El bote llegó a casi mil dólares
Desde pequeña quería ser solista. Pasó por el Sistema de Orquestas de Venezuela; por academias; por la Filarmónica de Jalisco, en México; hasta que aterrizó en Madrid, en donde tuvo que tocar en la calle para sobrevivir. Carmen Zambrano es hoy una de las violinistas más buscadas en la capital española.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Carmen busca dentro de su bolso unos audífonos y, sin dejar de hablar, se pasea por una playlist en su teléfono. Encuentra lo que busca. Cierra los ojos y me pide que me acerque. Suena el Trío en sol menor, Op. 17 de Clara Schumann, y solo unos segundos le sirven para expresar el sentimiento que no atina a decir en voz alta, cuando el mundo se le borra y convoca en esas notas algunos momentos de su vida: el día que su padre le enseñó a manejar bicicleta; la mañana que despertó con más de 20 llamadas perdidas de su maestra de violín para avisarle que había ganado el 1er lugar en The Night Madrid; el instante en el que vio a su hermana con los brazos cruzados sin saber qué hacer cuando supieron que su padre había muerto.
La música transforma y llega al otro como un lenguaje que no sabe de palabras. Eso es lo que la venezolana Carmen Zambrano anhela que suceda cada vez que toca su violín por las calles de Madrid, la ciudad en la que vive y que le ha dado reconocimiento y una agenda llena de compromisos. Su nombre aparece encabezando recitales, o también en la televisión mientras eleva el arco de su violín en la inauguración de la Copa de España de fútbol sala; viaja de un lado a otro atendiendo peticiones especiales; ensaya más de seis horas al día, sigue con su formación académica, da clases y gana premios.
Pero no se lo cree. Ella, que tiene el hablar rápido venezolano lleno de expresiones españolas, va por ahí entre la risa, la seriedad y la profundidad de Brahms, Paganini o Mahler.
La historia de Carmen es la música.
Nació en Guárico, en los llanos centrales de Venezuela. Uno de los recuerdos más puros de su niñez es el sonido de la trompeta y la flauta dulce, los primeros instrumentos que tocó y de los que sacaba algunas notas mientras jugaba. Eran los días en que su padre ponía música en el tocadiscos y se sentaba junto a su madre a tomar algo y escuchar a La Fania, Los Beatles y Silvio Rodríguez. Fue en esa casa donde aprendió a tocar guitarra y empezó también su gusto por el piano.
Era tanta su afición por la música que sus padres comenzaron a tocar puertas para que la estudiara de manera formal. Carmen empezó en el Sistema de Orquestas de Venezuela a los 8 años, en el núcleo de Guárico, y allí le asignaron el violín como instrumento principal. Aprendió técnica y disciplina, pero desde muy pequeña se dio cuenta de que quería ser solista. Sentía que si se limitaba a leer notas sonaría igual que los demás músicos. Y no le gustaba. Se sentía atrapada dentro de una orquesta.
Eso le generaba una sensación de incomodidad. Cierta desazón. Sabía que tenía que ir hacia dentro, entender el alcance de la música que podía hacer cuando cerraba los ojos y se alejaba de lo escrito en las partituras.
Esa rigidez, asistir al colegio y los ensayos de 10 horas al día para mantenerse en un nivel alto, le detonaron ataques de pánico a los 12 años. Nadie la presionaba para estar en la música, pero era tanta la exigencia consigo misma que colapsó y comenzó a sentir miedo cuando oscurecía y no estaba con sus padres. Lo supo al volver de un encuentro para la selección de la Orquesta Infantil Nacional de Venezuela. No quiso salir más de casa. Recuerda que no quería alejarse tanto de la dinámica hogareña. Sus padres conversaron con su maestra de violín, analizaron la situación y comenzó terapia con un psicólogo.
Los ataques de pánico duraron cerca de seis meses. El empeño por estar bien y su pasión por la música hicieron que volviera al ruedo; que lo comenzara a disfrutar más y, entonces, no paró de viajar, de hacer armonías, de crecer con el violín; de entender que instrumento y niña, instrumento y adolescente, eran uno: que su cuerpo hablaba mientras tocaba.
La música le dio sentido a su vida.
Aprendió a manejar el estrés de otra manera. Aun así siguió el consejo de sus padres de tener otra carrera y se interesó por el derecho. Todo iba en orden. Pero hubo un quiebre: la inesperada muerte de su padre, quien la había acercado a la música, le movió sus bases más sólidas.
Una muerte cuyos detalles no querría contar en el futuro.
Era 2011, tenía 17 años. No hay edad precisa para saber lidiar con la muerte. Apenas una semana después, en pleno duelo, Carmen se fue de gira. Estaba tan triste que no se concentraba. La echaron de la academia de música por no ir a clases. Apareció la rabia, el no querer que la miraran con lástima, el intentar (re)descubrirse, seguir su instinto y ser consciente de la pérdida, pero también, un tiempo después, del camino que tenía por delante. Entonces se dedicó a la música como nunca antes y a asegurarse de no dejar nada inconcluso porque sentía que la vida se le hacía corta y podría acabarse en cualquier momento.
Pasó por varias orquestas y maestros.
El deseo de ser solista seguía intacto y ahí enfocó sus estudios: en hacerse, cada vez, más ágil. Terminó la carrera de derecho a los 21 años y a los 23 se fue de Venezuela. Para Carmen, migrar era la consecuencia lógica. Se sentía incomprendida en la música. Tenía la sensación de que no encajaba en ningún lugar, de que de nada le servía saber de memoria pasajes enteros si tenía que ceñirse a lo rígido, a lo técnico. Dejó a su mamá, a su hermana y su casa de siempre, para buscar en la música alguna salida posible.
En 2017 llegó a México y casi de inmediato entró en la Filarmónica de Jalisco, pero no estaba a gusto. Había una melodía resonando en su cabeza que quería tocar, pero sentía que no podía expresarla por completo. Aprendía, sí. Pero Carmen buscaba más. Tenía la aspiración de volar alto. Un año después de esa aventura en México, se montó en un avión rumbo a España: llegó con apenas 20 dólares en el bolsillo y el violín afinado.
Hizo muchas pruebas: siempre la rechazaron; sacaba las peores notas.
Hubo una audición de casi 300 músicos en la que quedó de última.
Pero insistió.
Quería quitarse de la cabeza la sensación de estar loca por creer que tocaba bien o de que otros pensaran que era arrogante por su deseo de ser solista.
En el verano de 2018 comenzó a tocar en las calles de Madrid porque necesitaba dinero. Había conocido a María Fernanda, otra violinista venezolana en una audición, quien la animó a dar ese paso y decidieron probar suerte juntas. Les fue bien, y cuando ese mes consiguieron el dinero suficiente para pagar la renta y sus necesidades básicas, convirtieron ese trabajo en una forma de vida. Se mudaron juntas y se pusieron de nombre Team Duodeno. Versionaron temas, aprendieron las mejores horas para estar en la Puerta del Sol o en la calle Preciados. La gente se detenía a escucharlas, las etiquetaban en las historias de Instagram, les hacían peticiones; conocieron a otros músicos y, con los meses, llegaron las contrataciones para eventos privados, toques en ayuntamientos, conciertos que se llenaban. La amistad creció como la música que eran capaces de hacer, hasta que sus inquietudes comenzaron a ser distintas y cada quien tomó su camino.
Han transcurrido casi cinco años desde que Carmen se atrevió a tocar en una calle de Madrid y no quiere dejarlo aunque ya no acude tanto como antes: tiene la agenda llena.
Lo que pasó es que de tanto insistir en su música, logró atraer la atención de los académicos. Es alumna de Valeria Zorina, una pedagoga moldava que ha sido clave en su formación como solista y quien la ha llevado de la mano para obtener sus primeros premios. En 2020 se hizo con el 1er lugar de The Night Madrid y obtuvo mención honorífica por una composición propia inspirada en “El Pajarillo”, tema compuesto por el venezolano Rafael Ángel Aparicio. Ganó el 2do lugar en el 4th Làszlò Spezzaferri International Music, en Italia, y también fue 2da en el Makeer and Pioneer Music, en Estados Unidos. En julio de 2022 ganó el 3er lugar en el Beethoven Hoven Young Music, en Viena, y cerró el año con el 1er lugar en el Charleston European International Music.
Además, está a punto de terminar un máster de interpretación solista en el Centro Superior de Música Katarina Gurska, gracias a que le convalidaron créditos por su carrera de derecho y pudo ahorrarse cerca de 20 mil euros. Recibe invitaciones a festivales, a tocar en otros países, a galas privadas; ensaya con insistencia y sigue creciendo con la responsabilidad del reconocimiento que ha ido alcanzando.
Pero a pesar del éxito, la calle sigue siendo su entrenamiento. La ayuda a estar en contacto directo con la gente, a tener menos nervios cuando tiene conciertos. Le gusta ver de cerca las expresiones de emoción que genera la música clásica sin que muchos sepan por qué. Se le acercan niños, algunos adultos lloran cuando se le detonan recuerdos. Toca sola, improvisa con otros músicos; ya conoce bien el ritmo de las horas, de cómo los cambios de estaciones inciden en su violín. Es la calle donde termina como protagonista de historias desconcertantes, conmovedoras.
Como esa que ocurrió un día del verano pasado cuando tocaba en la calle Alcalá.
Carmen estaba concentrada en el “Adagio de Albinoni”. Escuchó un ruido, abrió los ojos y vio que frente a ella caían billetes de 100 y 50 dólares. Alguien le preguntó si se sabía la canción “Bésame Mucho” e intentó recordarla. La tocó y los billetes siguieron cayendo. Pensó que eran falsos y se preguntó quién los tiraba. Desde atrás, sus compañeros le dijeron que no se detuviera. Carmen siguió inmersa en la melodía. El personaje que soltaba el dinero fascinado por lo que escuchaba era el boxeador Manny Pacquiao y ella no lo conocía. Cuando se fue, se quedaron casi 20 minutos sin tocar, atónitos.
El bote llegó a casi 1 mil dólares.
Otro día, a las pocas semanas de haber ganado su 1er premio, estaba tocando en la Puerta del Sol y alguien se acercó a pedirle una foto. Al principio, Carmen no entendió nada. Luego, hizo clic y sintió que todo había valido la pena. Que había que seguir.
Esa niña que a los 8 años comenzó a sentir una música distinta en su cabeza cuando cerraba los ojos está ahora en el lugar que anhelaba. Siente que Madrid le ha dado todo lo que necesita, aunque eso la mantenga lejos de sus afectos. Su mamá y su hermana siguen en Venezuela y le duele aún no conocer a su sobrino, al que ha visto crecer desde la pantalla de su teléfono. Ya llegará el momento del reencuentro.
Cuando está en un escenario repite mentalmente cada nota que toca, mientras el público escucha una melodía afinada. Piensa en que no se le rompa una cuerda o no se le doble el arco, y en el momento justo que logra olvidarse de la técnica, la asalta el sentimiento. Como esa vez que en un concierto abarrotado de gente comenzó a llorar mientras interpretaba el “Aleluya” de Leonard Cohen. Recordó a su tía recién fallecida, a su padre; buscó a su madre en el público sabiendo que no estaba ahí y le ganó la melancolía, las ganas de recortar la distancia, de instalarse en el recuerdo.
No se siente más tranquila ni menos nerviosa cuando eso le pasa. Pero lo imagina.
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Adriana Herrera
Soy periodista de viajes. Busco historias e insisto en encontrar belleza en las palabras. Viajo sola desde hace 12 años y llevo el Caribe por dentro, pero también me seducen los inviernos y primaveras en otras ciudades. Vivo en Madrid.