Se pondría zapatillas así sea para las fotos
Luego de que una bala perdida la alcanzara, Iraly Yanez quedó en silla de ruedas. Allí comenzó a enfrentarse a los obstáculos que depara vivir en un país que no ha adaptado su infraestructura para las personas con movilidad reducida; y pensó que la danza, eso que tanto le apasionaba, ya no era para ella. Pasó un tiempo para que se diera cuenta de que estaba equivocada.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
La danza vive en Iraly Yanez desde que tiene memoria. Aunque paradójicamente más de una vez el mundo se le ha detenido por completo, su mundo, el lugar al cual siempre volver, es ese: la danza.
A los 3 años, como bailaba y cantaba todo el tiempo, su mamá la llevó a recibir clases de preballet en el Instituto Pedagógico de Caracas. Ahí fue donde todo comenzó.
La madre la acompañaba a donde necesitara ir, la ayudaba con su ropa y su agenda de compromisos, le insistía en que fuese siempre responsable. Iraly fue creciendo en tanto practicaba gimnasia rítmica, modelaje y ballet. Llevó una infancia y una adolescencia tranquilas: vivía en una suerte de burbuja cercada por la disciplina y el empeño. El tiempo libre lo ocupaba en descansar y en hacer las tareas. En algún momento pensó en dedicarse a la medicina porque sus materias predilectas eran biología y ciencias de la naturaleza, pero el mundo cultural terminó enganchándola.
Cuando tenía 14 años, comenzó a dar clases de baile en la Academia María Loreto, ubicada en la avenida José Antonio Páez, en Caracas. Enseñaba técnicas, posturas y pasos sencillos para que los interesados pudieran bailar en fiestas de 15 años o bodas. También integró elencos de danza como el que funcionó en el Teatro Don Bosco en Altamira y en la Academia Integral de Mery Cortez, una de las más relevantes del país. Gracias a esto, apareció en programas televisivos como Tropa de vacaciones, que transmitió Radio Caracas Televisión a mediados de los 90, y en unas cuantas ediciones del certamen Miss Venezuela.
Todo iba bien hasta que a sus 21 años vino el primer golpe.
Un conductor ebrio, a bordo de una camioneta pick-up de color rojo, las atropelló a ella y a su mamá cuando caminaban por una de las avenidas de la parroquia El Valle, en Caracas. Fue el 11 de marzo de 2006. Iban a casa de su abuela, a quien cuidaban tras una operación por un tumor en un seno. El mayor impacto lo recibió su mamá: mientras su tío y su primo enfrentaban al responsable, Iraly se subió a un jeep para llevar a su mamá al Hospital Periférico de Coche.
Esa primera noche en emergencias no la atendieron, tampoco tenían los equipos necesarios para hacer los estudios de rayos X que necesitaba. Junto a su madrina, Iraly llevó a su madre a otros hospitales para hacerle las placas y luego volvieron a Coche. El choque le había fracturado cinco costillas y otras tres le perforaron un pulmón; necesitaba con urgencia un drenaje, pero no se lo hicieron sino hasta la noche del segundo día.
Pese al esfuerzo, la señora falleció una semana después.
Entonces todo en la vida de Iraly se paralizó.
Decidió cumplir con las presentaciones de danza que tenía pautadas, porque a pesar de que el mundo se le reventaba, eran su responsabilidad, y a su mamá no le hubiera gustado que fallara. Pero luego dejó de bailar.
Se dedicó de lleno a la carrera de cine, que entonces ya cursaba en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, y a trabajar en tiendas para salir adelante.
Entre un compromiso y otro, alejada de los escenarios, pasaron los primeros cuatro años sin su mamá. Se sentía sola, no encontraba razones que la animaran realmente. Pero aún le faltaba mucho más por enfrentar.
Eran las 4:30 de la madrugada del 31 de diciembre de 2010. Iraly, ahora de 25 años, había pasado toda la noche en una reunión con unos amigos, en casa de una vecina, en Guarenas. Al llegar a la planta baja de su edificio, decidió quedarse conversando con otros conocidos que encontró. Entonces se escuchó un disparo. Nadie vio de dónde venía. Iraly no supo que le había impactado a ella hasta que sintió que perdía las fuerzas y caía al suelo. Le dolió el abdomen, sentía que algo la quemaba por dentro. La bala perdida había entrado por la espalda y se había alojado en su estómago. Sus vecinos la subieron a un carro y la llevaron al Hospital Domingo Luciani.
Cuando llegó al hospital, cerca de las 6:00 de la mañana, la dejaron en el piso porque en emergencias no había camillas ni sillas. Iraly lloraba. No quería pensar, no quería vivir lo que estaba viviendo. Consciente de lo que le sucedía, el llanto se convirtió en gritos de dolor. Jadeaba en lugar de respirar, mientras el médico de guardia le hacía preguntas sobre su condición, lo que había pasado, dónde había ocurrido.
En un momento ella le hizo señas y le dijo que era preferible que la dejara morir, pero que por favor no le preguntara nada más.
En esa época, la tía de su cuñada trabajaba en el Hospital Domingo Luciani y, por suerte, ese día estaba de turno. Su familia la contactó y ayudó a que Iraly tuviera una camilla en la que reposar. Pasó esa y otras cuatro noches en aquel centro de salud, pero no la operaron para sacarle la bala. Le informaron que sería muy delicado por la zona del impacto, y le explicaron que la suya era una “lesión incompleta”: la bala había rozado la columna, sin tocar la médula espinal; pero igual había generado un shock.
Tras los primeros días del accidente, Iraly comenzó a retener líquido. Siempre había sido delgada, pero subió de peso y le tomó dos años desinflamarse y volver a su contextura habitual. Durante 10 meses, hizo fisioterapia en el Hospital Pérez Carreño. Allí pidió que le hicieran una resonancia: quería saber qué había pasado con la bala. Al comparar ambos estudios, los médicos se dieron cuenta de que la bala ya no estaba en su cuerpo. Quizá la había evacuado.
Iraly quedó en silla de ruedas. Y comenzó a sortear nuevos obstáculos.
El primer empleo que tuvo después del accidente fue como analista. En ese entonces, el ascensor del edificio estaba dañado y su oficina quedaba en un 4to piso. Sus compañeros la bajaban y subían en la silla de ruedas cada día. El momento más triste era cuando llegaba la hora del almuerzo, porque todos iban al centro comercial o a cualquier local a comer y ella se quedaba sola en su puesto. Le daba pena tener que pedir a cada rato que la bajaran y subieran por las escaleras. Así que se quedaba en silencio.
Pasaron seis meses hasta que la directiva la trasladó a la planta baja, donde el acceso y salida le resultaron más cómodos. Iraly comprobó que la infraestructura en Venezuela no suele estar adecuada para las personas con discapacidad que desean trabajar. Las rampas de acceso no siempre se elaboran con el material adecuado o no poseen la inclinación debida. No hay baños adaptados y los ascensores no siempre funcionan.
En una ocasión tuvo un accidente bajándose del Metrobús. Iba de espaldas, confiada en varios pasajeros que le habían dicho que la sostendrían. Pero cuando ya iba bajando, la soltaron y ella rodó hasta chocar con un muro de concreto. Cayó boca arriba y la silla de ruedas quedó sobre ella. Iraly se había encorvado para amortiguar el golpe y evitar que el muro le reventara la cabeza, pero no fue suficiente. Se mareó y se le adormecieron los brazos. Gritó: “¡Ayúdenme!”. La levantaron y la sentaron de nuevo en su silla.
Ese día iba a trabajar, pero solo tuvo fuerzas para regresar a casa.
¿Y la danza? ¿Y su mundo? Tras la muerte de su madre, y después del accidente con la bala perdida, todo lo que tuviese que ver con la danza la hería: no quería saber nada de los escenarios; sentía que no tenía cabida allí. Hasta que llegaron los primeros meses de la pandemia, en 2020.
Una tarde estaba en su oficina, revisando Facebook, y dio con un álbum de fotografías que había subido Alexander Madriz. El coreógrafo y bailarín presentaba a los nuevos integrantes de Ubuntu Teresa Carreño. Es un proyecto de la compañía AM Danza de Habilidades Mixtas, fundada por Madriz hace más de dos décadas. Desde 2019, forma parte de los elencos estables de la Fundación Teatro Teresa Carreño, y reúne a bailarines con diversas condiciones físicas, discapacidad motora y cognitiva.
Iraly sabía de la existencia de la agrupación, pero le resultaba dificultoso trasladarse hasta su sede.
En la publicación de Facebook, Alexander hablaba de los progresos y de los próximos proyectos. Iraly le hizo un comentario en una de las fotos. No pasaron ni cinco minutos cuando obtuvo respuesta: Álex la invitaba a acercarse al teatro.
Llena de emoción, Iraly aceptó.
Hacía mucho que intentaba mudarse de Guarenas a Caracas, hasta que poco después del inicio de la pandemia, finalmente lo logró. Encontró un alquiler en el oeste de la ciudad, mucho más cerca de su trabajo y del Teatro Teresa Carreño, lo que le permitía asistir a los ensayos sin mucha dificultad.
Formar parte de Ubuntu TC era encontrar esa libertad que le daba la danza. Era como una nueva primera vez.
Y allí está.
Desde entonces, todos los días aprende algo de los demás y de sí misma; sigue adaptándose a pesar de tener más de una década en la silla de ruedas. Además, la danza, sumada a la gimnasia y el yoga, la han ayudado a recuperar parte de la movilidad en sus extremidades. Su diagnóstico, que en principio era paraplejia, con los años evolucionó a paraparesia: una debilidad muscular presente en sus dos miembros inferiores. Tiene movimientos voluntarios en sus piernas, pero no direccionales y no todo el tiempo.
En las piezas de danza suele defenderse mejor en el suelo o cargada que sobre la silla. Porque la que usa no es la más adecuada, pesa mucho. Con Ubuntu TC ha tenido la oportunidad de presentarse en espacios como el Teatro Nacional, Teatro Municipal, Trasnocho Cultural. Ha podido experimentar la danza desde otros lugares. Incluso ha seguido creciendo con obras como Después de cada caída, en la que no solo baila sino que también participa como creadora de su propia coreografía.
Ahora no se deja limitar, ni se amilana ante quienes le dicen que no puede hacer ballet porque no puede subirse a unas puntas. Persistente en lo que quiere, y sin ánimos de volver a abandonar la escena, se pondría las zapatillas de punta así fuese solo para las fotografías.
Iraly continúa a pesar del miedo. A pesar del peligro de una caída, de ser atropellada en la calle, de que se le espichen las ruedas de la silla o pierda una rolinera y no tenga quien la auxilie.
Dice que sigue sobreviviendo. Porque para ella morir no es una opción. Que morirá, sí, pero en las tablas.
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María Angelina Castillo Borgo
Me llaman Mima, soy periodista egresada de la Universidad Católica Andrés Bello. La cultura ha sido mi espacio natural a la hora de escribir, aunque de vez en cuando me presto al mundo corporativo. En mis textos hablo del otro; ocasionalmente, sobre mí