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Todas esas subidas y bajadas en el camino

Sep 28, 2022

Antonio Brito soñaba con mudarse de Altagracia de Orituco, el pueblo del estado Guárico en el que nació y creció, a Caracas, para estudiar en la Universidad Central de Venezuela. A los 16 años de pronto le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin, un tipo de cáncer en la sangre. En esta historia, ganadora de la Mención Responsabilidad Social Empresarial de la 5ta edición del Premio Lo Mejor de Nos, cuenta esa experiencia que le cambió la vida. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Podría decir que las subidas y bajadas de esta historia comenzaron la noche del 23 de octubre de 2015, a mis 16 años, en mi pueblo, Altagracia de Orituco, en el estado Guárico. Tras un día agotador en el colegio (en el que, en educación física, hice muchos ejercicios y jugué fútbol), me di un baño, me puse de pie frente al espejo y noté que en el lado izquierdo de mi cuello (en lo que corresponde a la fosa clavicular izquierda; la depresión que se encuentra por encima de la clavícula, el límite entre el cuello y el tronco del cuerpo) había un aumento de volumen. “Qué me habrá picado”, fue lo primero que pensé. 

El abultamiento era grande, pero no había dolor ni enrojecimiento. Y hasta ese momento no tenía más síntomas que una tos persistente y un sarpullido en el tórax, que había tratado con medicamentos de manera local con anterioridad. En mi familia no pensamos que eso pudiera estar relacionado con la protuberancia que acababa de descubrir.

Ese viernes ya era tarde, estaba cansado, por lo que pensé que lo mejor era irme a dormir y quizá a la mañana siguiente el abultamiento desaparecería. Pero amanecí el sábado y eso aún estaba allí. Me sentía bien, pero mis padres comenzaron a preocuparse. El domingo amanecí con fiebre. Lunes, fiebre; martes, fiebre; y empezamos a consultar a distintos doctores y todos tenían distintas opiniones. Luego, empezaron a hacerme exámenes que arrojaban que todo estaba dentro de lo normal. Hasta que me realizaron una ecografía en el cuello y en otras zonas del cuerpo, y nos dijeron que había un asunto más grave detrás, algo que no estaban viendo. Nos remitieron a Caracas, a unas dos horas y media por carretera de Altagracia de Orituco. 

Pasaron dos semanas desde el momento en que apareció la protuberancia en el cuello hasta la ecografía. En el transcurso de ese tiempo empeoré: además de la fiebre, me sentía más cansado y tenía sudoraciones, dificultad para respirar… Así que nos fuimos a Caracas en el carro de mi tía Aida, quien había estado con nosotros esos días y tenía más experiencia en momentos como esos (trabajaba en una institución de salud y solía asesorar a familiares y amigos con urgencias). Emprendimos el viaje de madrugada, llegamos a Caracas el 12 de noviembre de 2015 y a primera hora estábamos en el Hospital José Manuel de Los Ríos. Empezamos nuevamente con una batería de exámenes y estudios. Los primeros días nos quedamos en casa de una tía de mi mamá, quien, a pesar de que habíamos llegado de imprevisto, nos abrió las puertas sin pensarlo dos veces.

Dos meses después de tantos exámenes y estudios paraclínicos, tras descartar una u otra enfermedad, fui ingresado a quirófano el 26 de noviembre, para acabar con la incógnita de una vez por todas: me harían una biopsia. 

Me anestesiaron por completo porque era una zona anatómicamente delicada por la presencia de grandes vasos sanguíneos y nervios que transitan entre la cabeza y el cuello. El postoperatorio fue incómodo porque, aparte del inevitable dolor, sentía que llevaba un gran peso sobre mi cuello y yo solo pensaba que si lo movía ligeramente ocasionaría que la herida se abriera. La atención en el hospital fue muy buena, y hubo un momento en el que pensé que el mundo era realmente un lugar pequeño, ya que uno de los doctores que me operó resultó ser alguien de mi pueblo, a quien en algún momento recomendó una amiga de la familia, pero nunca llegamos a dar directamente con él antes de la cirugía.

Durante el postoperatorio me fui sintiendo mucho mejor, no solamente de la operación, sino también de los síntomas de los últimos meses. Casi dos semanas después nos llamaron del hospital para notificarnos que los resultados ya estaban listos. El 9 de diciembre de 2015 nos dieron la noticia: se trataba de un linfoma de Hodgkin. Si bien entendía que me estaban hablando de cáncer no estaba muy consciente de lo que eso conllevaba. No sabía que iba a cambiar tanto mi vida, mi rutina, mi cuerpo, y la manera en la que los demás me trataban. Pronto debía iniciar la quimioterapia en el Servicio de Hematología del Hospital JM de Los Ríos.

Pasé casi un año de tratamiento; un tratamiento sin complicaciones y relativamente rápido para un cáncer avanzado, en etapa III (las etapas o estadios sirven para identificar el nivel de gravedad y extensión de la enfermedad en el cuerpo: van del I al IV, y mientras mayor es el número se considera más grave). 

Desde el punto de vista físico, sobrellevé muy bien la quimioterapia. Resistí bien la radiación, desde mi cuello hasta mi pelvis. Pero desde el punto de vista psicológico fue un tanto más complicado.

En enero de 2016, después de terminar el primer ciclo de quimio, se me empezó a caer el pelo, por lo que decidimos que lo mejor era cortarlo antes que dejarlo regado por ahí. Entonces fuimos a la barbería, esperamos mi turno y, cuando estaba en el asiento, listo para despojarme de mi cabello, la barbera me hizo una pregunta:

—¿Por qué la cero?

Le conté con emoción que me estaban haciendo quimio, y que se me estaba cayendo el cabello; a lo que ella no respondió nada, aunque su expresión para mí dijo mucho… Fue la primera vez que me pregunté si era tan malo tener cáncer.

Durante los primeros meses de 2016, mi mamá y yo nos quedábamos relativamente lejos del hospital, por lo que había que tomar metro, autobús y caminar un trecho para ir al JM y luego para regresar a casa. En mis primeros días sin cabello me sentí muy cómodo (detestaba peinarlo, ¡amaba no tener que hacerlo!), por lo que salía a la calle sin usar gorros, solamente con una mascarilla para protegerme de infecciones, pues, por el tratamiento, estaba inmunodeprimido. Mi mamá me insistía en que usara gorra, pero yo le decía que no porque me hacía sudar, y era muy extraña la sensación del sudor corriendo por la cabeza rapada. 

Siempre fui muy observador, y me daba cuenta de que nunca pasaba desapercibido: mucha gente se me quedaba viendo por donde pasaba. Paulatinamente, esto se fue tornando incómodo. Sentirte mal por los efectos de la quimio y al mismo tiempo ser el centro de atención de un vagón del metro repleto de personas terminó siendo una mala combinación. Hasta que decidí usar gorros. Con esa decisión no me liberé por completo de la atención de la gente, aunque sí me sentí más seguro.

Era 2016, la época de la escasez de alimentos y medicamentos, y era algo que se estaba empezando a recrudecer en Caracas. Mi mamá y yo, cuando tenía fuerzas y ánimo para hacerlo, también hacíamos colas para adquirir los alimentos, al salir de la quimio o los fines de semana. Debía ser así o no comíamos; y para mí no comer no era una opción. En ocasiones, mi mamá intentaba retenerme para que me quedara en casa, pero yo insistía: “¿Cómo no te acompaño sabiendo que si compramos los dos tenemos más comida por más tiempo?”.

Mi mamá era quien estaba conmigo en todo momento y no me gustaba separarme de ella, porque sentía que en la ocasión menos esperada la iba a necesitar. Esto fue lo que llevó a mi mamá, tras enterarse de que en el albergue Mi Casita, de la Fundación Amigos del Niño con Cáncer, proporcionaban alimentación y otros servicios a los pacientes, a tomar la decisión de irnos a vivir a ese lugar mientras me aplicaban el tratamiento en el hospital.

Desde un principio, me registraron como paciente en aquella fundación, principalmente para recibir su apoyo con la cobertura de los estudios paraclínicos y medicamentos requeridos para el tratamiento, pero no habíamos considerado el servicio de hospedaje que ofrecían a los pacientes del interior del país. A mediados de mayo de 2016, llegamos al albergue. Podría decir que, a partir de aquí, comencé a vivir, a pesar de todo, la parte más bonita de la historia. Empecé a presenciar más acciones positivas de personas que sí comprendían la situación que vivíamos y que por eso estaban allí. Las actividades de recreación y apoyo que se realizaban esporádicamente en el hospital, ahora también las veía allí.

La Fundación Amigos del Niño con Cáncer fue ese salvavidas que me llevó hacia aguas más tranquilas y a ver ese lado amable de la enfermedad, constituida por todas las personas y actividades de apoyo, inclusión y empoderamiento que brindaban a los pacientes mientras recibían tratamiento.

Una de esas actividades se realizó en un colegio en los alrededores de Caracas, a donde nos trasladaron en autobús. El evento que se realizaba en un salón enorme se trataba de la fiesta de graduación de unos niños de primaria, que habían decidido compartir su fiesta con los pacientes de la fundación.

Fueron muchas las actividades con el fin de empoderar, de apoyar, de enseñar, de demostrarnos que no estábamos solos, y que todos podíamos ganar esa batalla contra nuestros miedos. Y todo lo que de alguna manera limitaba esa parte de nosotros que gritaba: “Quiero vivir, quiero seguir y quiero formar parte de lo que está por venir”.

El 21 de noviembre de 2016 me declararon en remisión de la enfermedad, y justo un día después me inscribí en la universidad de mis sueños: la Universidad Central de Venezuela. En la carrera de medicina. Hasta este punto, ya pensaba en continuar con la vida normal que cualquier adolescente de 17 años querría tener.

Un par de meses después, en enero de 2017, comencé clases; es decir, a vivir lo que se suponía era mi más grande sueño hasta entonces. La rutina que me proponía adoptar no solamente implicaba adaptarme al ambiente universitario; también debía estar solo en una gran ciudad, lejos de la seguridad que mis padres aportaban en mi casa en Guárico.

La vida que ahora me esperaba en Caracas era una vida de la cual me había desconectado abruptamente por un tiempo, con el agregado de ser algo totalmente nuevo. Por un lado, tenía unas ganas desmedidas de volver a la normalidad, pero por el otro tenía miedo. Un miedo al que no presté mucha atención, y como cualquier otra de mis emociones y sentimientos en ese entonces, lo oculté y no indagué en él.

Cuando empecé la universidad me invadió una sensación de inseguridad e incapacidad, empecé a pensar que no rendía ni física ni mentalmente, que no estaba a la altura o que era imposible tener secuelas porque ya había terminado el tratamiento contra el cáncer. Cualquier detalle se convertía en un motivo para sentirme mal conmigo mismo; un simple tropiezo, un olvido o un comentario que nada tenía que ver conmigo o mi pasado, me hacían pensar en cáncer.

Unas semanas después de lucha interna conmigo mismo, decidí dejar de ir a la universidad mientras intentaba ocultar todo lo que sentía. Continué ahogándome en mis sentimientos y emociones, pero ahora en la “seguridad” de lo que era mi casa en Caracas, sin expresarme, sin saber exactamente qué hacer, sin buscar ayuda, sin salir a la calle, constantemente preocupado por lo que hacía y las implicaciones que eso representaría en mi futuro. Dormía mucho; prefería hacerlo para no pensar tanto. Comía demasiado intentando calmar mi ansiedad. Quería distraerme leyendo o hacía el esfuerzo por estudiar, pero me sentía desanimado, sin energía o no podía concentrarme. 

La depresión se convirtió en mi nueva compañera.

A mediados de marzo de 2017, fui ingresado a emergencias por un fuerte dolor en el abdomen que no me permitía siquiera moverme. El estrés al cual había estado sometido en las últimas semanas se convirtió en estrés físico, y se reflejó en los resultados de aquella cirugía de emergencia.

Una aparente y simple apendicitis ocultaba una maraña de tejidos inflamados, perforados y abscesados. De acuerdo con los resultados de la biopsia, se trataba de un pseudotumor de origen inflamatorio; un tumor benigno cuya extirpación junto a un segmento de intestino delgado me obligaría a estar tres meses de reposo, a cancelar mis planes de estudios universitarios ese año y a concentrarme en una recuperación que, más que física, era psicológica, de todo lo que había vivido hasta entonces.

El cuerpo muestra lo que la mente oculta y la boca calla. 

Así viví otro gran punto de inflexión en mi vida.

Aquel intento de retomar mi vida después del cáncer lo viví creyendo que no era normal no poder continuar, que no estaba bien sentirme así, que “sí o sí” tenía que poder porque el tratamiento ya había terminado.

Unos meses después de la cirugía de emergencia, descubrí que el retorno infructuoso a mi vida después del cáncer no fue algo aislado y que las dificultades que atravesaba eran muy comunes en supervivientes de la enfermedad. Fue algo revelador. Luego pensé en que, si existía el problema, alguien debía estar haciendo algo para encontrar la solución. Descubrí que había un vacío en el sistema sanitario que dejaba prácticamente a la deriva a quienes culminan el tratamiento contra el cáncer y que existían muy pocas iniciativas enfocadas en atender el asunto, y la mayoría (casi todas) se encontraban en países desarrollados, en los que, además, el tema apenas está en auge, ante el avance y la eficacia de los tratamientos que han derivado en que cada vez existan más y más supervivientes de cáncer.

En 2021, producto de varios meses de trabajo, me conecté a mi historia, a mi esencia y a mi sensibilidad, como nunca antes, para defender mi proyecto sobre supervivientes de cáncer, en un concurso universitario de formulación de proyectos sociales. Ante un jurado de expertos y representantes de empresas, organizaciones y universidades del país, el proyecto resultó seleccionado entre los ganadores.

Ese proyecto, que hoy en día llamamos ProSupervivientes, tiene como objetivo: “Formar, educar y empoderar a supervivientes de cáncer para facilitar su reinserción en la sociedad durante y después de la enfermedad”. Y que no vivan lo que tuve que pasar para llegar hasta acá.

Un año antes, en 2020, definí mi propósito de vida como: “Hacer la diferencia con mi experiencia”, y de las experiencias que tengo hasta ahora, esta es la que actualmente yo tomo (la de ese joven que se deprimió buscando vivir después del cáncer), para hacer una diferencia en el mundo, y la herramienta principal que utilizamos para eso la llamamos ProSupervivientes.

Todas esas subidas y bajadas del camino eran necesarias para llegar hasta aquí. Cuando estamos en lo más alto creemos que lo hemos logrado todo y cuando estamos en lo más bajo creemos que es el fin, pero incluso en las bajadas de la vida, nunca dejamos de subir.

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Estudiante de psicología de la Universidad Central de Venezuela, becario de la Asociación Venezolano Americana de Amistad y fundador y director de ProSupervivientes. Aprendiz, activista, voluntario, viviendo con pasión y propósito.

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