Ya nació la niña, está sana
Omar González salió de La Toscana, un pequeño pueblo del estado Monagas, a trabajar en Caracas. Con frecuencia viajaba por carretera a visitar a su familia. Cuando supo que su esposa estaba embarazada, decidió regresar definitivamente. El 27 de enero de 2021, muy temprano, se enrumbó hacia La Toscana para estar a tiempo en la cesárea y recibir a su segunda hija. Pero ese viaje no fue como los demás.
Ilustraciones: Ivanna Balzán
Omar González sentía un dolor punzante causado por las piedras sobre las que estaba arrodillado. Pero eso era lo que menos le preocupaba. En ese momento, toda su atención se concentraba en el hombre que lo apuntaba con una pistola a la cabeza. Muchos pensamientos asaltaron su mente. Pensó que le darían un balazo y que su cuerpo quedaría abandonado a orillas de esa carretera que conduce al oriente del país. Pensó en su madre, que estaba en el asiento del copiloto de su camioneta, de donde lo acababan de bajar a él a punta de pistola. Pensó en su hija de 6 años. Pensó en su esposa embarazada, quien estaba por dar a luz en Maturín, en el estado Monagas. Pensó en que quizá no saldría vivo para conocer a su segunda hija.
—Hermano, no le hagas nada a mi mamá… —suplicó a uno de los dos hombres que lo habían interceptado minutos antes.
—¡Cállate, pajúo! Mejor dime dónde está la plata, ¿dónde están los dólares?
—Todas mis pertenencias están en el carro. Llévate todo eso…
Casi de inmediato, Omar escuchó que el otro hombre arrancó la camioneta con la señora dentro.
—Si no me dices dónde están los dólares no la vuelves a ver.
Omar le decía que no tenía más dinero, le rogaba que no le hicieran daño a su mamá.
—Si tú colaboras, a ella no le va a pasar nada.
Era el 27 de enero de 2021 y apenas comenzaba a amanecer.
Omar, de 30 años, es oriundo de La Toscana, un pequeño pueblo a poco más de 20 kilómetros de Maturín, la capital del estado Monagas, en el oriente de Venezuela. Allí vivía junto a su esposa y su hija. En ese pueblo lo había criado su mamá, desde que se separó, 20 años antes, del papá de Omar, quien vivía en Guarenas. Como Omar no tenía empleo fijo, vendía aceite automotriz en el pueblo para sostener a la familia. Pero poco a poco las ventas fueron disminuyendo. Por eso pensó en probar suerte en Caracas. Invirtió lo poco que tenía en unas cajas de aceites y lubricantes, y se fue a bordo de “La Burra”, su Jeep azul del año 94.
Se instaló en la casa de su papá, en Guarenas, y viajaba todos los días a Caracas a vender los aceites. Omar se dio cuenta de que había sido una buena idea, porque las cosas comenzaron a marchar bien: tenía buenas ventas y suficientes ingresos para enviarle dinero a su familia en La Toscana. Hasta podía visitarlos con cierta frecuencia. Aunque escuchaba que la carretera era peligrosa, nunca le había pasado nada.
Una tarde, la esposa lo llamó para darle la noticia de que estaba embarazada. Él se alegró mucho. Tanto, que sintió que debía reorientar su rumbo. Se propuso, entonces, ahorrar para el parto y, luego del alumbramiento, volver a su pueblo para encontrar alguna forma de seguir teniendo ingresos. Ya no quería estar más lejos de los suyos.
Un mes antes de la fecha prevista para el nacimiento, su mamá lo visitó desde La Toscana. Pensaba quedarse allí unos días. Cuando Omar le dijo qué día pensaba regresar a Maturín para estar en el nacimiento de su hija, acordaron irse juntos.
El 27 de enero de 2021, emprendieron el viaje. Omar estaba nervioso porque el día siguiente le harían la cesárea a su esposa. Quería llegar a tiempo para recibir a su hija. Salieron de Guarenas a las 4:30 de la madrugada y tomaron la vía hacia Oriente. Su madre, sentada en el puesto del copiloto, se persignó y se encomendó a la Virgen.
“La Burra” iba cargada con ropa, pañales, medicamentos, teteros, una caja de herramientas, un colchón y una reserva de gasolina (porque por esas vías es complicado llenar un tanque de combustible). La carretera estaba apenas iluminada. Pasaron tres alcabalas en el estado Miranda: en el distribuidor El Quemaito, en Caucagua y en El Clavo.
Luego encontraron una cuarta.
—Vieja, tranquila. Esa es otra alcabala… —dijo Omar tratando de calmar a su madre, quien estaba un poco inquieta por la oscuridad de la vía y la poca visibilidad que tenían del punto de control.
Aunque en realidad Omar tenía un mal presentimiento. Por un instante pensó en regresar y esperar en la alcabala que acababan de dejar atrás, pero ignoró su instinto y continuó conduciendo. Al acercarse, encendió las luces altas de la camioneta, y alcanzó a ver a dos hombres con uniforme verde militar. Uno de ellos llevaba franela blanca y chaleco antibalas negro.
Cuando se terminaron de acercar, los hombres los apuntaron con pistolas a sus cabezas. Omar y su madre cayeron en cuenta de que no estaban en una alcabala y que los sujetos no eran policías.
—Apaga el carro y bájate —dijo el que apuntaba a Omar.
Sintió un cachazo en la parte posterior de la cabeza. No le dolió, quizá por la adrenalina. Se bajó tratando de mantener la calma. Sabía que no podía tener una reacción brusca. Por lo poco que alcanzó a ver, ninguno de los dos superaba los 30 años de edad. Omar sentía un nudo en el estómago. Fue cuando le dijeron que se arrodillara y le preguntaron dónde tenía los dólares. Y después arrancaron el carro con su madre a bordo.
Llevado por la desesperación, se le ocurrió negociar con ellos:
—Quédense con la camioneta. Yo les pago un rescate por ella. Eso sí, libérennos a mí y a mi mamá para darles el dinero.
—Si estás ofreciendo rescate es porque sí tienes plata…
—No, mano, no tengo, pero tengo familia y amigos, y sé que puedo conseguir el dinero.
El hombre se comunicó por radio con el otro que se había llevado a la señora, y le dijo que iban para allá.
En seguida puso a correr a Omar, apuntándole con el arma para que apurara el paso. La carretera estaba desierta y a oscuras. Mientras corría, Omar pudo darse cuenta de que estaban en la Troncal 9, en la entrada de Cumbo, uno de los tantos pueblos de Barlovento. Gotas de sudor recorrían su rostro. Le costaba mantener el paso. El hombre no dejaba de empujarlo y apuntarlo con la pistola.
Finalmente, llegaron a donde estaba su mamá custodiaba por el otro sujeto. Omar respiró de alivio al ver que estaba viva. Los dos hombres tenían prisa, quizá porque la luz del sol comenzaba a iluminar la vía.
—Tenemos tu teléfono. Te vamos a llamar para negociar por la camioneta. Cuento tres y no los veo —y finalizó la frase haciendo un disparo al aire.
Omar y su madre empezaron a correr. Para la mujer aquello fue un esfuerzo tremendo, no solo por sus 57 años, sino también por su contextura maciza. Corrieron por un buen trecho, hasta que sintieron que el peligro había quedado atrás. En los bolsillos Omar tenía su cédula de identidad y la tarjeta de débito. Solo eso. Caminaron al menos una hora, hasta que llegaron a un puesto de la Guardia Nacional Bolivariana. Ahí formularon la denuncia por el robo. Los guardias les dijeron que debían hacerlo también en el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas de Río Chico.
Esperaron dos horas hasta que el chofer de un camión les hizo el favor de llevarlos. En la delegación los atendieron y les prestaron un teléfono para que llamaran a su familia. Al rato, el padre de Omar fue a buscarlos en su carro y los llevó de vuelta a Guarenas, a su propia casa, donde antes se había hospedado Omar.
Y fue entonces que sintieron que estaban a salvo.
Omar no dejaba de pensar en su hija que estaba por nacer. No quería perderse ese momento. Sin carro, la opción que tenían era tomar un autobús. Pero tendrían que esperar hasta el día siguiente para hacerlo, porque ninguno salía ya ese día. Esa noche no pudieron dormir bien: en sus cabezas se repetían los momentos de angustia que habían vivido.
A las 6:00 de la mañana del día siguiente, Omar y su madre fueron al Terminal de Oriente y compraron los pasajes para viajar. Cuando abordaron el bus, el chofer pidió a los pasajeros una colaboración para el mantenimiento de las unidades, un monto adicional al precio del boleto. No es obligatorio, pero es un mecanismo al que recurren algunos choferes para poder seguir prestando el servicio. Omar le respondió que ellos no tenían más dinero porque los habían atracado y secuestrado; y aprovechó de pedirle el favor de que los dejara, no en el terminal, sino en la clínica donde nacería su hija.
Luego de escucharlo con atención, el chofer se dirigió a los otros pasajeros para contarles el relato. Les pidió que tuvieran cuidado con los celulares y otros objetos de valor. Al escuchar la historia, una señora le ofreció su teléfono a Omar para que se comunicara con su familia y saber cómo iba la cesárea.
Por fin, el bus arrancó.
Y cuando tenían cuatro horas rodando en carretera, llegó un mensaje para él:
“¡Ya nació la niña, está sana!”.
La dueña del teléfono gritó la noticia. En seguida, todos los pasajeros aplaudieron y felicitaron a Omar.
Omar y su mamá llegaron a Maturín y el conductor los dejó frente a la clínica. Allí estaban muchos de sus familiares, quienes los recibieron con abrazos. Omar preguntó por el estado de la esposa, a quien debieron hacerle transfusiones porque había sufrido una hemorragia. Sintió que el corazón se le salía del pecho cuando vio a su hija mayor. Se abrazaron con fuerza.
—Papi, ¿se llevaron “La Burra”?
—Sí, mi amor, se llevaron todo.
—Bueno, pero tú estás aquí y eso es lo único que importa —dijo ella, y él la volvió a abrazar.
Finalmente, conoció a la bebé. Ya en la habitación de la clínica, puso su dedo entre la pequeña mano de la niña y le dio un beso en la frente. Estaba conmovido, agradecido de estar aún con vida, aunque había llegado hasta ahí con las manos vacías.
Acariciaba la cabeza de la bebé mientras recordaba las palabras de su hija mayor.
Él estaba allí, vivo, y eso era lo que importaba.
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Sarahi Gómez
Soy licenciada en comunicación social, mención impreso. Actualmente, me especializo en temas de violencia, violencia de género y derechos humanos en Venezuela.