Con el tiempo van llegando las piezas
Una niña de 8 años pasa sus días de vacaciones junto a su abuela a la que, de pronto, tienen que practicarle una histerectomía. Una niña de 8 años que, por primera vez, ve a su padre llorar. Una niña de 8 años que comienza a entender qué es la muerte. En este relato, Jorgimar Gómez junta las piezas de su memoria para contar una historia de su infancia.
ILUSTRACIÓNES: IVANNA BALZÁN
A menudo pienso que la forma en que recordamos la infancia se asemeja a un rompecabezas incompleto. Tenemos la mayoría de las piezas porque estuvimos ahí para recolectarlas, pero el tiempo va desordenando algunas, moviéndolas de lugar o llevándoselas por completo. Hay piezas que nunca hemos tenido y que luego nos entregan otras personas.
Una pieza que conservo es el silbido característico de mi papá anunciando su llegada. Era su forma de dejarnos saber que estaba por entrar, por lo que cuando lo escuché esa tarde de marzo de 2006, no se me ocurrió que podría estar ocurriendo algo fuera de lo normal.
Mi hermana menor y yo nos estábamos quedando en casa de mi abuela materna, quien nos cuidaba durante las vacaciones. Fue ella quien salió a abrirle a mi papá. Yo estaba en el cuarto, mirando un programa infantil, mientras mi hermana jugaba en otro espacio con una de mis primas. Para entonces, no había percibido ningún cambio en el ambiente. No me pareció raro que mi papá no entrara de inmediato a la casa ni que mi abuela se quedara con él junto a la puerta, hablando entre susurros para que no pudiéramos escucharlos. Salí del cuarto para recibirlo, sonriendo, y abrí los brazos hacia él.
Fue en ese segundo que mi mundo se detuvo y, por primera vez, a mis 8 años, vi a mi papá llorar. Me quedé paralizada y se me borró la sonrisa.
—¿Qué pasó, papi?
—Mami, se murió tu abuelita… —respondió él con la voz quebrada.
A pesar de ser una niña, sabía muy bien qué era la muerte, así que no necesité más explicación para que mi corazón se rompiera, víctima de una pena que no había experimentado antes. El dolor es el mejor pegamento para evitar que una pieza se salga de lugar.
Dejé escapar un gemidito a la vez que las lágrimas empezaban a bajar por mis mejillas. Mi papá se acercó para abrazarme, pero lo esquivé. Por razones que todavía no comprendo, estaba molesta con él. Preferí buscar a mi otra abuela, quien me arropó con sus brazos mientras intentaba consolarme, llorando ella también. Me instó a ir con mi papá, a lo que volví a negarme, aferrándome a ella con más fuerza. Tal vez tenía miedo de enfrentarme a su dolor, de que eso hiciera más real una pesadilla de la que no podía despertarme.
Luego, acepté ir con él. Enterré el rostro en su camisa y seguí llorando sin comprender lo que sentía. Por más que lo intenté, no logré darle sentido a una situación que, para mí, había surgido de la nada.
Las casas en las que mis padres crecieron están ubicadas en la parroquia 23 de enero, en el oeste de Caracas, en los bloques 22 y 23. Fue en ese lugar donde transcurrió gran parte de mi infancia, especialmente mis vacaciones. En esos días, nuestra rutina rara vez variaba. En la mañana, mi hermana y yo nos quedábamos con mi abuela materna, quien nos cuidaba hasta que se hiciera su hora de ir a trabajar. Luego, subíamos siete pisos del edificio para quedarnos con Aurora, la abuela paterna.
Mi abuela era la piedra angular de mi familia por parte de papá, y su casa nuestro templo de reuniones. Era el hogar que había construido junto a mi abuelo luego de que llegaran a Caracas desde Puerto Cabello en los años 70. Allí nos reuníamos para cumpleaños y Navidades sin necesidad de planear o de preguntar. Si había una ocasión especial, todos sabíamos que nos veríamos allí.
Su casa fue guardería durante muchas tardes de mi infancia. No tenía televisión por cable, mucho menos internet, pero sí cuadros que mostraban imágenes de pueblos y paisajes. También tenía una biblioteca grande, con una colección de libros de la Guerra de Independencia y uno sobre ángeles. La primera la recuerdo porque estaba organizada de forma que los lomos mostraban La Batalla de Carabobo de Martín Tovar y Tovar. El segundo, porque mi abuela se sentaba a leerlo conmigo.
Siempre cocinaba un almuerzo sabroso, acompañado por jugo de guayaba que hacía mi abuelo. Esas tardes son una parte primordial del álbum de recuerdos de mi infancia.
Esa Semana Santa de 2006 la rutina cambió.
Mis papás nos dijeron que a mi abuela la iban a operar, por lo que no podríamos quedarnos en su casa esa tarde. Aquella variación no me resultó extraña. En mi entendimiento de entonces, mi abuela era una persona mayor, y las personas mayores necesitaban ir al médico o ser operadas constantemente. No sabía que su caso era especial, porque llevaba cinco años con un cáncer de estómago que la obligaba a ir al médico con más frecuencia que las demás abuelas, como tampoco sabía que ya lo había superado y que esa cirugía sería solo una histerectomía de rutina. Todas eran palabras muy grandes para una niña de 8 años.
Tampoco sabía que este tipo de cáncer ya había dejado una herida en nuestra familia, al llevarse a uno de los hermanos de mi papá en 1993. Me produce una sensación extraña pensar que mis papás, tíos y primos mayores se enfrentaban nuevamente a una situación sobre la que yo no estaba enterada. Como si hubiera estado viviendo dentro de una fantasía mientras ellos sufrían la pesadilla.
Nunca supe que mi abuela estaba enferma, o al menos, no recuerdo que alguien se sentara conmigo a contarme. Supongo que fue una forma de protegerme, para no asustarme, o simplemente nadie encontró cómo explicarle a una niña lo que significa tener cáncer. Puede que pensaran que no lo entendería y, tal vez, tenían razón.
Ahora pienso en el día que sus rizos negros desaparecieron para dar paso a una cabeza descubierta y entiendo que no se trató solo de un cambio de look que a mí me parecía muy feo. Comprendo por qué, de un día para otro, los gorritos tejidos de diferentes colores se convirtieron en su accesorio favorito.
Sin conocer la enfermedad, tampoco tuve la oportunidad de celebrar su recuperación. No respiré el aire de alivio que disfrutaron mi papá y mis tíos al saber que lo que se había llevado a su hermano no les quitaría también a su madre. El desconocimiento que sí compartimos fue que su cumpleaños número 66 sería el último.
A pesar de que mi hermana y yo estábamos de vacaciones por el cierre del 2do lapso escolar, mis papás tenían que trabajar al día siguiente. No celebramos a su lado en esa ocasión. Nunca he sido de hablar por teléfono, desde pequeña me resultaba fastidioso, pero esa noche hice una excepción para felicitarla. Para celebrar con ella en la distancia.
—Mi papá me dijo que te van a operar mañana. ¿No tienes miedo?
—No, mi amor, eso va a ser rápido. No hay nada a qué tenerle miedo. En unos días voy a estar de vuelta en la casa.
Sentí que su respuesta era sincera. Se escuchaba divertida, serena.
Esa fue nuestra última conversación. Nada trascendental, sin palabras grandiosas para plasmarlas en papel. Las personas que están seguras de que volverán a hablar no suelen decirse cosas memorables.
Lo más cerca que volví a estar de ella fue un día después de su operación, cuando pasé por la clínica con mi papá. Es una imagen borrosa en mi mente. Sé que no la vi, porque todavía estaba dormida, y me parece que comentaban que se estaba quejando mucho por el dolor. Un dolor que duró varios días, hasta que todo acabó.
Las respuestas sobre su muerte me fueron llegando con los años. Primero me enteré de que había tenido cáncer, solo para rescatar la palabra histerectomía en una reunión familiar mucho después. Así que supuse que había sido esa la razón. Poco a poco fui reuniendo las piezas en mi cabeza, hasta comprender que lo que debió ser una cirugía de rutina, para evitar que la enfermedad reapareciera, culminó con una bacteria que infectó su cuerpo gracias a un quirófano contaminado y una doctora que se desentendió de todo con pasmosa facilidad.
Después de su muerte, las preguntas no pararon de llegar. ¿Quién iba a cuidarnos a mi hermana y a mí por las tardes? ¿Quién iba a encargarse de mi abuelo, quien durante 50 años no conoció la vida sin su esposa? ¿En dónde se harían ahora las reuniones familiares?
Hasta el día de hoy, las respuestas siguen apareciendo, ayudándome a completar el rompecabezas que quedó desecho esa tarde en que mi papá llegó llorando a casa de la abuela que todavía tengo a mi lado.
Pero hay muchas cosas que todavía no sé.
Esta historia fue producida en el curso Tras los rastros de una historia, dictado por Albor Rodríguez, en El Aula e-nos.
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Jorgimar Gómez
Soy graduada en comunicación social y mi mayor pasión es contar historias. Amo crear personajes y verlos tomar vida en la pantalla de mi computadora. Escribo porque es lo que mejor sé hacer.