Todavía le queda una promesa pendiente
Con 179 publicaciones científicas, Oscar Noya fue reconocido, en 2014, con el Premio Nacional de Ciencias y, en junio de 2022, con el Premio Lorenzo Mendoza Fleury de Biología, en reconocimiento a su trayectoria. Ya tenía una carrera cuando, en 1990, recibió el testigo del doctor Arnaldo Gabaldón, su mentor.
FOTOGRAFÍAS: PEDRO RANCES MATTEY
El escritorio del doctor Oscar Noya está cubierto de historias clínicas. Alrededor del microscopio hay frascos, tubos de ensayos, pilas de papeles. Los mesones lucen abarrotados; en el piso hay dos enormes contenedores sellados; y, al lado de la puerta, donde el médico cuelga su bata, hay un cuadro con una figura famélica que se cubre horrorizada de su propia desnudez. Pero lo que más destaca de este consultorio es un cuadro colgado en la pared que está detrás del escritorio.
Se trata de un dibujo de una casita de bahareque. Una casita que no parece estar ahí solo como un elemento decorativo, sino que simboliza las enfermedades que el doctor Noya ha visto en casi cinco décadas como especialista en parasitología y enfermedades tropicales. Visitó muchas viviendas como esa: con techos de palma (en los que se esconden nidos de chipos transmisores del mal de Chagas), sin puertas ni mosquiteros. Como jefe del Centro para Estudios sobre Malaria (CEM) y profesor de la Universidad Central de Venezuela (UCV), se acostumbró a encontrar en lo invisible un universo de asesinos microscópicos.
En eso estaba cuando llegó por primera vez a esta oficina y ese cuadro ya estaba allí. Le pertenecía al entonces jefe del laboratorio, el doctor Arnaldo Gabaldón, quien sabía que pocos médicos, como él, habían dedicado su carrera entera a recorrer el país investigando sus principales problemas epidemiológicos. Fue por ello que un día de 1990, sabiéndose en sus últimos meses de vida, llamó a Oscar Noya para pedirle que asumiera la dirección del CEM.
—Si usted no se encarga, esto lo van a cerrar y la malaria va a volver —le advirtió.
De acuerdo con el Ministerio de Salud, a principios del siglo XX, la malaria era una de las enfermedades más letales que existían en Venezuela, con una tasa de 300 muertes por 100 mil habitantes, en un país cuya población apenas superaba los 3 millones de personas. Por eso, en 1936, Gabaldón diseñó un plan de salud pública que se enfocó en controlar los focos de infección a través de campañas de fumigación en zonas rurales y barrios; y lo acompañó con programas de saneamiento ambiental y la construcción de acueductos.
De esa manera, ya en 1945, el índice de mortalidad había bajado a 62,5 muertes por cada 100 mil habitantes. Como ministro de Rómulo Betancourt, en 1959 intensificó estas políticas, por lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) certificó a Venezuela en 1961 como el primer territorio del mundo en erradicar la malaria.
Cuando recibió el testigo de parte de Gabaldón, Oscar ya tenía tiempo en esa carrera. Había comenzado su cruzada en su época de estudiante en la Escuela de Medicina Luis Razzetti, mientras realizaba su internado rotatorio en Barlovento para aprender sobre las formas de transmisión de enfermedades como el mal de Chagas y su impacto en el medio rural.
Junto a su novia, Belkisyolé Alarcón, con quien compartía su gusto por la medicina tropical, comenzó a ir de casa en casa aplicando vacunas y atendiendo enfermos. Así comprendieron que su destino no se encontraba ni prescribiendo récipes ni como cirujanos, sino viajando a aquellos lugares en donde pudieran ser más útiles. A partir de entonces se iniciaron de manera autónoma como investigadores, pues publicaron su primer artículo científico sobre la prevalencia de las parasitosis intestinales en la región.
Oscar viajaba mucho. Visitó sitios intrincados y se enamoró del trabajo de campo. Al regresar de Barlovento conservó un pilón que le había regalado un campesino del que se hizo amigo. A lo largo de los años, guardó otros recuerdos de sus expediciones, como flechas, remos y obsequios de las tribus indígenas que conoció en sitios lejanos.
Oscar y Belkisyolé se casaron y se graduaron de médicos. Y luego de trabajar unos meses en el hospital de Santa Teresa del Tuy, viajaron a Estados Unidos, en 1976, para cursar un posgrado en medicina tropical y parasitología en la Universidad Estatal de Louisiana. Pensaron que debían estudiar por separado para abarcar más conocimientos. Ella se fue a la Universidad de Tulane, que también quedaba en Nueva Orleans. Recibieron sus doctorados en 1979, y en agosto de ese año, regresaron a Venezuela.
Querían aplicar en su tierra todo lo que habían aprendido.
Primero fueron a la División Nacional de Malariología, en Maracay, y preguntaron cuáles eran los principales problemas epidemiológicos en el país, pero les dijeron que la malaria solo existía en la frontera. Algo parecido afirmaron del mal de Chagas y de la leishmaniasis. En resumidas cuentas, les dijeron que no hacían falta.
Regresaron a Caracas derrotados, preguntándose si había valido la pena haberse preparado tanto para abordar enfermedades que al parecer ya no existían en su país.
Se hicieron profesores de la Cátedra de Parasitología del Instituto de Medicina Tropical de la UCV y en paralelo continuaron investigando y trabajando en comunidades, donde vieron que Venezuela aún estaba lejos de ser el paraíso sanitario que pensaban en Maracay.
Descubrieron que más del 40 por ciento de la población de Caraballeda, en el estado Vargas, se había infectado de esquistosomiasis. Si en las manchas de la piel encontraron el primer indicio de la infección en habitantes que hacían su vida alrededor del río San Julián, lo confirmaron cuando hallaron huevos del trematodo Schistosoma mansoni en sus muestras de heces.
Notificaron al inspector de salud del estado, pero como no les hizo caso, publicaron un informe que enfureció a las autoridades sanitarias.
Gabaldón leyó ese informe, se interesó en el trabajo que hacía la pareja y los buscó para felicitarlos por su hallazgo. Y fue esto lo que acercó a Oscar a colaborar con el CEM, mientras su bitácora seguía sumando paisajes de sus propias aventuras.
Una de esas aventuras fue a comienzos de los años 80, y consistía en adentrarse cada semana en el Alto Orinoco para trasladar a Caracas a pacientes pediátricos a través del Programa de Aeroambulancias Infantiles. Subirse a aquella avioneta era como entrar en una cápsula del tiempo: aterrizaban en otro mundo de parajes ancestrales. Se dieron cuenta de que un brote de esplenomegalia malárica hiperreactiva mataba a los miembros de varias comunidades yanomamis, por lo que viajaron durante años por la selva tratando de diagnosticar y controlar las causas de esa reacción desproporcionada en sus sistemas inmunes. Continuaron yendo hasta 1986, cuando otro grupo de médicos del Programa Parima-Culebra llegó al Alto Orinoco y acaparó las actividades de asistencia a los yanomamis.
En una de las fotografías en la pared del consultorio de Noya se le ve sentado en un mueble con Gabaldón. Junto a ellos aparece el investigador colombiano Manuel Elkin Patarroyo, con quien trabajaron en las pruebas de la primera vacuna sintética contra la malaria.
En febrero de 1989, le pidieron a Oscar que llevara a un conferencista para el 4to Congreso de la Sociedad Panamericana de Infectología. Gabaldón, con quien ya trabajaba en el CEM, le recomendó invitar a Patarroyo. Le interesaba su trabajo en el desarrollo de la vacuna, pero las autoridades de su país se negaban a darle permiso para probarla en la población civil.
—Si en Colombia no se la dan, nosotros sí le vamos a dar autorización aquí para probar la vacuna —le dijo Gabaldón a Patarroyo al terminar su intervención.
Comenzaron los ensayos el 25 de agosto de 1989, en el municipio Las Majadas del estado Bolívar. Querían que fuera en ese estado, donde la minería ilegal había hecho ganar terreno rápidamente al paludismo.
Gabaldón estaba enfermo. Tenía un cáncer en un estadio muy avanzado, por lo que no pudo ir. Oscar coordinó las jornadas de vacunación a 5 mil 500 personas, la mayoría agricultores. Pero no todos en el pueblo recibieron con buenos ojos la idea de sentirse como conejillos de indias: la prensa decía que la vacuna era insegura, se introdujeron dos denuncias ante la Fiscalía. Para calmar a la gente, Patarroyo se subió un día a la banca de una plaza para explicar que las vacunas eran como la fotografía de un malandro: así como de tanto verlas podían grabarse su cara para reconocerlo en la calle, el cuerpo también aprendía a identificar los virus mientras más dosis recibiera.
Ningún paciente sintió daños colaterales y la vacuna obtuvo 41 y 55 por ciento de efectividad contra el Plasmodium vivax y Plasmodium falciparum, los parásitos responsables de la enfermedad. Oscar sintió una gran satisfacción al leer estos resultados. Estaban un paso más cerca de erradicar definitivamente la malaria.
Sin embargo, Patarroyo canceló el proyecto años después por no llegar a niveles de eficacia óptimos. Y sus intentos posteriores de desarrollar una segunda vacuna quedaron en el aire.
El 1ro de septiembre de 1990, el doctor Gabaldón falleció. Oscar estaba de vacaciones con su familia en Mérida y viajaron a Caracas. Ni siquiera tuvieron tiempo de cambiarse de ropa para el entierro.
Como profesor a dedicación exclusiva no podía asumir otros cargos ajenos a la universidad, y a pesar de estar dentro del campus, el CEM era una dependencia del Ministerio de Salud. Pero Oscar estaba determinado a honrar aquella promesa que le había hecho a su mentor, así que solicitó que el ministerio firmara un convenio con la UCV, lo que le permitió asumir el cargo de director ad honorem.
Y así ha permanecido por 33 años. Pudo evitar que el laboratorio cerrara, pero no que la malaria volviera. En los años siguientes fue jefe de la Cátedra de Parasitología, director del Instituto de Medicina Tropical entre 2002 y 2006, y jefe de su sección de biohelminthiasis. También fue, de 2005 a 2007, presidente de la Federación Latinoamericana de Parasitología.
Con 179 publicaciones científicas, fue reconocido en 2014 con el Premio Nacional de Ciencias, y en junio de 2022 recibió el Premio Lorenzo Mendoza Fleury de Biología, en reconocimiento a su trayectoria.
Desde finales de los 90 se ha enfocado en el control de pacientes asintomáticos de la malaria. En diciembre de 2018 fue a Tumeremo, en el sur del estado Bolívar, como una de sus expediciones, pero ya no era el país de campesinos amables que había conocido en sus años de estudiante: en solo dos años, esa población de 35 mil habitantes había vivido tres masacres por el control de sus minas de oro.
Con el apoyo de Médicos Sin Fronteras consiguió insumos para recoger 200 muestras de sangre y orina, que luego analizaría en su laboratorio. Se suponía que él y su equipo debían regresar a Caracas al amanecer, pero la camioneta se accidentó en el camino y les agarró la tarde en plena carretera.
Ya iban por el sur de Anzoátegui cuando un carro se les atravesó disparando. Oscar intentó detenerse, pero los frenos no le funcionaron. Su camioneta chocó con la de los delincuentes antes de caer en la cuneta. Cinco hombres armados lo sacaron a golpes y uno le apuntó en la cabeza.
Creyó que hasta ahí había llegado su causa.
—¡Te vamos a matar!
Apenas dos meses atrás, Xoan, el menor de sus tres hijos, había fallecido a los 32 años a causa de un problema hematológico hereditario. De rodillas sobre el asfalto, en lo único que pensó fue en la reacción de Belkisyolé cuando le llegara la noticia. “A mi pobre esposa le tocará ir a dos entierros este año”, se lamentó.
Desde el carro, apuntadas por los otros sujetos, sus colegas repetían que solo eran médicos. El pistolero cambió de opinión y luego de más golpes, lo arrojó de vuelta al auto. Los condujeron hasta un claro en el bosque de Uverito. Ahora boca abajo en el suelo, escuchaban cómo los delincuentes revisaban sus pertenencias.
“Llego a ver un gramo de oro y están muertos”, dijo uno mientras sacaba las maletas con la laptop de Oscar, un proyector y cajas de medicamentos. Los ladrones se llevaron todo, excepto las cavas con las muestras del laboratorio, que aún seguían en la cabina.
Esa tarde confirmó que en el sur de Venezuela el oro era mucho más valioso que la sangre.
Ese episodio desafortunado no lo detuvo.
Si ya preocupaban los 45 mil 300 casos de malaria registrados en Venezuela en 1990, tras el gobierno de Hugo Chávez la curva creció hasta los 147 mil 113 en 2021, de acuerdo con el Ministerio de Salud. La mayoría pasó por el CEM.
Por este consultorio.
Aquí llegan siempre pacientes, sobre todo desde los estados Bolívar y Sucre y, en los últimos años, también desde Miranda y Vargas. Cada vez más cerca de Caracas.
El gran retrato de Gabaldón colgado al lado de la casita de bahareque le recuerda que aún le queda una promesa pendiente: la de volver a erradicar la malaria. Una cruzada en la que se rehúsa a capitular. Por eso, insiste en que, mientras se sienta útil, seguirá viajando a donde lo necesiten.
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Jordan Flores
Como millennial, vengo de una generación marcada por las transiciones. Mis dos pasiones son aprender y narrar, por lo que intento conjugarlas escribiendo sobre todo lo que me atrape. Creo que los periodistas somos historiadores del presente.