Una luz potente que está de mi lado
En marzo de 2018, el poeta y ensayista venezolano Néstor Mendoza migró de Venezuela a Colombia. Primero vivió en Cúcuta, luego en Bogotá y después en Jamundí, en el Valle del Cauca, donde dio continuidad a este diario iniciado en 2014 y que alberga su historia de vaivenes emocionales, dudas y anhelos. Este texto es el 3er finalista de la 5ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
ILUSTRACIONES: CELINA GUERRA
Viernes 1ro de enero de 2021. Yo comprimo el año que se fue en una píldora de recuerdos, o en un fotograma, o en una postal, o en un fragmento delimitado. Todos quieren deshacerse del año que se fue, anularlo, anular las muertes, las pérdidas de cada familia ante la enfermedad global, el corona-peste. Acabamos de tener una nochevieja agradable: cena junto a Geraudí, mi esposa, y mis hermanos; conversaciones necesarias, consejos que debían llegar tarde o temprano. Karaoke, algunas cervezas, risas y un pequeño público.
Salí de Venezuela en marzo de 2018: tengo experiencias en Cúcuta, en Bogotá y ahora en Jamundí, Valle del Cauca. Cada una de estos años en Colombia ha sumado surcos y pliegues. No es que hayamos perdido el tiempo: fue una decisión tomada y no cabe el arrepentimiento. No obstante, para este comienzo de año, queremos dar un giro, un cambio significativo en los planes de vida y en los planes laborales. Ya no quiero que vivamos así, con tantas urgencias, sin el ánimo para dedicarnos a otros asuntos.
En las casas vecinas llega una música que suena desde ayer por las festividades de Año Nuevo. Me parece que la gente no ha parado de festejar o que solo ha parado por pocas horas.
Como si tomaran fuerzas para seguir celebrando, bebiendo, comiendo, alargando un poco más el furor de estas fechas. Logro identificar una canción que solía escuchar en el tiempo que fui mesero en un bar de Chapinero, en el norte de Bogotá, “La vamo a tumbar”. Una canción que no faltaba porque los jóvenes bogotanos y algunos europeos siempre la pedían cuando ya sus cuerpos estaban llenos de aguardiente Néctar o Antioqueño verde. Geraudí se bañó (yo lo había hecho temprano) y fuimos a comprar hielo en la casa de la esquina. En nuestra lista de cosas por comprar está una nevera. “Un electrodoméstico a la vez”, me digo. Mientras tanto, nos toca comprar hielo al menos dos veces al día.
Sábado 2 de enero. Nuevamente la opción de becas está sobre la mesa. Ya era un interés antes de nuestra salida del país. Incluso llegamos a barajar universidades en Brasil. Pero en ese tiempo, necesitábamos un camino más corto, de menos trámites: urgía salir del país, no teníamos ni cabeza ni tiempo ni plata para planificar con meses de anticipación una salida.
“¿Por qué migraste?”, me preguntaban, a veces, cuando vivía en Bogotá. Ahora ya casi no me preguntan eso: es tan grande la migración, tan evidente el trauma socio-económico y político que aún persiste. Lo que está a la vista no necesita pie de páginas. Cuando se migra, creo que lo he escrito antes, no pensamos en la factibilidad de las maletas o en organizar papeles y gestionar documentos. Eso: gestionar documentos; si no teníamos ni para comer, ¿qué coño íbamos a pensar en postulaciones?
Ahora, nuevamente, el interés de gestionar becas para algún posgrado, en otro país, que cubran la matrícula y que ofrezcan una manutención mensual.
La calle de nuestro barrio está en muy mal estado. Sin asfalto: cuando llueve no se puede caminar porque hay charcos de todos los tamaños. No hay aceras, pues en esta zona los dueños de las casas se apoderan de ellas. Las convierten en parqueaderos. Uno intenta caminar por allí y solo encuentra obstáculos.
En pocos días debemos pagar unas deudas y urge un par de entradas de dinero. En un rato iré a casa de mi hermano para hacer pan. Él sabe hacer pan. Compraré 1 kilo de harina y una barra de mantequilla. Él tiene levadura.
Domingo 3 de enero. Inevitablemente me distancio de muchos afectos. Me cuesta hablar con mis familiares. No se trata de una incomunicación propiamente dicha, se trata de un estado de ánimo que todavía no sé qué nombre darle. Quizá sea porque no me conformo con las llamadas o los mensajes de WhatsApp (no me gustan las videollamadas). Es una insatisfacción que nace ante la imposibilidad de tener a mi mamá cerca, de probar su comida, de hablar con ella en el patio de la casa, en Mariara. La tristeza me lleva a una parte oscura de mí mismo. A un fragmento de mí mismo, escueto, insuficiente, mutilado.
Así no se puede avanzar. Siento que retrocedo, que voy en espiral, que me retraigo. Es algo contrario a la expansión: es un estado contradictorio, sesgado, mínimo y algunas veces hostil. Quiero cambiar todo esto. Quiero avanzar o fingir que avanzo.
Muchos muertos en el Valle del Cauca, ahora no solo por el virus sino también por los asesinatos cometidos por la fuerza policial. Las manifestaciones en esta parte de Colombia concentran la mayor intensidad y la mayor represión. Uno intenta escapar de la crisis pero la crisis también es portátil. Un toque de queda que se alterna, eso es lo que dicen los medios, son las píldoras de realidad que me llegan como pequeñas ráfagas. Ya casi no salgo. Apenas lo hago para imprimir libros una vez a la semana en Cali. Salgo sobre todo al supermercado, y a la esquina, a comprar el hielo diario.
En una entrevista, el poeta Antonio Colinas utiliza un atractivo equivalente para la palabra inspiración: “estados de ánimo”. Me quedo con este término, más relajado y quizá menos presumido.
No ayuda mucho leer algunas líneas de un amigo escritor sobre su biblioteca personal. No me ayuda porque me hace extrañar más mi biblioteca de Valencia. Intenté crear una en Bogotá, pero se esfumó (y veo improbable que me devuelvan los libros que presté). Extraño mi biblioteca como si extrañara a una persona. Pudiera iniciar otra en Jamundí, quizá si tuviese más plata compraría al menos tres libros mensuales. Pero no se trata de comprar libros como si comprara una silla. Mis libros de Venezuela representan un punto fijo al cual volver. Volver a ellos sería como volver a casa. Aquí los libros no funcionan así, no parecen libros porque siempre está la tentativa de la mudanza (¡ese gran poema de Fabio Morábito sobre las mudanzas!). Así no es posible crear ni creer.
Me siento afectado porque sin duda va más allá del libro como objeto, como posesión o acumulación compulsiva. Veo los pocos libros que tengo a la mano, los poquísimos que he comprado (no llegan a 5) y los que nos han regalado (quizá unos 20). Los veo y no veo libros sino lomos, únicamente lomos, otros objetos.
Viernes 29 de enero. El disco duro murió. 15 días de preocupaciones, de ir y de venir. Pensé que no se salvaría la laptop y que perdería todos los archivos. Y es improbable comprar una computadora nueva por ahora (tendría que tener no menos de 2 millones de pesos, unos 600 dólares). El resultado fue el mejor posible: el técnico logró respaldar todos los archivos en un pendrive y cambió el disco duro. Mucho más económico de lo esperado. Quedé satisfecho con todo. Ya toca ponerme al día con todos los trabajos atrasados, que no son pocos.
Lunes 15 de febrero. Los días no parecen tener un punto definido que indique su fin. Los días son conexiones que no tienen punta, ni cabeza ni cola. El uróboro. Eso es: una serpiente que se muerde la cola. Uno no termina de desconectarse. Uno se levanta y el día inicia sin preámbulos. Solo trabajo, pendientes, solicitudes, nada de tregua. Uno duerme sin dormir, come sin comer, habla sin hablar, trabajo como si no trabajara y cuando no trabajo en realidad estoy trabajando pasivamente. Leo sin leer, retengo poco: quedan celajes, personajes mutilados, cosas vagas, balbuceos. No creo que sea la única persona que sienta esto. Es un mal típico de la época.
Miércoles 17 de febrero. Ayer murió el poeta catalán Joan Margarit. De su obra logré descargar dos tomos hace algunos meses. Uno de su poesía y otro de ensayos. Hoy leí un par de artículos sobre su fallecimiento. También una entrevista del año pasado, en la cual el poeta responde: “La pérdida es importante. Si no, la vida se resolvía tomando una cápsula de soma, como en Un mundo feliz, de Huxley. Pero una existencia así… No debemos olvidar que somos animales: si nos quitas una serie de riesgos, no consideraríamos a esto vida”.
Martes 9 de marzo. Mi amigo Rubén Darío Carrero dice que los diarios son una manera de repetición, algo inútil, de la realidad. Y es verdad. Hay allí una verdad y quizá una poética o una razón de ser. Hablamos largamente por teléfono. Hablamos de literatura, de la poesía de Yolanda Pantin y de Harry Almela. Luego me sentí pesado. No sé. Algo que se fue secando mientras hablaba. Desánimo. Un desánimo que ya se viene repitiendo. Ahora mismo no hay internet. Se fue hace más de una hora. Es bastante raro porque no suele irse así. Debe ser por esta lluvia insistente que ha caído todo el día. No ha sido una lluvia propiamente fuerte pero sí constante.
Miércoles 10 de marzo. Mal dormir. Tuve un “cortocircuito”, no sé cómo llamarlo. Pasé no sé cuántos minutos sin poder dejar de pensar, los pensamientos iban sin frenos, caóticos, uno tras otro, entrelazados, desbocados, desajustados. Me dolía la cabeza ante la imposibilidad de parar. Luego vino un dolor en el pecho, una taquicardia. Pasé como tres horas con esta sensación. De tanto cansancio, no pude levantarme antes. Descansé luego de las 6:00 de la mañana. Aún sigue algo de ese dolor en el pecho. Esta mañana leí algunos párrafos de El aire y los sueños, de Bachelard. La letra es algo apretada, pequeña, y por más que intente no paso de los tres párrafos seguidos. La vista me pasa factura. Anoto: “De un modo más general hay que revisar todos los deseos de abandonar lo que se ve y lo que se dice en favor de lo que se imagina”.
Viernes 26 de marzo. Una gran manera de expresar la tristeza debería ser la no escritura, el aislamiento (no pandémico, sino anímico), quedarse dentro, dentro de la casa y dentro de uno mismo, en esa insistencia de caracol. Esto es incongruente: escribir para decir que se está triste, que la tristeza se manifiesta en el cuerpo y en el espíritu. Ayer una enorme migraña nocturna: hoy un silencio en el corazón, una pesadez en los brazos. Limpié el cuarto, cambié de posición la cama, quité montañas de polvo en el suelo, detrás, en esos lugares inaccesibles a la escoba. El orden debe dar un poco de tranquilidad. Debo sacar fuerzas, no debo caer en marañas o en fantasmas depresivos. ¿Una enfermedad requiere de un diagnóstico para existir? Aparece una tristeza que pesa más de la cuenta, su cuerpo desborda los espacios que la contienen. Llegan algunos arrepentimientos, rabias contenidas, frustraciones, deseos de abandonar todo, de no saber de nada ni de nadie.
Miércoles 7 de abril. Se podría decir que un dolor inclina la balanza a la escritura. Se podría decir que estar agobiado, que tener encima varias deudas, favorece el ensimismamiento. La cara reseca, a los costados, debajo de las patillas; un dolor, el dolor que siempre me da en la parte derecha del estómago. Varios libros leídos (al fin retomé y terminé en pocos días La ciudad y los perros). También inicié una novela gruesa de Margaret Atwood, El asesino ciego (vi un fragmento que me hizo recordar mucho la temperatura de mi poemario Ojiva: “Los conquistadores borraron de la memoria el verdadero nombre de la ciudad, por eso, aseguran los que cuentan las historias, ahora el lugar solo se conoce por el hombre de su destrucción”). Estoy en esos días en que urge moverse rápido, pensar sin estrés, porque pensar así no ayuda en nada. Estos días debo seguir ensayando, y ahondando, en las posibilidades del no. Han dado algunos pocos resultados, pero sigo intentando. No hay que saturarse así como así, es mejor decir no que dar falsas expectativas. Esto es fundamental en temas laborales. Y también en las pequeñas decisiones de todos los días, incluso las del plano doméstico.
Miércoles 21 de abril. Sentir que el cuerpo se cierra, que ya cumplió un ciclo, que está tan cansado. Sentirlo envejecido, pesado, prescindible. Ciertamente, es inadecuado pensar así, pues ante todo debe haber deseo de avanzar. Debe ser porque cada día es lo mismo, no hacer nada más, salvo trabajar y cumplir con lo que haya que hacer en el día, la tarde y la noche. Es el peso, otra vez, de estas tres semanas, o un mes, sin salir de casa. Sin ir al centro de Cali, de permanecer siempre igual. He visto cada noche una película. Un nuevo hábito para romper esta sensación de repetir y repetir. Es algo que debo resolver pronto, internamente.
Domingo 2 de mayo. ¿Se podría dejar por escrito las expresiones más altas del sufrimiento? Hace frío afuera (ha llovido mucho), pero las manos tienen su propio frío, un frío autónomo, que va por su propia cuenta, todo amontonado, acumulado, en las manos. No será suficiente la escritura, pero al menos es algo. Una prueba, la más dura, y debo conocer mejor mis puntos fuertes para potenciarlos, para “hacer del corazón una gema”, como me dijo alguien, un amigo (no sé si aún lo sea). Estoy abatido, muy triste, pero sé que hay una luz potente, allí, cerca, que está de mi lado. Mi cumpleaños está cerca, este mismo mes. Hay que seguir.
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Néstor Mendoza
(Maracay, Venezuela, 1985). Soy licenciado en educación, en la especialidad de lengua y literatura (Universidad de Carabobo). Cursé estudios en la maestría de literatura latinoamericana (UPEL). Formo parte del consejo de redacción de la revista Poesía (UC) y del equipo editorial de la revista bilingüe Latin American Literature Today (LALT), editada por la Universidad de Oklahoma. Mis publicaciones más recientes: Dípticos (Bogotá, 2020), la antología poética Simulacro. 2007-2020 (Bogotá, 2021) y Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana (Maracay, 2022).