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Que las cenizas se asienten para ver el camino

Dic 21, 2022

Sin la posibilidad de comer adecuadamente y mantener el tratamiento farmacológico que le indicaron para la rectocolitis ulcerosa que padecía, Lisset Páez Soto se fue a Colombia, junto a su esposo, de donde él había migrado a Venezuela décadas atrás. Allá, estabilizada, inició un negocio y se dedicó a ayudar a migrantes como ella. Una noche, el fuego pareció volver todo cenizas.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Muchos recuerdan diciembre de 2019 porque fue cuando inició la pandemia de covid-19. Lisset Páez Soto lo recordará porque en ese mes casi lo pierde todo. 

El viernes 20 de diciembre de ese año, luego de cerrar el pequeño local que había alquilado en la esquina del Parque Constitución —una plaza céntrica en la ciudad de Armenia, en el centro oeste de Colombia—, sentía el peso de las 12 horas que ya acumulaba su jornada laboral. Durante el día, había atendido a las personas que iban a su local a hacer envíos, a consignar dinero, a recargarle saldo a sus teléfonos, a pagar los servicios de electricidad, agua, internet y otros. En eso consistía su negocio: en facilitar el pago de facturas y prestar servicios de encomienda a diferentes partes de Colombia. 

Ahora, que comenzaba a anochecer, le esperaba otro trabajo. 

En sus manos tenía una lista con los nombres de poco más de 300 niños, la mayoría venezolanos, que irían a recoger unos regalos que ella entregaría junto a un grupo de la iglesia católica de Armenia. La jornada sería al día siguiente a las 9:00 de la mañana. Organizar los regalos, envolverlos, asignarlos y ubicarlos le tomó hasta las 11:00 de la noche y, aunque estaba sola, al final todo quedó listo, salvo un depósito con el dinero en efectivo de ese día que no pudo hacer. 

“Eso ya lo resuelvo mañana”, se dijo Lisset.

Lisset nació en Maracay, estado Aragua, en julio de 1973. Desde pequeña vivió junto a sus tres hermanos, su papá y su mamá en una casa prestada, que al llover se mojaba tanto por dentro que los obligaba a extender un plástico sobre ellos para no empaparse. 

Luego se mudaron a un rancho, levantado en unos terrenos invadidos cerca de una autopista. Cada tanto, las gandolas de caña que circulan por esa vía lo destruían a su paso, pero la familia lo volvía a armar. Desde los 9 años, Lisset tuvo que trabajar. En su casa, donde se vivía con mucha precariedad, le decían que trabajando aprendería a vivir honradamente. Comenzó vendiendo dulces, luego en el cafetín de una tía y también preparando bolsas de verduras. Unos años más tarde, su papá los abandonó. Como era él quien se encargaba de llevar el sustento a la familia, tuvo que trabajar más duro. Siendo una adolescente, viajaba con su tía a Maicao, en la frontera con Colombia, a comprar electrodomésticos que luego revendían. Graduada de bachiller, hacía de niñera y también llegó a dedicarse al comercio informal como vendedora ambulante. Tuvo otros trabajos, que no solo le permitían contribuir con los gastos de la casa, sino también costear sus estudios. En 2013, terminó la licenciatura en administración de empresas, e hizo un posgrado en gerencia de negocios. Consiguió un trabajo en un banco. Comenzó como cajera y pronto la ascendieron a analista del centro de tramitación de divisas.

A mediados de ese año, 2013, le diagnosticaron rectocolitis ulcerativa, una afección en la que el revestimiento del intestino grueso y el recto se inflaman y produce síntomas como sangrado rectal, diarrea con sangre, calambres abdominales y dolor. En 2014, la escasez de medicamentos era cada vez peor en Venezuela. De cada 10 fármacos esenciales, 8 estaban ausentes de los anaqueles, según la Federación Farmacéutica Venezolana. Entre los que escaseaban estaban los que le indicaron a Lisset para su tratamiento.

Al principio, algunos clientes del banco, con los que había hecho amistad, le traían del exterior algunas cajas de las medicinas que requería, pero no era suficiente. 

Las cosas, entonces, se fueron complicando. La crisis económica fue haciendo la vida cotidiana mucho más cuesta arriba. A Lisset no solo se le hacía difícil conseguir los medicamentos sino también mantener la dieta que le mandaron. Por eso a sus 42 años decidió emigrar a Colombia, junto a su esposo, de 44, quien se fue primero. Llegó a Armenia, la ciudad en la que nació y pasó su juventud; la ciudad desde la que, décadas atrás, —aquella época en que la migración era en sentido inverso— migró a Venezuela.

Unos meses más tarde, el 8 de diciembre de 2014, ella lo siguió. Vendió su carro, y con el dinero pensaba iniciar su propio negocio. Así lo hizo, y a pesar de las dificultades, todo se fue resolviendo en el camino. En Colombia, tuvo acceso al tratamiento para la rectocolitis. Pudo volver a comer mejor. Y ya recuperada, unos meses más tarde, convencida de que su vida era un milagro, se prometió seguir viviendo para ayudar a otros.

A mediados de 2015, su negocio era una realidad. El local que alquiló en la esquina del Parque Constitución está a una cuadra de una de las oficinas principales de Migración Colombia en Armenia. Muchos de los migrantes venezolanos, que comenzaron a cruzar a pie partes de ese país, llegaban a esa oficina para resolver asuntos legales o para pedir ayuda. 

Al poco tiempo de estar allí, Lisset comenzó a empaparse de los asuntos legales que debían resolver los migrantes venezolanos. Un día atendió a una familia y los ayudó a organizar la documentación y les aconsejó lo que debían hacer. Cuando fueron a migración, ellos dijeron quién los había ayudado. De allí en adelante, los mismos funcionarios se encargaron de remitirles a todos los que necesitaban ayuda. 

Unas semanas después, pensó que no era suficiente dar información e imprimir algunos documentos: tenía que hacer más. Comenzó a preparar y repartir almuerzos para los migrantes. También enlazaba a los caminantes con empleadores, arrendadores, prestamistas, con escuelas para los niños y con gente que podía ofrecer cursos para los jóvenes.

En cuatro años, Lisset no solo logró levantar un negocio, sino también un centro de ayuda para los migrantes. Entregaba ropa, desarrollaba actividades y capacitaciones. Buscaba opciones laborales para quienes llegaban sin nada, a veces los asesoraba o los recomendaba para esos trabajos. Había construido algo verdaderamente útil. Sus planes iban mucho mejor de lo que ella misma se había imaginado. 

Hasta la madrugada del 21 de diciembre de 2019.

A las 5:00 de la mañana de ese día, la despertó el repique de su teléfono. Siempre la llamaban a cualquier hora. “Lisset, ayúdame con un pasaje”, “Lisset, mi bebé se quedó sin comida”, “Lisset, ayúdame con un trabajo”, “Lisset, Lisset, Lisset…”. Casi siempre contestaba. Pero aquella madrugada aún estaba tan agotada que no quería responder. No atendió ni esa ni las otras 20 llamadas que registró su teléfono en la media hora siguiente.

Decidió que era mejor levantarse a preparar la comida de su esposo y su sobrino, quienes la acompañarían a la jornada de entrega de juguetes. Y así tendría más tiempo para resolver esos detalles que siempre quedaban para el último momento. 

A las 5:45, alguien llamó a su puerta: tocaba con desespero. Entonces recordó las llamadas y en cuestión de segundos hiló en su mente el camino de una desgracia. Sintió terror. Salió corriendo hacia la puerta a ver qué pasaba, cuál era la urgencia:

—¡Lisset, se te está quemando el negocio! —le gritó alguien. 

Su mente se puso en blanco. Estaba paralizada. A su alrededor, los otros se movían, hablaban, corrían, pero ella quedó inmóvil. Cuando volvió en sí, quién sabe cuánto tiempo después, salió hacia el negocio: se fue así como estaba, en pijama, despeinada, llorando.

Al llegar, se encontró con los bomberos acordonando la zona y con un desastre: olía a caucho quemado, había una humareda. Cuando poco después los bomberos llegaron, ya los vidrios del local habían estallado, y no quedaba nada que salvar. Según el informe de las autoridades, el incendio comenzó cerca de las 2:00 o 3:00 de la madrugada. No dijeron las razones. Pero días antes algunos comerciantes habían denunciado que las constantes fallas eléctricas en la zona provocaron la avería de varios equipos electrónicos. Por eso, Lisset y su esposo piensan que estas fallas pudieron provocar el incendio. Pero son solo suposiciones, hipótesis.

Lisset se acercó a la puerta del local como quien teme encontrarse una escena de terror. Alzó la cinta de seguridad, dio dos pasos más y se asomó por la puerta: el piso y las paredes estaban empastados por una mezcla negra de plástico y caucho, como magma volcánico, combinado con vidrio y fragmentos metálicos. En el interior se respiraba un aire caliente de olor tóxico. De las paredes colgaban cables quemados como telarañas. El techo parecía un nubarrón oscuro. 

Lisset sintió que sobre ella caía una tormenta. 

Recordó el dinero que no pudo depositar el día anterior, del que ahora solo quedaban las monedas. Eso intensificó el dolor de cabeza que ya sentía. Y tenía la mitad de la cara dormida. Entre los olores, las sensaciones y la tristeza, también sentía el estómago revuelto. El teléfono no dejaba de repicar. En la pantalla vio que eran algunos de los que había ayudado y que ahora vivían en Ecuador, Perú y Chile. Pero no tenía ánimos para responder.

A veces, hay dolores que no necesitan compañía.

También llamaban los padres de los niños que querían preguntar por el evento navideño. No se imaginaban que gran parte de los juguetes se habían quemado. Esa era de las cosas que más lamentaba Lisset. 

Esa mañana, quiso renunciar a todo. 

Era difícil ver una salida en medio de tanto humo.

Al final, en el negocio solo quedaron ella, su esposo, su sobrino y el desastre de aquella escena. Los tres escarbaron con cuidado a ver qué podían recuperar. Pusieron a un lado lo que no estaba tan dañado: un computador del que podían salvar algunos componentes, una silla medio derretida pero que aún se sostenía, unas cuantas monedas, y algunos juguetes.

A las 10:00 de la mañana, le pidió a su esposo que fuera con el sobrino al lugar donde se haría la actividad. Ella se quedó un poco más en el negocio, lo suficiente para que las cenizas de sus adentros se asentaran y poder ver un camino, una salida. 

Después, caminó unas cuadras hasta llegar al salón donde sería la jornada. Los niños la saludaron y ella sintió la calidez del recibimiento. Tomó algunos juguetes que se habían salvado del fuego y comenzó a entregarlos. A medida que transcurrían las horas de la mañana, algunas personas que se habían enterado del incendio se acercaron para donar más juguetes, y así poder salvar lo único que aún no se había perdido: la fe de los niños. 

Era como si la vida le devolviese algo de lo que ella le había dado a otros. 

Ese día se entregaron 500 juguetes, 200 más de los que tenían planeado.

Cuatro meses después, Lisset logró reabrir el negocio. Tuvo que asumir los gastos de las reparaciones del local. Su esposo la ayudó poniendo él mismo la mano de obra que hacía falta. Una amiga le donó una computadora, y poco a poco ha ido reparando o adquiriendo las cosas que perdieron. De aquella madrugada de diciembre, quedaron una silla roja a medio derretir, algunas partes de un computador, varias deudas que aún hoy, en diciembre de 2022, están pagando y la convicción de que cuando no te queda nada la solidaridad puede ayudarte a recomenzar. 

A inicios de 2022, Lisset registró su propia fundación para seguir ayudando. Se llama Alianza Tricolor. En la puerta de su negocio colgó un pendón con el logo, el nombre y la bandera venezolana. En el local ya no hay rastros de la madrugada del 21 de diciembre de 2019. Ella se siente más fuerte y resuelta a cumplir el propósito por el cual cree que se sanó. Piensa que a la gente buena las cosas malas las hacen más buenas. De eso está convencida en estos días de Navidad.

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Estudié periodismo en la ULA, en Trujillo. Allí aprendí que no se puede comunicar efectivamente sin amar a los demás. Por eso, desde hace 6 años, trabajo en Fundaciones dirigiendo proyectos de ayuda a comunidades indígenas y rurales en Colombia y Venezuela. Escribo, para no perder por el olvido, el camino que a mí regresa.

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