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Niño con Síndrome de Down

Encontró un lugar más allá de la familia

El bebé nació a los ocho meses de gestación. A las tres horas, la doctora informó que tenía síndrome de Down. Desde entonces, sus padres se propusieron brindarle la mejor atención para que fuera un niño feliz. A ello se dedicaron. Ahora están satisfechos por saber que él, Nelson Armando, de 37 años, halló un lugar seguro fuera de casa. El 21 de marzo pasado se celebró el Día Mundial del Síndrome de Down. Hoy publicamos esta historia, escrita por Thaís León, la madre de Nelson Armando.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

La alarma suena y me levanto de la cama. Es una mañana de enero de 2022. Aunque me gusta estar despierta temprano, es viernes y ya siento el cansancio acumulado de la semana. Voy al cuarto de mi hijo Nelson Armando, de 37 años, y lo despierto. De inmediato él se pone de pie y acomoda la cama, como si no tuviera cansancio alguno. Mientras me arreglo en mi cuarto, lo oigo alistarse: primero se baña y después se viste con la ropa que dejó arreglada cuidadosamente la noche anterior. A él le gusta apegarse a sus rutinas. Después baja, y espera que le sirva el desayuno que le he preparado.

Cuando está listo, lo llevo en mi carro a la Fundación para la Cooperación del Desarrollo Integral de Sociedades Especiales (Fundacodise), en Caracas, donde trabaja desde hace seis años. En el camino conversamos, y confirmo que está de buen humor, muy entusiasmado de volver a reencontrase con sus compañeros. Me atrevo a decir que su buen carácter es uno de los rasgos más destacados de su personalidad: es un muchacho dulce y noble, siempre dispuesto a colaborar en casa. 

Al llegar, me despido de él, se baja y toca el timbre para que le abran la puerta.

En el momento en que comienzo a conducir de regreso, no puedo evitar que me invada un sentimiento de orgullo. Estoy contenta. Hasta hace poco, era impensable para nuestra familia que mi hijo pudiese tener un trabajo y estar tan animado. Porque Nelson Armando es Down. 

Desde que nació, habíamos puesto todo el empeño para que fuese independiente, y aunque lo ideal era que pudiera tener un oficio, y encontrar en ello una motivación, esto parecía muy lejos de su realidad. Por todo lo que nos costó lograrlo, verlo entrar tan dispuesto a su sitio de trabajo me llena de satisfacción.

Nelson Armando nació cuando yo tenía 29 años y Armando, mi esposo, 32. Éramos una pareja de recién casados que quería formar una familia. Así que deseábamos mucho tener un hijo, y lo planificamos. Salvo porque nació a los ocho meses de gestación, no hubo nada que nos indicara que venía con esa condición. Ni siquiera los controles médicos llegaron a revelar algo. La noticia nos la dio la doctora que nos atendió, tres horas después del parto: 

—Su hijo es un caso de síndrome de Down —nos dijo secamente.

Mi esposo y yo quedamos impactados. En especial porque hasta ese momento su trato había sido muy diferente. Incluso habíamos planificado un parto psicoprofiláctico, para que fuese lo más natural, lo menos traumático para mí y para el bebé. Mi esposo y yo sentíamos que no estábamos preparados para recibir a nuestro hijo. 

En ese momento, de no ser por su tono muscular, nadie hubiese pensado que era Down. Ese niño era nuestro hijo, seguía siéndolo por sobre todas las cosas; era lo más importante para nosotros. Comenzamos a salir del estado de shock en el que estábamos porque nuestras familias nos brindaron mucho apoyo. Fueron ellos y el amor a nuestro bebé lo que nos motivó a seguir adelante. 

Mi esposo y yo somos psicólogos clínicos, por eso sabíamos de los programas de estimulación temprana, así que nos pusimos en la tarea de buscar mayor información para incorporar a Nelson Armando lo más pronto posible a uno. Lo llevamos cuando tenía 15 días de nacido, y seguimos haciéndolo durante 3 años, una vez a la semana, para que le hicieran terapia. Allí aprendíamos los ejercicios que debíamos hacerle durante el día.

Poco a poco, fuimos asimilando nuestra realidad, y teníamos que asumirla, porque quedarnos para siempre en el dolor y el lamento no iba a ser beneficioso para nuestro hijo, quien necesitaba muchísimo a sus padres. El lamento no era una opción para nosotros. Él estaba ahí, y teníamos que celebrarlo. Nos pusimos como meta que Nelson Armando fuese feliz, que sintiese que lo amábamos y que él mismo se aceptara y disfrutara como era.

Tenía 9 meses de edad. Veíamos con satisfacción que había avanzado bastante con las terapias y con los continuos ejercicios de estimulación que le practicábamos en casa. Pero un día comenzó a convulsionar. Nos preocupamos y lo llevamos a varios médicos, pero ninguno daba con un diagnóstico. Hasta que llegamos al consultorio del doctor Gustavo Leal. Este médico, luego de varias evaluaciones, le indicó un tratamiento. Nelson Armando dejó de convulsionar 15 días después. También nos dijo que con cada convulsión muchas neuronas morían, y que entre las consecuencias de los espasmos estaban el retardo mental, problemas en el desarrollo de lenguaje y su motricidad, y que en el caso de Nelson Armando era como “llover sobre mojado”. 

Los médicos que lo atendían antes de las convulsiones nos habían dicho que Nelson Armando tenía un buen pronóstico en su desarrollo, porque las pruebas genéticas mostraban una baja proporción de células atípicas. Pero en las semanas siguientes a las convulsiones nos dimos cuenta de que no respondía de la misma manera a las terapias y los ejercicios de estimulación.

Ese fue un duro golpe para nosotros.

Sin embargo, contra todo pronóstico, con nuestra ayuda aprendió a comer. Caminó a los 3 años y no a los 6, como nos habían dicho. Claro, caminaba con dificultad; recuerdo que parecía un “porfiadito” que se balanceaba si tropezaba con alguien. Y pronto dejó de usar pañales. Fue una gran noticia para nosotros, porque era un requisito para iniciar formalmente su escolaridad en educación especial.

Así que a los 3 años lo inscribimos en una institución que queda cerca de nuestra casa.

Cuando Nelson Armando tenía 6 años, nació Thais Elena, mi segunda hija. Y luego, a sus 9, María Alexandra, la tercera y última de mis hijos. Desde que estaban pequeñitas, entendieron y asumieron que su hermano necesitaba del apoyo de ambas. Ellas fueron sus modelos, sus maestras y compañeras de juego. Eso, pienso yo, marcó una diferencia en la crianza de las dos, porque siento que son unas mujeres muy especiales, empáticas, de una gran calidad humana. Quienes llegan a tratarlas, suelen decirles que se nota que tuvieron una vivencia que las enriqueció como seres humanos.

Nelson Armando estuvo en la misma escuela hasta los 14. De esos primeros años recuerdo que, cuando tenía 8, a causa de una infección asintomática en el oído derecho, perdió el tímpano y con ello disminuyó su audición. Pero la recuperó porque le hicieron una intervención quirúrgica.

La escolaridad para un muchacho Down suele ir de los 3 a los 18 años. Hasta los 14 cursan el equivalente a la educación básica. Dependiendo de sus capacidades y habilidades, el adolescente pasa a la etapa del taller, con el fin de capacitarse y que pueda conseguir un empleo. A sus 14, decidimos inscribir a Nelson Armando en otra institución. Pero mi hijo no llegaba a desarrollar las habilidades motrices para manejar herramientas, necesarias para que pasara al taller. De esa escuela tenía que salir a los 18, pero con él hicieron una excepción para que continuara allí. Sin embargo, sus limitaciones en cuanto a los lapsos de atención y concentración impedían que tuviese un mejor desempeño. 

Intentamos, sin éxito, que practicara alguna actividad deportiva. 

Probamos con la música, y estuvo por cinco años en el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela. Le gustaba asistir, aunque su manejo de instrumentos musicales no era muy bueno. En el Sistema encontró que podía tocar el palo de lluvia. Los instructores y el director de orquesta lo apoyaban mucho. Ellos permitieron que Nelson Armando pudiera participar en los conciertos, y en una oportunidad hasta “dirigir” una pieza musical. Recuerdo que ese día mi hijo se sintió el mejor director y nosotros estuvimos felices. Estar en la Orquesta lo ayudó mucho a relacionarse mejor con otras personas.

Pero la institución donde estaba estudiando cerró sus puertas. Nos preocupamos, porque sabíamos que con su edad no lo aceptarían en ninguna otra y él tampoco tenía condiciones para comenzar un trabajo. Ese momento coincidió con un cambio de administración de la orquesta y tampoco pudo continuar allí.

En la familia nos sentimos desesperanzados y frustrados, porque él no podía seguir avanzando en sus estudios. Nelson Armando también lo estaba. 

Nos sentíamos estancados. 

Así como se cerraban puertas, otras se nos abrían. Por esos días, la mamá de un compañero de Nelson Armando nos recomendó un programa de inclusión laboral con apoyo en Fundacodise, donde estaba su hijo. Esa podría ser la alternativa para mi hijo, porque allí intervenían en parte del proceso, no tenían que lograr el producto final.

Ahí lo evaluaron y fue aceptado.

Su trabajo era pintar bolsas artesanales, y entró en la nómina de una empresa. Comenzó a cobrar un sueldo. Desde la primera quincena, mi hijo decía que le daban “sus reales”. Cuando sacaba su tarjeta de débito para pagar alguna compra, se sentía útil, con autonomía para cubrir sus gastos. Yo sonreía cada vez que lo veía haciéndolo. 

Casi simultáneamente, la mamá de Daniel, su mejor amigo, que también es Down, me invitó a asistir con ella a la Asociación Venezolana para el Síndrome de Down (Avesid), donde su hijo estaba asistiendo y cada vez leía mejor con el programa para adultos que ellos desarrollaban. 

Nelson Armando comenzó a ir. Cuando tenía un año, llegó la pandemia de covid-19. Pensamos que iban a cerrar el centro; no fue así. Las instructoras evaluaron a mi hijo para que ingresara en el programa online, cuyo fin es alfabetizarlos, ampliar su cultura general y hasta enseñarles inglés funcional. 

Desde entonces, por las mañanas iba al trabajo, y por las tardes se conectaba para “asistir” a sus clases. 

Debo reconocer que al principio tuvimos nuestras reservas con el hecho de que Nelson Armando estuviera a la altura del programa, porque había muchos chicos más avanzados que él. Aun así, decidimos asumir el reto y no ponerle barreras. A veces, por creer en cuentos o por experiencias negativas previas, somos los padres quienes les negamos nuevas oportunidades a los hijos Down.

Pronto me di cuenta de que las instructoras eran amorosas y dedicadas, que enseñaban con afecto. Que eran firmes, sí; pero también motivaban y respetaban las capacidades y ritmos de cada uno.

Todos nos llevamos una sorpresa. No solo la familia, también las instructoras. Mi hijo dio un salto gigantesco en su aprendizaje. Tras casi año y medio de trabajo continuo sus periodos de atención aumentaron; se mantenía atento y motivado durante sus clases. Cada vez que se conectaba, se mostraba interesado, quería participar. 

Un día, mientras lo ayudaba con una de sus tareas, me dijo: 

—Yo solo, yo puedo —y mi corazón latió con más fuerza y me sentí enternecida.

Aunque soy la asistente que maneja la computadora y le abre y le cierra el micrófono, él es quien participa en las clases y responde a las preguntas de las instructoras. Y tenía razón, porque veía que ahora su caligrafía se mantenía sobre la línea, que respetaba cada vez más los límites en sus dibujos, que leía frases completas y ponía mayor atención para pronunciar mejor las palabras; incluso, se corregía él mismo cuando se daba cuenta de que se había equivocado. Su vocabulario de inglés iba en aumento. Era como si mi hijo hubiese encontrado un lugar en el que encajara. Un lugar más allá de nuestra familia. 

Cuando llego a la casa y me bajo del carro, pienso que sí, que mi esposo Armando y yo, en nuestra familia, tenemos razones suficientes para estar contentos. Es la satisfacción de haber hecho todo lo que era posible para que nuestro hijo fuese feliz, esa meta que nos propusimos desde el día que nació.

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Psicóloga clínica de profesión jubilada. Trabajé durante 30 años en el área de niños y jóvenes con problemas emocionales, en situación de abandono. Esposa y madre de 3 hijos.

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