su jubilación como profesor había procedido, y tenía una pensión por discapacidad. Con esto, al menos tenía un sustento económico para enfrentar su nueva etapa. Una que parecía muy difícil, pues no poder pintar le parecía la negación de su propia esencia. 

Una tarde de furia tomó algunos de sus lienzos y bastidores y los quemó. 

Su hijo Manolo recogió los lienzos y los bastidores chamuscados y los puso en un cuarto. Acomodó el material quemado en unas posiciones tan particulares que parecía que habían sido puestas así con pretensión de arte vanguardista; y después le dijo a su padre:

—Oye, papá, pero esta ha sido una de las mejores obras que has hecho. 

Alí debía lidiar con la ansiedad y con emociones negativas. Empezó a tomar ansiolíticos. Incluso, le pidió a Manolo que rompiera unos lentes que un optometrista de Valencia le había hecho para que supuestamente viera mejor, pero que nunca funcionaron. 

Su momento favorito eran las noches porque soñaba y allí veía todo perfecto.

Tendrían que pasar muchas de esas noches para que entendiera la lección que su hijo Manolo le dio aquella tarde de tela y madera quemada.

Habían transcurrido tres años desde aquella vorágine en Valencia. Era junio de 2007. El viejo profesor del Liceo Sucre soñó que había llegado a un pueblo costero que tenía una iglesia en una loma. Recorrió el pueblo hasta que un joven catire, de unos 18 años, que iba en bicicleta, le pasó por un lado y, saludándolo efusivamente, le dijo: “¿Cuándo llegaste?”. 

Aquel muchacho tenía en la esclerótica un puntito muy pequeño que parecía una nube. Antes de irse, le dijo que lo estaban esperando. Alí bajó por una cuesta, y vio a un grupo de muchachas. Había una convertida en un mar de llanto y las demás la consolaban: “Cálmate, vale, ten confianza, que él va a volver a pintar, él va a volver a trabajar”. Alí entonces se dio cuenta de que allí estaban sus dibujos. Desesperado, dijo: “¡Pero esos son mis trabajos! ¡Eso los hice yo!”.

Y despertó.

Habían transcurrido un par de horas desde que había amanecido, cuando se dispuso a hacer un cuadro: un bodegón, de esos que tantas veces hizo por encargo en la Cumaná de los años 70. Esa mañana, después de cinco años sin pintar, el profesor Alí hizo su primer cuadro. Pintó aquel bodegón, sin modelo, imaginando, recurriendo a su memoria visual que permanecía intacta. Todavía mantenía una caja de pintura, unos pinceles y unas canvas, que son unos cartones forrados con telas que sirven como lienzos. 

Estuvo toda la mañana en eso hasta que, al llegar la tarde, le preguntó a su esposa Zuly qué le parecía lo que había hecho. 

Ella, sorprendida, le dijo que el bodegón había quedado muy bien.

Alí había inaugurado para sí una nueva etapa en la que la experiencia de pintar era más táctil: usaba los dedos, no solo los pinceles. El resultado era una obra más expresiva, más espontánea. 

A partir de ese momento comenzó a pintar con disciplina, como lo había hecho antes de perder la visión. Y poco después volvió a mandar sus obras a concursos y a ser reconocido de nuevo: recibió una mención en el Ateneo de Carúpano, en 2011, por una obra llamada Un guerrero ancestral. Luego, en 2013, obtuvo otra mención, esta vez en la 2da bienal de PDVSA que se realizó en el Museo de Arte Contemporáneo de Cumaná. El profesor realizó un cuadro de nombre El eterno guerrero ancestral, en el que repetía la temática indigenista que abordó en el cuadro de 2011. Ese mismo año, otro cuadro suyo fue expuesto en el salón de arte popular de Naguanagua, estado Carabobo. Esta exposición significó una gran satisfacción para Alí Zapata, dado que era muy difícil entrar como expositor en este salón.

La poca visión periférica que conserva es lo que le permite apreciar, levemente, los colores. Solo puede verlos en alto contraste. Por supuesto, le ha pasado que puede confundir los tonos. Para ello, se ha hecho de un sistema en donde pone una pequeña etiqueta de acetato con una inscripción en braille. Ha ocurrido que aplica un color pensando que es otro. Por ejemplo, cree que está aplicando un color tierra y resulta ser morado. En ese tanteo cromático la equivocación sale bien y el color que aplica en una obra resulta mejor que lo que él había pensado inicialmente. 

Muchas veces, tiene que poner sus ojos muy cerca de la tela para corregir detalles, lo que hace que, en ocasiones, termine con la cara llena de pintura. También recurre a tachuelas, en puntos específicos de la obra, para saber en dónde se quedó. 

Alí es un poeta que pinta con las manos. 

Pareciera que algo vibracional, sumado a la memoria muscular y motriz de sus manos, lo llevan a ese camino de luz que es su pintura. Ha desarrollado una sensibilidad táctil que le permite, estando a medio milímetro de una superficie, manejar el pincel. Mientras tanto, sigue asistiendo a su casa-taller de la calle Sucre de Cumaná, intentando crear arte. Esa enorme y vieja casa que antes fue su hogar, y que ahora funciona como el taller. También es una especie de lugar de encuentro para otros ciegos que buscan la sapiencia de vida que posee el profe. 

Alí los ayuda a todos. Y aunque no haya formalidad en su quehacer solidario, él es una especie de activista por el bienestar de los ciegos. Además, Alí quiere iniciar un taller de creatividad para ayudar a los niños. Con la idea de que estos se alejen un poco de los teléfonos celulares, planifica, con un grupo de colaboradores, de qué manera podrían darle forma a ese taller en donde los niños tengan la oportunidad, por ejemplo, de pintar con pigmentos naturales como cúrcuma, hollín y onoto. 

Pero así como él ayuda a los demás, también cuenta con el apoyo de muchos lazarillos voluntarios que colaboran con él para que pueda estar todas las mañanas en su taller de la calle Sucre, hasta donde se traslada desde su apartamento en la urbanización Bermúdez. Debe recorrer unos 3 kilómetros para llegar, lo cual hace de lunes a sábado. 

Una vez que llega ya tiene mayor autonomía para desplazarse por la enorme y vieja casa cumanesa que le sirve como taller desde hace unos cuantos años. Desde allí ayuda a quienes tampoco pueden ver. Desde allí sigue construyendo un imaginario pictórico. Desde allí hace lo inimaginable para un ciego: pintar cuadros.

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Hijo de Elizabeth. Cantante, obrero de la música y la literatura. Editor. Soy cumanés, aunque nací en Caracas. Licenciado en letras de la Universidad Central de Venezuela.

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