Comenzar, sin aliento, una nueva vida
Después de años intentando encontrar una estabilidad económica en Colombia, Perú y Ecuador, José Laya pensó que lo mejor para él era irse a Estados Unidos. Se iría a pie: no le importó los horrores que leyó sobre el tránsito por la selva del Darién, ni lo cuesta arriba que se vislumbraban las fronteras de Centroamérica. Y se decidió a intentarlo. Es es uno de los más de 107 mil venezolanos que, según las autoridades panameñas, han cruzado el Darién en 2022.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
José Laya sentía que la vida lo había estado preparando para cruzar el Darién. Y para todo lo que tenía por delante. Pensaba que ya había visto todo el horror posible, y que su cuerpo estaba hecho a prueba de calles, ríos y selvas. Cuando salió de Venezuela en 2017, caminó por trochas hasta llegar a Colombia. Un año después, trabajó como minero en Pasto, una selva enclavada en pleno macizo andino a poca distancia de la frontera ecuatoriana. La atravesó caminando, esquivando a la guerrilla colombiana. Y en Perú, donde vivía desde 2019, llevaba dos años del timbo al tambo, yendo de una ciudad a otra, durmiendo en arriendos baratos.
Quizá por eso, cuando se venció su pasaporte en julio de 2021, y googleó sobre el Darién, la selva que comparten Colombia y Panamá, pensó que no sería un problema atravesarla, para seguir por Centroamérica y llegar a Estados Unidos. José quería encontrar la estabilidad que alguna vez tuvo en Venezuela, antes de las colas para comprar comida, de las promesas de cambio incumplidas de los políticos y de las arepas hechas con esa harina de maíz áspera que repartía el gobierno.
Eso sí, le preocupaban Francis, su novia, y la hija de ella, Frannelis, a quienes les prometió llevarlas consigo apenas pisara suelo estadounidense. No les dijo nada para no preocuparlas, pero del Darién solo había leído cosas horribles en Internet: que personas se ahogaban en ríos, que en el camino quedaban cadáveres de gente que no pudo con la travesía, que mujeres y niñas eran violadas en el camino. “Son solo noticias exageradas”, se decía a sí mismo, tratando de convencerse de que estaba tomando la decisión correcta.
Más le mortificaba lo que leyó de Centroamérica: que tendría que huir de pandilleros, de policías, de narcotraficantes, de secuestradores. Pero, sobre todo, huir de países donde las autoridades no pueden o no quieren proteger a los migrantes como él. “Centroamérica será peor que el Darién”, decía.
Pero estaba dispuesto a llegar hasta el final.
Estados Unidos era como un enorme imán que lo jalaba desde arriba.
El primero fue un intento fallido.
Era septiembre de 2021. En un barrio de Medellín, le pagó 400 dólares a un hombre por unos guías que nunca aparecieron. En el vocabulario de los migrantes, decir guías es una forma de referirse a los coyotes, que a su vez es una forma de referirse a los traficantes de personas.
Apenas llegó 2022, agarró sus cosas y emprendió su segundo viaje, esta vez definitivo, hacia el Darién. No le importó que solo tenía 350 dólares en el bolsillo. A Francis le juró que se volverían a ver en Estados Unidos, y a Frannelis que juntos visitarían Disney.
El 17 de enero, en Medellín, subió a un autobús que lo dejó, ocho horas después, en Necoclí, un pueblo costero ubicado en uno de los extremos de Colombia más cercanos a Panamá. Allí encontró a los primeros guías. Pedían 280 dólares por llevarlo desde Capurganá, una aldea remota a dos horas de Necoclí, hasta territorio panameño. Negoció y logró que le aceptaran 180 dólares: pensó que su camino había empezado con el pie derecho.
No lo sabía, pero a partir de ahí no volvería a tener la suerte de su lado. El apodo de Capurganá —“la puerta al infierno”— era un presagio de lo que iba a vivir selva adentro.
La caminata por el Darien empezó a las 2:00 de la tarde. Se sentía bien acompañado por las 30 personas que caminaban junto a él. Se habían prometido permanecer juntos, como una gran familia. Pero a medida que se adentraban en la selva y se enfrentaban a su dureza, la promesa iba quedando en el camino, como las prendas que dejaban para aliviar las cargas.
Esa primera noche durmió entre los lamentos de una niña venezolana que le rogaba a su madre: “Me voy a portar bien, pero no me hagas caminar más”. “¿Y si esa niña hubiera sido Frannelis?”, se preguntaba José. Para recordar que ella estaba a salvo y para darse fuerzas para seguir, de vez en cuando sacaba su teléfono y reproducía las notas de voz de WhatsApp que guardaba de ella. En el audio que más repetía, le decía:
“Papi, yo soy tu princesa y tú eres mi príncipe. Porque te amo, porque te extraño y porque te quiero”.
Entonces encontraba la fuerza para seguir.
“¡Vamos, tú puedes, que el camino es largo!”, se decía.
Al día siguiente, como casi todas las mañanas a partir de ese momento, José se desayunó con uno de los panes árabes que compró en Necoclí y con la noticia de que el camino sería más complicado. Ese día el plan era caminar, casi sin parar, por terrenos lodosos, hasta llegar a un campamento que le llamaban La Playa, cerca de la frontera colombiana con Panamá.
“Hasta aquí llegamos”, dijo uno de los guías al llegar allí. Advirtieron que si no les pagaban más, los dejarían a su suerte. José les recordó que el trato había sido que los cruzaran hasta Panamá. Pero como las buenas intenciones se van quedando en el camino, los guías reiteraron que hasta ahí llegaban.
Sin más remedio que aceptar para no quedarse varado, José se comunicó con Francis a través de un teléfono de los indígenas de la zona, el único con señal en esa parte de la selva, y le dijo que enviara el dinero a través de la única cuenta bancaria disponible: la de los guías. Por supuesto, no se trataba de un favor: cobraban 15 dólares de comisión por cada 100 dólares que recibían. La espera del pago de cada una de las personas del grupo retrasó el viaje durante un día.
En esa parada, como en otras en las que había un río, aprovecharon para conocerse mejor. José les dijo que él era de Caracas. Que había nacido en Ruiz Pineda, una urbanización alejada de los principales centros urbanos de la ciudad, pero que luego de vivir de un lugar a otro junto a su abuela, todavía siendo un niño, lo separaron de ella y lo llevaron a Turmero, en el estado Aragua, con otros familiares. Que en Venezuela había vendido lubricantes hasta que la crisis económica lo llevó al fracaso en 2016, cuando conoció el hambre por primera vez en su vida. Que en Colombia supo lo que era la depresión y la soledad. Y que en Perú huyó de un pueblo de Cusco porque nadie quería a los venezolanos.
José no temía a la muerte. En parte porque el dolor del fallecimiento de su abuela en 2008 lo curtió para asumir cualquier otra, incluso la suya; y en parte porque siempre fue de esos optimistas que piensan que mientras haya vida hay que procurar disfrutar.
Así que, de alguna manera, tampoco le temía a la Loma de la Muerte, como llamaban a la montaña que subieron en el cuarto día de caminata. Sin embargo, allí descubrió que no hay optimismo posible: en las seis horas que duró la empinada subida de piedras , vio unos ocho cadáveres alrededor. Estaban hinchados, descompuestos. Ver cada uno era como una epifanía: se imaginaba a su familia en Venezuela en una reunión, lamentando su propia muerte en el Darién, sin saber en dónde estaba su cuerpo.
No se consideraba el más creyente, pero cuando terminó la loma, empezó a creer que era Dios, y no la muerte, quien estaba de su lado.
Lo que no se imaginaba José era que, como si fuese parte del peaje, el Darién se cobraba hasta las más modestas alegrías. Después de quedarse rezagado por ayudar a un venezolano que se cayó en el camino, notó que la mitad del grupo se había ido sin esperarlos. Los habían dejado allí, con una sola linterna en medio de la noche, sin guía. Agarró la linterna y lideró el grupo río abajo. Varias horas después, en la madrugada, llegaron al punto donde los demás ya estaban cómodamente instalados.
Esa noche José se prometió que nunca más volvería a confiar en nadie.
Lo primero que hizo al llegar al campamento El Abuelo, el último del trayecto en Panamá que da la bienvenida de nuevo a la civilización, fue llamar a su madrina Marlene.
—Bendición, ¿recuerda que le dije que quería pasar el Darién? Bueno, ya lo hice.
—¿Qué? ¿Te volviste loco? ¿Cómo estás? ¿No te pasó nada? —gritó Marlene del otro lado del teléfono.
Entonces José se echó a llorar. Le dijo que estaba bien, que no se preocupara, que se había bañado en ríos bonitos. Sintió que revolvió un hormiguero de emociones. Era felicidad, era nostalgia; era culpa por no haberle dicho en dónde se había metido.
Pero en ese campamento también conoció las marcas de los demás, esas que no se borran. Se acercó a una muchacha que estaba sola, mirando a la nada. Luego de unos segundos, con un acento que le sonaba cubano, le contó que seis u ocho hombres, no recordaba bien, la habían violado en el Darién junto a otras mujeres y sus hijas. Que en todo el camino había pensado en cómo suicidarse. José se sintió impotente, diminuto ante aquella confesión tan grande. Entonces pensó en Francis y en Frannelis.
De Panamá salió convencido de que lo peor estaba por venir. Aunque en Costa Rica, gracias a una familia de venezolanos que le dio techo y trabajo, José se reencontró con el afecto familiar, con las arepas y con la buena fe de sus coterráneos. Ahorró 400 dólares y continuó su viaje hacia Estados Unidos.
Por lo grupos de WhatsApp de migrantes a los que había llegado se corría la voz de que los policías de Nicaragua, Honduras y Guatemala extorsionaban a los migrantes así tuvieran los costosos pases migratorios. Por eso, José anuló el plan de viajar con salvoconductos. Descartó pasar por los puntos policiales, aunque fuesen terrenos más fáciles de caminar, y transitó kilómetros por montes, trochas y ríos evitando a las autoridades migratorias, siempre acompañado de guías que cobraban 30, 50, 80 o 150 dólares por dejarlo cada vez más cerca de Estados Unidos.
Caminaba en el día, en la noche y en la madrugada.
Fue así como primero atravesó Nicaragua y luego Honduras.
La frontera de Honduras con Guatemala era la puerta a otro infierno, sin selvas ni muertos: tenía la forma de la corrupción.
José contó al menos 18 alcabalas de policías o de fiscales de tránsito que se hacían pasar por autoridades migratorias. Iba junto a otros 15 migrantes, la mayoría de Venezuela. Los retenían, los bajaban y les pedían dinero para continuar. José, indignado, les decía que no iban a pagar. “Yo vengo de Venezuela, sé que solo quieres plata, a mí no me vas a joder”. Pero siempre les tocaba darles algo.
—Aquí el que no paga, no sale. Y si sale, sale muerto.
Apenas tenía cuatro horas en Guatemala cuando lo amenazaron de muerte.
Sin un solo billete en el bolsillo, pensaba que si no encontraba el dinero que le exigían, sería parte de los desafortunados que salen muertos.
José estaba en lo que le pareció un galpón abandonado de venta de pinturas, ubicado en algún lugar de Agua Caliente, uno de los pasos fronterizos de Guatemala con Honduras. Allí fue a parar gracias a unos policías guatemaltecos que lo detuvieron mientras intentaba llegar a un punto de control del Instituto Guatemalteco de Migración, que le serviría de parada antes de irse a Tapachula, en México. Como no iba acompañado por guías, lo subieron a una camioneta sin identificación oficial y le pusieron una capucha para cubrir su rostro.
En el galpón, tenían encerrado a personas de diferentes nacionalidades, adultos y niños. Algunos estaban con las manos amarradas, con los ojos vendados y en ropa interior. Los obligaban a grabar videos diciendo sus nombres, sus países de origen y el nombre de sus familiares. Luego pedían hasta 3 mil dólares por sus rescates. Les decían que si no lo pagaban iban a morir. A los oídos de José llegó que había personas que tenían más de 20 días encerradas allí.
Por una razón que no sabe, a José no le pidieron que grabara el video.
Esa noche durmió en el galpón, tirado en el suelo, sobre unos cartones.
El encargado de llevarle la comida a José era Carlos, un guatemalteco de unos 25 años. Era como una frontera humana difícil de entender. No era un secuestrador. Trabajaba para ellos. Le dijo a José que quería ayudarlo a salir de ahí, sin que nadie supiera. Pero cobraba 320 dólares. Si descubrían que lo había ayudado, el muerto iba a ser él.
José le juró que si le daba tiempo, conseguiría el dinero, con la condición de que lo llevara hasta Tapachula. En realidad no sabía de dónde sacaría ese dinero, pero pensó que, como hasta ese momento, solucionaría sobre la marcha.
Después de un día y medio encerrado en el galpón, Carlos lo sacó con la excusa de que habían atrapado a un hombre equivocado. Le tapó la cabeza, lo subió a una camioneta y lo llevó a un hotel en algún lugar de Agua Caliente.
Llamó a su mamá, quien estaba en Turmero. Después de enterarse de que había cruzado el Darién, lo regañó y después le echó la bendición. Sin otra puerta que tocar, José recurrió a Francis. Ella tampoco tenía el dinero que le pedía para salvar su vida y la de Carlos, pero lo consiguió a través de una amiga. Luego de dos días, envió el dinero. Como último “gesto de generosidad”, Carlos le cobró solo 250 dólares por su libertad, asumió los gastos del hospedaje en el hotel y le consiguió un taxi hasta Tapachula.
El taxista contestó una llamada a la 1:30 de la madrugada. Sin decir nada, colgó y se desvió hacia un monte oscuro. Sacó una pistola y les exigió a José y a los cuatro haitianos que iban en la parte de atrás del carro que se bajaran. José le imploraba al hombre que le dejara bajar su bolso, pero este le ordenó que se sentara en el asiento del copiloto y que no se moviera de ahí.
Uno, dos, tres disparos.
Cuando abrió los ojos, José vio a uno de los haitianos con la pierna ensangrentada. Lo dejaron en el suelo y los demás subieron al carro. José continuó de copiloto, pero ahora sabiendo que el hombre que tenía a su lado acababa de dispararle a otro. Sintió, de nuevo, que era la muerte quien iba a su lado.
—No te preocupes, que el problema no es contigo. Tú sí pagaste —le explicó el taxista.
En el trayecto le comentó a José que el haitiano tuvo suerte, porque a otros les ha tocado matarlos. También le dijo que en ocasiones transportaba drogas porque ese era un buen negocio. Cuando le preguntó por Venezuela, José le contó de su decepción con la política: le habló de aquel 1ro de septiembre de 2016, cuando fue a Caracas para una manifestación que terminó en nada. Fue ese día que pensó en salir de Venezuela. Pero a esas frases sueltas seguidas de largos silencios no podrían llamarse conversación. En sus oídos todavía resonaban los tiros al haitiano. Cuando le preguntó por qué le pidió su bolso en ese momento, José le respondió:
—Para sacar el pasaporte y pudieran identificar mi cuerpo cuando lo encontraran.
“Y todavía falta México”, pensó José, convencido de que lo peor estaba por venir.
A Tapachula llegó gracias a los guías de Carlos, quienes lo condujeron desde Guatemala a través de largos trayectos en carro y caminando. Allí debía llegar hasta la oficina de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), en el centro de la ciudad.
En los grupos de WhatsApp todos le hablaron del laberinto burocrático de la Comar. Le explicaban que la institución, imposibilitada para atender a tanta gente, solo entregaba un código QR que establece el estatus de los migrantes en México: refugiado o visa humanitaria. José debía pedir la segunda, pues le permitiría transitar por el país sin pasar por trochas ni esconderse de la policía, hasta llegar a la frontera con Estados Unidos. Era 15 de febrero y la Comar le dio cita para el 10 de marzo.
Sin dinero, sin poder trabajar legalmente y sin conocidos en México, la alternativa que encontró fue quedarse en un centro de refugiados. En realidad, era como una cárcel sin barrotes en las que apenas si había agua y alguna colchoneta delgada para dormir.
Comenzó a preguntarse si todo lo que hacía valía la pena.
Se culpó por no haberse quedado en Perú o en Ecuador y de no haber seguido el instinto que le decía que Centroamérica sería difícil.
A los tres días, huyó del refugio, acompañado de otros venezolanos que tenían una ruta para subir ilegalmente hasta la frontera con Estados Unidos. Durante 15 días cruzó trochas y recorrió kilómetros por pueblos con nombres impronunciables, hasta que en Tuxtla un policía los descubrió, amenazó a José con 40 años de cárcel y resolvió todo desnudándolos en medio de una carretera y quitándoles lo que consideró de valor.
No le gustaba retroceder, pero volviendo a Tapachula José creyó que recuperaría la esperanza que ya había perdido: salir de Centroamérica y llegar a Estados Unidos.
En Tapachula finalmente le dieron el código QR. Pero en la Comar le explicaron que ese era solo el primer paso para solicitar la visa humanitaria en Migración y que ese trámite tardaba otros cinco meses.
Le dijeron que una oficina de Migración en ciudad Hidalgo, a poco menos de una hora de Tapachula, estaban firmando los sellos de pase. Fue hasta allá con cuatro venezolanos con los que había hecho cierta amistad en una de esas jornadas maratónicas frente a la Comar. Allí lograron, varias horas después, que les dieran la visa humanitaria.
Viajó de Hidalgo hasta Monterrey. Y de ahí hasta Ciudad Acuña, en la frontera con Estados Unidos.
Una hondureña que atendía un restaurante le dijo que la clave para llegar al río Bravo era tomar una ruta que atravesaba un campo de fútbol y que luego obligaba a correr a través de un matorral durante algunos minutos.
Y eso era todo. Del otro lado estaba Estados Unidos.
Agarró el GPS y en compañía de los cuatro venezolanos pasaron el campo de fútbol, corrieron el matorral, llegaron al río Bravo y, en cuestión de minutos, lo atravesaron a pesar del frío y de la corriente rápida. Ningún policía los detuvo antes de cruzar. Nadie les pidió dinero. Del otro lado del río, José comenzó a sentirse seguro.
Estaba, finalmente, en Estados Unidos.
Llegó, casi sin aliento, a comenzar una nueva vida.
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Raúl Castillo
Periodista. Suelo escribir de todo menos de fútbol: prefiero ejercer la profesión sin fanatismos. Desde que era un niño me interesaba conocer la vida de las personas, años después descubrí la escritura. Fan de las buenas anécdotas. Vengo de Catia.