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Hasta que uno quiera

Hasta que uno quiera

Oct 01, 2022

Carenne Ludeña recibió, en 2011, el Premio Lorenzo Mendoza Fleury, prestigioso galardón otorgado por la Fundación Empresas Polar, como reconocimiento a su labor investigativa en matemáticas y estadística. En este relato íntimo sale del mundo de los números para pararse en el de las letras: escribe, reflexiva y poéticamente, sobre el duelo que supuso la muerte de su hijo. Esta historia resultó finalista de la 5ta edición del Premio Lo Mejor de Nos

Hasta que uno quieraILUSTRACIONES: WALTHER SORG

La muerte siempre rondó a mi madre. Ella, de formación calvinista estricta, para quien siempre el exceso de emociones era cosa de temer, fue poblando las madrugadas de fiestas o salidas de nuestras adolescencias con desgracias terribles que iban empeorando a medida que pasaban las horas. 

Una vez, llegué amanecida para encontrar a la policía en el estacionamiento, les pasé al lado suspirando y entré a la casa rumbo a la cama. Era así y no tenía remedio. Aún hoy en día, cuando llama y pregunta ¿todo bien?, ya sabemos por dónde viene. Mi padre, en cambio, era más focalizado. Su madre murió de cáncer de hígado cuando él tenía 8 años. Crecí con la angustia recurrente del color de las heces y de la orina que luego heredé a mis hijos: ¿heces claras?, ¿orina oscura? 

Cuando murió la hija de 9 años de mi comadre querida a causa de una meningitis fulminante que duró menos de tres días, añadí al repertorio obligado el ¿puedes verte el ombligo?, que es la prueba por excelencia de inflamación de las meninges.

En mi familia, tan dada a la racionalización, fiebre era igual a muerte, así, sin pasar por go; e inmediatamente salía El Manual Merk, un ladrillo azul que nos renovaba mi abuela cada dos años, a contarnos todo lo que podía ir mal. 

Creo que solo sentí un especial temor a mi propia muerte cuando tuve hijos. Ahí, pensar en que mi muerte los dejaría a su suerte me llenaba de angustias tan negras como las de mi madre imaginando las nuestras. Cada vez que viajaba, que sucedía al menos dos veces al año, dejaba todo preparado y llamaba a los niños a la sala. “Si el avión se cae”, les decía, “hagan sus vidas, no se queden atorados, yo estaré siempre”. 

Años más tarde, en una de esas salidas con mis hijos adultos, devenidos hombres maravillosos, Sebastián, el menor, nos mató a todos de la risa recordando mis viajes.

—…Y entonces llegaba la época del viaje, y nosotros con esa angustia: “¡Ay! Mi mamá se va a morir, mi mamá se va a morir…”. 

Hasta que uno quiera

Al final, La Muerte, demoledora, no ocurrió ni por aviones ni por el hígado ni por meningitis. Los dolores de cabeza no estaban en mi repertorio fatal, y cuando Sebastián me dijo que le dolía mucho la cabeza, pensé que era covid-19. Todas las angustias previsivas resultaron en vano, y mi hijo murió de un tumor en el cerebro que no había sido detectado. 

Fue una muerte instantánea. 

Tenía 26 años. 

“La muerte alea”, me dijo mi consuegro. “Un ángel”, me dijo una amiga de la empresa donde trabajo. Fue una muerte sin culpa, sin aviso, sin sufrimiento. Lo del sufrimiento nos lo dijeron en la morgue. Igual le hicieron una autopsia, que es lo que corresponde en estos casos. Todo dio negativo. Todo. Todo, excepto el tumor en el cerebro.

Sebastián Feliz nació en Francia. Cuando él tenía un poco menos de 2 años, regresamos a Venezuela, donde creció con sus padres y su hermano mayor, en medio de abuelos, tíos, primos, amigos, perros y gatos. El Ávila, San Martín los sábados y San Antonio los domingos. Hasta que se fue de nuevo a estudiar ingeniería. Desde hacía unos dos años vivía en París. Tenía un trabajo en el que era muy querido. Tenía una compañera estable. Era un tipo cómico, experto en frases lapidarias. Con un humor negro, desarrollado a lo largo de su vida, quizá como antídoto a esa manía familiar de hablar y hablar y hablar; esa manía exacerbada los domingos de tertulias, nunca exentas de vino y discusiones políticas, literarias, filosóficas o científicas. 

De todos nosotros, creo que era el que mejor había dominado el arte de sintetizar. 

No se perdía una parranda. En la boda de su hermano (esa boda de amor, Steph y Eduardo tan enamorados) cantaron a dúo “La copa rota”. Eso los divertía un montón. La cursilería en burla convertida en refinada expresión de amor. Igual habían crecido con el repertorio clase media urbana de izquierda intelectual latinoamericana-caribeña educada en Francia. Es un estilo. Un segmento Amazon.

La muerte ocurrió mientras dormía. Fue en ese apartamento que yo conocí un año antes. Recuerdo que lo esperé en el café de la esquina mientras llegaba. Salió del metro sonriendo al verme en la ventana: 

—¡Mamá en tacones! Vente, vamos a la casa. 

Era un edificio de unos 100 años, jardín interno medio salvaje, con mesitas para el té, escaleras estrechas a la izquierda. Se subía un piso hasta llegar a ese apartamento con luz, decorado a la usanza de parejas que comienzan en París: frutas en un recipiente de vidrio sobre la mesa al lado de la ventana.

Su hermano me llamó para avisarme de la muerte. Hacía frío, era un martes, comenzaba diciembre y se acababa el año. La llamada entró sin aviso, quizá pensé que era un poco tarde para una llamada desde Londres. Para mí, en Ibarra, Ecuador, era un poco después de las 5:00 de la tarde. Normalmente, nunca llamaba después de las 3:00.

El antes y el después parten el tiempo. 

Aparece una cierta culpa de lo cotidiano en el después. Respirar antes, respirar después. Mirar el cielo, cepillarse los dientes. Ese día nunca terminó, ¿cómo pudo haber comenzado el siguiente? Sorprende, de una manera ingenua, que el futuro en realidad prosigue igual que siempre después de la singularidad. Hay que hacer convivir la disonancia con el mundo que prosigue. No es verdad que los hijos de los amigos han muerto: ha muerto solo el mío. La pequeña infantil sorpresa de verlos vivos no viene de la amargura. No. Viene de la genuina sorpresa de que el mundo sigue inalterable. 

Eduardo me manda un podcast. Muy recientes hallazgos en neurología muestran que el sitio del cerebro en el que se procesa la cercanía espacial, temporal y afectiva es la misma. Resulta que las cercanías se juntan: tiempo, espacio, afecto. Con la vida, con él duérmete mi niño, con las tardes de muñequitos de GIJoes ecológicos, con los cuentos para dormir, las tardes de piscinas, las noches de rugby, los lunes en la noche de The Big Bang Theory, los qué te pasa, piojo con hipo, que tienes cara de cochino amarrado… todo eso arrancado de cuajo, todo ese imbricamiento (esa palabra no existe, la estoy inventando), todo eso de una, sin retorno, vaciando el lado izquierdo, rasgando la vida conocida. 

Arráncame la vida, dice Toña la Negra.

Veo la mía, arrancada y esparcida por el cuarto, con el celular en la mano y la voz de Eduardo a lo lejos.

Dicen que el duelo tiene etapas. Que, ya se sabe, no son lineales; dan vueltas; no hay que sentirse mal si de momentos uno se llena de rabia, de rabia por la vida de los demás; o si a veces provoca no seguir, ¿y qué pasa si no sigo, sería mucho para Eduardo o para Miguel? Dicen también que el dolor viene en olas. A los días buenos les siguen los malos. Un día malo es un día donde el dolor profundo se instala y no te deja respirar, donde lloras por horas y horas. Un día bueno, lloras en la ducha, pero después caminas, ves las flores, los yagrumos. 

El podcast también dice que el tiempo no va aminorando el dolor, lo que sucede es que te acostumbras. Al vacío del lado izquierdo, a las cicatrices que quedaron cuando te arrancaron la vida de cuajo. Te haces dura, y la falta de piedad hacia ti misma se va traduciendo en falta de piedad hacia los demás. Compasión, amor, pero no piedad. 

Ya ha pasado lo peor y sigo viviendo. 

Hasta que uno quiera

Lo importante, sigue el podcast, es lograr un nuevo tiempo y un nuevo espacio. El imbrincamiento se desanuda desde el espacio-tiempo, no desde el afecto, que se mantiene igual. Por eso, yo lo dejé en las nubes, protegiéndome de la lluvia, cosa que he constatado una y otra vez, en los yagrumos frente a mi ventana; en los colibríes que toman agua con azúcar en mi balcón; en la vela, que está entre su foto y un alebrije, y que prendo de vez en cuando. Eduardo lo dejó en el mundo de las cosas perdidas, que descubrió en uno de los libros que le compraron a mi nieto Gabriel para hablar del Tío Conejo, como le decía a su tío. Para mi mamá, habita el patio del colegio donde va los sábados. Aparece entre unos globos que semana tras semana se niegan a desaparecer, solo cambian de colores. 

No sé si la muerte hubiese sido igual si no hubiera ocurrido el año de la pandemia, o si no hubiésemos sido venezolanos. Que estemos regados por el mundo, que no se pueda viajar, separa la vida de los necesarios ritos por la muerte. Un luto, sobre otro luto, sobre otro luto. Creo que a estas alturas es imposible hablar de nosotros sin pensarnos como entes migrantes.

Dejamos el apartamento en Los Palos Grandes, el tomar café de a las 5:00 todas las tardes, la plaza con los chorros de agua, el regresar caminando por las calles nocturnas. Dejamos la finca en Altagracia de Orituco, lleno de monos araguatos y guacharacas que cantaban al amanecer. Hu hu huuuuuuu, profundo, gutural. Imaginaba las monas protegiendo a los monitos y la manada cantando. Hu, hu, huuuuuuuu.

Llegar, con la vida en 23 kilogramos. La maleta grande y la de mano. Qué haces con los cuadros, los libros, las muñecas que llevabas 20 años coleccionando en los bazares de los viajes, las tiendas de por todos lados, la negra, la Frida, la gorda, la bella. ¿Qué haces? 

Llegar a Bogotá, al frío, la lluvia, el acento, las botas. Llevo como dos siglos que no me pinto las uñas de los pies. Llegar al no me gusta el condimento, no entiendo, no entiendo. No entiendo los giros ni los chistes ni sé si el humor es pesado o demasiado servil.

Luego, cuando vas conociendo al tendero, al panadero, la pequeña librería de la esquina, la venta de especies, tu calle, los colores, no siempre llueve, hay estaciones y los árboles van cambiando. Ahí, de pronto, de nuevo te mudas. Esta vez a Ibarra.

Una nueva casa, un nuevo clima, un nuevo acento, un nuevo no entiendo. Esta vez no fueron 23 kilogramos. Esta vez dijiste me llevo al menos los muebles. No puedo volver a comprar los platos, los vasos, el pequeño colador de los limones. Me llevo al menos las tres docenas de libros que acumulamos en estos años, el plato azul de la fruta. De verdad, no puedo de nuevo.

La nueva casa tiene dos plantas, pero igual no tiene jardín. Tiene una terracita que luego llenas de plantas y pones una parrillera. Desde tu ventana, eso sí, ves la montaña. Inmensa, verde, vital. Igual no entiendes, pero es la tierra de tus ancestros. Los almuerzos dominicales ahora incluyen a tu padre, intentas entenderlo. A él, a tus tías. Los domingos caminas lejos, en las carreteras que muy rápido se vuelven de tierra y llevan a campos cultivados de trigo y girasoles.

Hay un montón de venezolanos, comienzas a tejer nuevas amistades. Los fines de semana compartidos, las hallacas. Y sigues sin entender tantas cosas. La violencia cuando te montas en el autobús y escuchan tu acento. La manera como tratan a los chicos venezolanos que ayudan con las bolsas en el súper. Hablas con ellos. Cada historia es una tragedia. De pronto, un día, el chico que tenía la edad de Eduardo, con el que hablabas todos los viernes del toque de queda por la pandemia, no aparece más. Esperas que se haya ido a Medellín como quería. Que su vida tenga un final feliz.

Y sigues sin entender tanta animosidad, tanto vinieron a robarnos nuestros puestos y al final hay que aceptar que tampoco aquí podemos, en la tierra de tus ancestros y domingos con tu padre. La muerte es también propiciadora del nuevo cambio. No podemos vivir lejos de las hijas de Miguel, no sabiendo que los hijos son mortales.

Y de nuevo el cambio. Volvemos a Bogotá. Buscar papeles, el nuevo apartamento. Cuando todo lo que quieres es llorar en la ducha mirando la montaña por el pedacito de ventana y no quieres irte, ni quieres quedarte. Nada te importa y tienes que armarte de valor para sacar todo adelante y falta recordar pagar los impuestos y cerrar las cuentas.

La ruta de regreso. El mismo camión que se lleva los muebles, solo que ahora en sentido inverso y debiste tramitarlo con las mafias de la trocha pues las fronteras siguen cerradas por la pandemia. Es de madrugada y vas en un camión con desconocidos rumbo a la frontera a reunirte con los que llevarán tus cosas que pusiste en cajas por segunda vez en menos de dos años, y ni siquiera son tus cosas, pues ellas, en realidad, están en tu casa en Los Palos Grandes y ya no te acuerdas en qué casa quedó aquel saca-helado morado.

De nuevo volver a la ciudad de la lluvia, recordar la marca de shampoo, de canela en polvo, de arroz, de harina. De nuevo, poblar de matas el balcón, llenar la alacena, buscar donde guardar los platos, los vasos, el colador pequeño de los limones.

Caminas por tu nuevo barrio. Es bonito, se parece a Los Palos Grandes, hay muchos restaurantes, librerías, tienditas con cosas. Ves los yagrumos. Es extraño que haya tantos en los cerros orientales de esta ciudad. Caminas buscando un sitio para instalarlo, aunque tu hermana ya te dijo que donde está no le hace falta tener un sitio preciso, pero a ti te parece que si no consigues ese sitio se va a perder, y recorres tu barrio con cierta desesperación pues no consigues, no consigues y en el grafiti a dos cuadras de tu casa dice: “Live fast, die young”, pero es demasiado para ti y no puedes verlo. Pasas todos los días sin ver, sintiendo la puñalada.

Finalmente, una madrugada de no dormir, la luz plateada de origen incierto da sobre los yagrumos de tu propio jardín y decides que ese es el sitio. Ahí vivirá en lo que te quede de vida en esta ciudad, antes de que vuelvas a poner tus cosas en cajas.

Hasta que uno quiera

Es difícil explicar lo que la muerte hace con la vida que la recuerda, al menos a los que nunca la han vivido, excluyendo a los poetas de verdad que en general entienden aun sin haberla vivido. 

Hablo con los yagrumos que veo desde mi ventana y no me parece un acto irreal. En el mueble de la sala, aquel que compramos en la primera ronda, en la venta de muebles coloniales de la plaza, están guardadas las cenizas en potecitos. Aún no decido qué hacer con ellos porque lo lógico sería ponerlos en tierra y sembrar un árbol o esparcirlos cerca de donde cantaban los araguatos en las madrugadas, pero qué pasa si nunca volvemos, qué pasa si pongo las cenizas en un matero y nunca volvemos. 

Cómo hago si nos mudamos de nuevo, no es posible llevar una mata en 23 kilogramos a ningún lado. Es extraño, pero la idea de perder las cenizas o los zarcillos que me regaló Lea me llenan de casi tanta angustia como la muerte original. Por eso quedan ahí en el mueble de la sala, por eso nunca uso los zarcillos a menos que esté segura de que no saldremos de la casa.

No como en los primeros días, pero siento que mi capacidad espiritual ha sufrido cambios. Hay una conexión que antes no estaba. Mi madre dice que siempre hay señales, Eduardo piensa que todo es físico y que el que no perciba señales no es falta ni ausencia de amor, es solo que no las percibe porque no existen. Yo no sé si hay señales o no, pero he decidido hablar con los yagrumos y sentir su presencia en los colibríes.

La casi muerte de Miguel cuando ocurrió el accidente, quizá fue la realización más importante de los cambios que han operado en mí. La tarde en la que pensé que moriría, lloré desesperada y de pronto sentí una gran calma. Lo he amado, mucho, y él me ha amado a mí. La muerte ocurre, siempre puede ocurrir. Y la vida prosigue. Hasta que uno quiera. En los yagrumos. En los colibríes. En las puestas de sol. No importa tener que poner todo en cajas de nuevo. Damos el amor que tenemos dentro y hasta que podamos. Las llamadas de los sábados con Eduardo y Gabriel. Del resto, no hay que temer.

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Matemática venezolana, docente e investigadora. En 2011, Fundación Empresas Polar me otorgó el Premio Lorenzo Mendoza Fleury.

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