Terminar como un personaje de una novela enfermiza
Al llegar a España, a donde migró al terminar su carrera de letras, José Miguel Ferrer tuvo la ilusión de volver a escribir y así reencontrarse con su vocación de escritor. Entusiasmado, aceptó un trabajo como acompañante literario a domicilio de un viejo autor. Allí, en un apartamento caótico, se sintió como un personaje de una novela de ficción.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Mi viaje a España comenzó con un temor incontrolable a la escritura. Por mucho tiempo me había sentido capaz de escribir sin interrupción; podía sentarme, aún agobiado y cansado, con la certeza de que iba a lograr hilvanar un texto, si no bueno, al menos coherente. En algunos momentos me atacaba el bloqueo y cierto miedo a encontrarme con la dura verdad de transitar por un oficio equivocado.
Pero yo lo intentaba.
Sin embargo, a finales de 2021, mientras preparaba mi viaje, no se me ocurrió volver a enfrentarme a una página en blanco. Tenía mayores preocupaciones. Escribir ya no era parte de mi trabajo, como lo había sido en los últimos tres años, en los que trabajé como periodista. Tampoco encontraba tiempo para la narrativa, que había sido la razón principal por la que estudié literatura. Poco a poco, las lecturas fueron disminuyendo hasta que extravié —con tristeza— un hábito que había sido parte de mí.
Salir de Venezuela siempre fue mi objetivo porque me sentía atado a una realidad inestable donde, aunque lo intentase, no tendría lugar para pensar en un futuro. Así que, al terminar la universidad, comencé a planificar mi viaje a Madrid.
Estaba alegre, pero despedirme de mis amigos, de mi familia, de los lugares donde mi vida era reconocible me produjo un pesar mucho más grande que la ilusión de esa migración hacia lo desconocido.
En el bolso de mano me traje una libreta que me había regalado una amiga, cuatro libros y un lapicero. No ojeé los libros y no usé la libreta ni el lapicero, pero los llevaba conmigo para todos lados.
Luego, los olvidé en una esquina de la habitación compartida.
Al llegar a España seguí sintiendo mucho miedo: no sabía a dónde ir, tampoco dónde me quedaría a dormir. El frío, algo a lo que no estaba acostumbrado, se clavaba en mis articulaciones. Encontré una habitación pequeña en un hostal del centro de Madrid. Ahí me quedé cinco días. Luego me mudé a un cuarto compartido en la casa de una señora rusa, en Carabanchel, una zona del sureste de Madrid lleno de población gitana e inmigrantes.
En su precario español, la señora era totalitaria en sus requerimientos y reaccionaba ante el más mínimo ruido. Tenía una tos que atravesaba las paredes y me hacía pensar en una posible enfermedad contagiosa. En su nevera, había un imán con la forma de la cabeza de Lenin; y, paradójicamente, el souvenir del rostro del patriarca de la revolución bolchevique sostenía una lista de alimentos.
El silencio me acompañó durante esos primeros días y en la incertidumbre de los siguientes. El trajín de esos días me impedía darle cabida a la tristeza y a la melancolía. Estaba más preocupado por estabilizarme que por darle rienda suelta a mi emocionalidad.
El último día que estuve en la casa que tenía el imán de Lenin, luego de recoger mis maletas e irme a otra habitación, tuve mi primera “entrevista de trabajo”. Quedé. Mi empleo consistiría principalmente en acompañar y ayudar, en cuestiones de edición y lectura, a un escritor que estaba en su más avanzada vejez. Era un trabajo en mi área de estudio, en el cual aprendería de un autor consagrado y podría hasta hacer nuevos contactos.
Pero nunca me imaginé las dificultades que estaban engrapadas con ese cargo.
Ese mismo día dejé las maletas en la nueva habitación y me fui para mi trabajo. Era en un apartamento ubicado en la mejor zona de Madrid. La vivienda estaba repleta de platos sucios, manchones de mierda en el piso, comida podrida debajo de las camas y ropa sucia escondida entre las ollas.
Al principio, noté la desesperación de la señora por la vida que llevaba con su padre, pero nada más que me llamara la atención. Pensé que la inestabilidad de los últimos meses, en un hogar acostumbrado a tener a una persona de servicio que se había ido, con un padre y una hija que jamás lavaron un plato o siquiera tendieron su cama, había provocado la desidia del lugar.
Ese día me encargué de la limpieza de la casa. La señora me lo pidió. De cualquier manera igual lo hubiera hecho, porque era necesario despejar el sitio para poder trabajar. Ella, entre sus desvaríos, me comentó que mi trabajo estaría enfocado en la corrección literaria. Sin embargo, con el transcurso de los días, la limpieza del lugar comenzó a ser parte de mis tareas habituales.
Era imperante recuperar la higiene de la casa. Y yo me abocaba a eso. Sin embargo, cada mañana, al regresar a la casa, me encontraba con el mismo desastre del primer día: lo hecho el día anterior desaparecía con el chasquido de los dedos, y cada día debía volver a limpiar a fondo.
El padre, sobre los 90 años, pasaba horas sentado en su sillón, leyendo la obra de Pío Baroja y revisitando el Quijote. Durante las primeras dos semanas, la hija me tenía prohibido verlo, me obligaba a esconderme cuando él caminaba por la casa, me hacía callar cuando se escuchaban sus pasos. Yo leía sus textos, sin molestarlo mucho. La hija era el vínculo entre nosotros: si él pedía algo, yo se lo daba a ella, y ella se lo entregaba a él. La señora me comentaba que esas previsiones eran porque él tenía dificultades para tratar con nuevas personas en la casa. Aunque lo entendí, me parecía un poco raro el misterio, ya que, al fin y al cabo, yo acompañaría a su padre en la edición de su escritura.
Con el paso del tiempo fuimos teniendo un vínculo más cercano. A veces me llamaba para pedirme una cerveza, preguntar por el almuerzo o exigir la prensa de ese día.
Y descubrí que la hija no dormía en las noches, y se automedicaba con ansiolíticos y antidepresivos hasta quedar atontada, con la lengua enredada. En algunos momentos dejaba su actitud amable y se volvía pedante.
La emoción que sentí el primer día por volver a trabajar en mi área de estudio se diluyó.
Me dediqué al cuidado de ambos y lo literario, la razón principal de mi estancia allí, pasó a un segundo plano. Pocas veces pude conversar con el señor, pero en esas ocasiones, rodeados de libros, sentí un tono pedagógico en cada una de sus anécdotas. Eran diminutos instantes de serenidad a través de lo literario.
La señora contaba, una y otra vez, el relato de su supuesta acaudalada vida, de sus conocimientos sobre oficios que nunca vi que realizara, de sus poderosas amistades que nunca aparecían y, especialmente, de la paranoia ante un drama familiar y una disputa con su hermano mayor por el dinero de la familia. Escucharla era parte del trabajo.
Sí, porque terminé siendo una suerte de asistente de ella.
Una de las cosas que pude descubrir con su ejemplo es que una persona acostumbrada a ser servida, aunque se presente como religiosa y empática con los otros, siempre tendrá bajo su manga la carta del poder y lo utilizará sin ningún remordimiento. Lo descubrí cuando me dijo, de frente y con claridad, que no podía exigir ningún arreglo laboral porque yo, como solicitante de asilo, no contaba como ciudadano español. Para ella, yo era una no-persona, un no-ciudadano y por eso, cuando notaba mi agotamiento, sacaba la carta de la vida migrante y mi condición de asilado.
Cuando organicé mis papeles y logré lo necesario para exigir mis derechos laborales, se lo comenté. Ella se quedó en silencio. Me dijo que desconfiaba de cualquier otra persona para cuidar a su padre. También sacó a colación su temor ante las movidas que, según ella, realizaba su hermano para encerrarla en un manicomio. Y, al final, alabó mis capacidades. Todo esto era una medida de chantaje para evitar que me fuera, ya que su primera amenaza no era sustentable.
Seguí una semana más, porque no podía quedarme sin trabajo y dejar las deudas y los gastos suspendidos en una cuerda de ropa mojada. Pero un día no pude más y pensé que mi permanencia en ese lugar podía representar un peligro para mi futuro en España. Tenía el trámite de asilo en marcha y no era conveniente verme involucrado en nada negativo.
Un día, ella perdió un juego de llaves. A mí no me pareció raro, pues era muy desordenada. Ella pasaba las noches en vela moviendo todo de un lugar a otro: los cubiertos amanecían debajo de su cama, las ollas estaban guardadas en la bañera, guardaba las sábanas sucias y llenas de mierda en las maletas o en la parte más alta de los closets y la comida en una esquina de su armario.
No era extraño que entre ese caos se haya perdido un juego de llaves. Era algo razonable, pero para ella, en su historia de ficción, las llaves no se habían perdido, sino que alguien se las había botado. Ese día me dio a entender que yo me las había llevado. No le presté atención e hice mi trabajo de todos los días. Y, como era de esperarse, las llaves aparecieron al día siguiente: estaban en el bolsillo de su saco.
Esa misma noche ella salió y me quedé esperando a la enfermera que cuidaba al señor durante la madrugada. Era una guatemalteca con temple pero cálida. Quizá por su experiencia como migrante, me dijo que me cuidara mucho de la dueña de la casa porque estaba buscando una excusa para llamar a la policía. La noche anterior, con el incidente de las llaves, la dueña lo intentó, pero no pudo hacer la denuncia porque era chilena y estaba en España de forma ilegal.
Confié en su relato y decidí irme al día siguiente.
Pude soportar los cuentos fantasiosos de poder relatados por la hija, la figura prepotente de su vida acaudalada y la paranoia de su pesar familiar, pero no sus amenazas. No entendí las razones para su perorata ficcional. No entendía por qué me decía que era la única persona en quien confiaba.
Creo que la vida literaria de su padre, con una obra reconocida, había aterrizado en la cabeza de ella. Sus frustraciones al no haber salido de la sombra del escritor, de haber sido tratada como loca durante mucho tiempo y sus propios padecimientos la llevaron a construir una estructura novelada de la vida.
Ahora, fuera de esa casa, meses después de lo sucedido, pienso en ese trabajo como un desliz gracioso del destino: terminé como un personaje en la novela enfermiza de otra persona.
En mi migración, la tristeza llegó un día. Ya tenía dos semanas fuera de la casa y de la vida novelada del escritor y su hija. Había comenzado un período de prueba en un trabajo como mesonero. No fue un día gris ni tampoco de lluvia; no fue al salir pateado de un sitio por ser extranjero: fue mientras caminaba tranquilo, con un cigarrillo entre mis dedos, por el centro de Madrid. Sentí una marejada de melancolía que me inundó de recuerdos, sobre todo sensoriales, y me llené de memorias caraqueñas. Sentí nostalgia por las camioneticas, en una cola en la autopista, abarrotadas de personas tarareando la misma canción de salsa; de los ritmos caóticos de la ciudad y las vistas que me producían cierta tranquilidad. Mi nostalgia se llenó de mis afectos más cercanos, mi familia y amigos se hicieron reconocibles en mi memoria dentro de Venezuela.
Todos los días son diferentes y, sacando el cliché de por medio, no hay nada en Madrid que me recuerde a Caracas. Los recuerdos vividos en una ciudad no se pueden trasladar a otra. Lo vivido en Venezuela se quedará tatuado en mi alma, es mi identidad y mi forma de asimilarme en el mundo, es mi lugar repleto de afectos y sensaciones. La tristeza podrá recordarme muchas veces que aquello será irrepetible, pero mis días se ven claros al darme cuenta de que mi único camino es armar un nuevo relato de vivencias, ya no en mi país, sino como migrante.
Y hoy he vuelto a escribir porque no encuentro otra manera de que mi pasado, no tan lejano, y mi presente, plagado de incertidumbre, encuentren un lugar para la posteridad.
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José Miguel Ferrer
Soy licenciado en letras por la Universidad Católica Andrés Bello y estoy cursando estudios de maestría en literatura latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar. Pienso que la escritura es un medio para diseccionar la realidad.