No era un mutante, como pensaba
La psicóloga Gloria Pino —muy alta, muy delgada, como nadie en su familia— vivía con dolores, cansancio y un palpitar en su corazón. Fue a muchos médicos, pero ninguno lograba dar con un diagnóstico certero. Hasta que una doctora se detuvo a analizar su historia en detalle. Ese día escuchó por primera vez que existía el síndrome de Marfan, una enfermedad rara que afecta a 1 de cada 5 mil personas.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Soy la última de siete hermanos. Y más que padres tuve abuelos, pues cuando yo nací papá tenía 67 años y mamá 48. La hermana que vino antes de mí, que tenía 11 años, me decía que yo era adoptada, lo que además de cruel también era muy intuitivo porque en el fondo yo me preguntaba por qué era tan diferente. Era muy alta y delgada; tanto, que a mis 5 años le llevaba más de una cabeza a un sobrino de mi misma edad, y llegaba a la altura del busto de mis hermanas adultas. Mis manos y pies también eran muy largos; yo buscaba esos rasgos en mis familiares pero no los encontraba.
En el colegio, en Maracaibo, siempre destacaba como la última de la fila, lo que me convirtió en el sueño de mis profesores de deportes. Con 13 años, 1,79 centímetros de estatura —como 1 metro eran piernas solamente— una brazada mayor que mi altura y unas manos enormes, en sus mentes yo estaba predestinada a jugar baloncesto o voleibol.
Pero para mí los juegos de voleibol eran una verdadera tortura, porque siempre he sido torpe. Mis tobillos parecían estar hechos de alguna goma que no me permitía pararme sobre mis pies sin que se doblaran. Mis manos igual: cuando la pelota venía a toda velocidad, mis dedos, en lugar de devolverla, se doblaban contra toda lógica anatómica hacia el dorso de mi mano, dejándome un dolor que duraba días.
En baloncesto no fue diferente. Los esguinces y un acusado cansancio, que a duras penas me permitía sobrevivir uno de los tiempos reglamentarios, acabaron con los sueños de mi profesor y con mi tortura deportiva. Pero aún faltaba aprobar gimnasia en 5to año.
Creo que soy la única persona que raspó gimnasia en la historia de mi colegio. La razón fue que “por perezosa” no hacía todos los ejercicios. Pero se podrán imaginar lo que era pararme con mis tobillos hiperlaxos en la barra de equilibrio. O hacer la parada de manos con unos brazos tan delgados que parecía que solo había piel pegada al hueso: aquello era un trabajo infructuoso de mis huesos y articulaciones que terminaba en una aparatosa caída. Alguien debió tener piedad de mí porque aprobé la asignatura en reparaciones.
Mi vida transcurrió con eventuales y breves interrupciones de mi cotidianidad a causa de cansancio extremo, desvanecimientos, dolores articulares intensos o aquel corazón que se desboca sin motivo aparente. Esos síntomas me llevaron a cada consultorio de especialista que mis padres encontraron gracias a la guía y apoyo del doctor Pedro Iturbe, el mejor amigo de papá. Lamentablemente, ni ese peregrinar, ni las buenas intenciones de Pedro Eme, como le llamaba papá, nos dieron respuestas sobre lo que me pasaba.
Recuerdo las visitas al Hogar Clínica San Rafael, con sus techos altos y sus largos pasillos. Allí miraron mis pies, mis manos, mis brazos, mi columna, y allí también me quejé de aquellos terribles dolores en las piernas que me despertaban en la madrugada. Según me dijeron, eran “dolores de crecimiento”. La doble escoliosis la atribuyeron al peso del bulto escolar. ¿Mis manos y mis pies? Si nadie más en la familia tenía las manos y los pies tan huesudos y largos como los míos, no era de temer.
Hacia el final de mi adolescencia tuve mi primer novio, un chico que estudiaba medicina. Una tarde, mientras conversábamos en el porche de mi casa, notó cómo mi pecho saltaba. Preguntó preocupado qué me pasaba y le respondí que mi corazón saltaba así, sin que yo hiciera algún esfuerzo. “Eso no es normal”, dijo. Mis padres me llevaron a un cardiólogo, quien aseguró escuchar “un soplo”, un problema que mi papá y una de mis hermanas había padecido, y me indicó tomar antiarrítmico por un mes.
A los 22 años tuve a mi hijo mediante un parto natural.
El doctor Gerardo Fernández había sido el ginecólogo y partero de mis hermanas, así que allí fui a parar para el control de mi embarazo. La madrugada del 16 de enero de 1985 nació mi hijo. Todo transcurría con normalidad hasta que tuve que pujar: 1, 2 y no puedo más, dije. Un cansancio extremo se apoderó de mí y me quedé sin fuerzas para terminar la expulsión. Entonces el doctor Fernández usó el peso de su cuerpo sobre mi abdomen y así fue que salió mi hijo.
Recién graduada de mamá y de psicóloga me dediqué a aquellos roles. Los cansancios siguieron. De vez en cuando aparecían los dolores de espalda que me sacaban de circulación, llegando a ser tan fuertes que me desvanecía. Fui a un traumatólogo con mi última radiografía de columna. Miró el informe y dijo:
—¿Qué edad tenéis vos?
—Tengo 30 —le respondí.
—Ese informe está malo, vos sois muy joven —dijo, mientras acomodaba la placa en el negatoscopio.
Luego de un largo silencio, prosiguió:
—El informe es correcto, pero es muy raro ver una espondiloartrosis generalizada en alguien tan joven. Te voy a poner Depo Medrol, pero eso solo lo usaremos en casos de crisis como esta y no más de dos veces por año.
El tratamiento funcionó, pero me quedé pensando en lo extraña que había sido para el médico la espondiloartrosis a mi edad. Comencé a preguntarme si lo que me pasaba era algo que afectaba varios sistemas, o si era alguna enfermedad que me envejecía prematuramente. Con esas dudas y mis exámenes bajo el brazo me fui a visitar a un internista. Miró los exámenes con desgano y me dijo que yo lo que tenía era hipocondriasis. Salí de su consultorio más confundida de lo que llegué. Como psicóloga siempre he creído importante atender la salud mental y para la época asistía regularmente a psicoterapia. En la consulta discutimos el diagnóstico del internista y no estuvimos muy de acuerdo. Sí, era cierto que mis síntomas me generaban ansiedad, pero eran reales; allí estaban los exámenes.
Y las crisis de dolor volvieron. Un día de 1992, después de un desmayo, una buena amiga me recomendó a la endocrinóloga Belinda Hómez de Delgado. La verdad no tenía muchas esperanzas, no veía cómo esa especialista podía ayudarme con este y los demás síntomas que me tenían danzando de médico en médico, pero fui.
Belinda me recibió en la torre de consultorios de la Clínica Paraíso. Era una mujer alta, delgada y elegante; hablaba de forma pausada y escuchaba con atención. Me examinó durante dos horas, con mucho detalle, como nadie lo había hecho. Comenzó por mi historia familiar. Preguntó por sus edades, estado de salud y causa de muerte, en el caso de mis padres. Luego continuó con el examen físico, en silencio, concentrada. Midió mis brazos abiertos desde la punta de los dedos de una mano hasta la otra, mi altura y mi peso; también miró mis manos, como tantos otros, solo que ella jugó con la flexibilidad de mis flacos y largos dedos y me pidió hacer movimientos que ni yo sabía que podía. Examinó mis pies, y las cicatrices que dejó una cirugía para corregir mis juanetes. Oyó el ruido que hacía mi corazón porque una de sus válvulas no cerraba bien; observó las imágenes de mi columna, sus desviaciones, los incontables quistes en la parte inferior de la médula, y la degeneración de sus discos. Examinó mi piel y todas las estrías que se han dibujado en ella desde que era una niña: rodillas, muslos, caderas, mamas, hombros y también las que aparecieron con el embarazo. Y finalmente dijo:
—Yo no soy genetista, pero creo que tienes una enfermedad rara llamada síndrome de Marfan, como producto de una mutación nueva que probablemente se debió a la edad de tus padres. Pareciera que más nadie en tu familia la ha tenido, y que tú eres el primer caso. Hay que evaluar a tu hijo.
Yo permanecía en silencio; aquello era muy difícil de entender. Ella prosiguió:
—Fíjate, pienso que es Marfan porque eso explicaría lo largo de tus manos, pies y extremidades, también las estrías que tienes desde joven, aunque nunca hayas tenido sobrepeso. Muchas personas con esta condición también tienen hiperlaxitud, es decir que el rango de movimientos de sus articulaciones es más amplio y, aunque puede ser ventajoso, a la larga se deterioran causando dolor y rigidez. Además, como en tu caso, las personas con Marfan tienen muy poca masa muscular, y esta es difícil de desarrollar y mantener. ¿Tienes dudas o preguntas?
—No por ahora —respondí.
Y no era que no las tuviera, era que no podía pensar con claridad.
Ella continúo:
—Escúchame bien: las cosas de piel y musculoesqueléticas pueden causar molestias y dolor, pero hay dos aspectos que son verdaderamente importantes: ojos y corazón. La mayoría de los afectados desarrollan problemas del cristalino que tú no has presentado, pero es importante que te pongas en control con algún oftalmólogo con experiencia en estos casos. Ahora, lo más importante —prosiguió—, es que Marfan afecta la aorta y las válvulas cardíacas, así que debe verte pronto un cardiólogo para hacerte un ecocardiograma, valorar lo de tus arritmias y controlar tu tensión para proteger la aorta.
Yo seguí en silencio, con una mezcla de alivio y miedo.
—Sé que es mucha información, pero lo primordial ahora es que te vean un genetista, un cardiólogo y un oftalmólogo.
Salí del consultorio, caminé a lo largo del estacionamiento en penumbras porque ya había anochecido, me subí al carro y lloré. Finalmente tenía la respuesta que había estado buscando. Era la explicación a todos mis síntomas, a todas mis molestias. El único problema es que había llegado con un montón de preguntas más.
Al principio, el diagnóstico no me trajo mucho alivio. Aquella palabra, “mutación”, resonaba en mi mente. Soy un mutante, un bicho raro, pensaba.
Seguí las indicaciones de la doctora Hómez. El doctor Heber Villalobos, eminente genetista de Maracaibo, confirmó su sospecha y también descartó que mi hijo lo tuviera. Carlos Augusto, aunque delgado y alto, era diferente, y esta vez diferente significaba normal. Cuando un afectado de Marfan tiene descendencia la mitad hereda la enfermedad; mi hijo está en la otra mitad de las probabilidades.
Para atender mi corazón, cardiólogos clínicos, intervencionistas, cirujanos e internistas del Instituto de Investigaciones y Estudios Cardiovasculares de la Universidad del Zulia y del Hospital de Clínicas Caracas cuidaron muy bien de mí. Mi válvula mitral tenía un enorme prolapso cuyo peso impedía que cerrara bien, causando aquel soplo que me habían diagnosticado años atrás. Además, mi aorta había comenzado a dilatarse, lo que me llevó en 2004 a mi primera cirugía de corazón. En ella, el doctor Klaus Meyer y su equipo repararon mi válvula mitral y sustituyeron una parte de mi aorta por un tubo de dacrón. Después me implantaron un marcapasos. Un par de años más tarde me volvió a intervenir para sustituir mi válvula aórtica, que también se había dañado.
Mis ojos estuvieron muchos años bajo el cuidado del doctor Alfredo Áñez, quien descartó que tuviera los problemas típicos de Marfan: cataratas tempranas, miopía severa y luxación de los cristalinos, lo que me podía llevar a perder la visión.
Aprendí a vivir con mis dolores porque siempre tengo alguno, lo que hace que mi umbral del dolor sea mayor que el de otros. Aparentemente, una de las desviaciones de columna “compensó” la otra y he estado estable. Por supuesto, uso cualquier tipo de aparato ergonómico y mantengo un peso adecuado. Marfan es una enfermedad rara que afecta a 1 de cada 5 mil personas. No hay cura y hasta el momento no hay tratamiento que pueda revertir el daño que origina la mutación.
Han transcurrido 30 años desde aquella consulta con Belinda, como ahora la llamo con enorme cariño y respeto. Vivo en España con mi esposo, quien también es afectado de Marfan. Con el tiempo entendí que en realidad no era diferente. No era una mutante o un bicho raro, como pensaba.
Tampoco he cambiado: sigo siendo la misma, solo que con más información para atender mi salud y tomar buenas decisiones.
Toda esta experiencia de aprender a vivir con una enfermedad rara también me ha dotado de un propósito: procurar buena información para los afectados y sus familias, porque un paciente informado asume un papel activo y se responsabiliza por su salud. Desde entonces he dedicado parte de mi tiempo a las asociaciones de pacientes, a trabajar por nuestros derechos, a procurar mejores servicios y, sobre todo, a tejer redes.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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Gloria Pino
Nací en Maracaibo, donde estudié psicología y ejercí como docente e investigadora hasta 2015, cuando migré a España. Desde 2010 dedico parte de mi tiempo a trabajar con organizaciones de pacientes con enfermedades raras.
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