Sin perder el entusiasmo
Eunice es una periodista venezolana que decidió mudarse a Santiago de Chile con sus dos hijos pequeños. Ha vivido experiencias que jamás imaginó, como la de haber sido violentada por su esposo. Su testimonio, fresco y esperanzador, es una muestra de cómo el espíritu puede fortalecerse después de situaciones adversas. Es la voz de una madre, soltera y migrante, en otra entrega de eso que en La vida de nos denominamos la autorrealización a través de la escritura.
Fotografías: Álbum familiar
“El éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”, dijo el Nobel de Literatura y multifacético Winston Churchill. Y no le quito razón.
De niña soñaba con ser médico y tener una familia feliz. Nada que Disney no nos vendiera con sus cuentos. En mi inocencia no contemplaba la maldad del mundo, la fragilidad de los sueños, ni la fuerza que se debe tener para levantarse luego de caer.
Crecí en una familia convencional venezolana en la que, como tantas, mis padres hicieron muchos sacrificios para salir adelante y poder brindarles la mejor educación a sus hijos, pues para ellos no hay herencia más útil. En el camino descubrí que lo mío era escribir y, aunado a mi amor por la verdad y la justicia, decidí estudiar periodismo.
—Si estudias eso te morirás de hambre. Estudia ingeniería, yo sé lo que te digo —me dijo mi hermano.
Recuerdo ese momento como si fuese ayer. Y ya han pasado 9 años.
Pero soy porfiada, me dejé llevar por mi pasión por la escritura y estudié comunicación social, mención periodismo, en la Universidad Católica Andrés Bello. Me gradué y ejercí mi profesión. Sudé, lloré, reí, aprendí, crecí y me enamoré dentro de una sala de redacción. Como toda apasionada, y siguiendo el guion de los cuentos de hadas, me casé con 23 años, hasta que la realidad me golpeó tan fuerte que rompió no solo mis sueños sino a mí completa.
Cierro los ojos y me puedo ver ahí, en aquel pequeño espacio entre nuestra cama y la pared, con mi cuerpo encogido en posición fetal esquivando sus golpes, suplicando que se detuviera, rogándole a Dios que me diera fuerzas para resistir. No eran la primera pelea ni los primeros golpes, pero fue el único día que sentí cómo me faltaba el aire. Me ahogaba el miedo… creí que iba a morir.
Fueron cuatro años en los que pude ver cómo el demonio se disfraza de amor, años en los que estuve a tres pasos de convertirme en el monstruo a quien tanto le temía y, peor aún, años en los que casi me perdí.
–¡Levántate, pues! ¿Tú no te la tiras de machito? ¡Párate y pelea!
–¡Ya, por favor! Ya no más, no puedo respirar.
–¡Párate y pelea!
No he olvidado ninguna palabra, escena, o promesa de quien fuera mi esposo. Ahora sé que yo era parte de una estadística, de esas 4 de cada 10 mujeres venezolanas que son maltratadas y, por las cuales, la Organización de las Naciones Unidas reveló que mi país superó, en 2016, la cifra promedio mundial de mujeres víctimas de violencia de género.
Cuando decidí separarme ya estaba esperando a mi primer hijo. Aún abrigaba la esperanza de que todo cambiaría, pero no pasó. Luego del nacimiento de mi segunda hija —sí, en un acto de fe y absoluta ausencia de cordura, volví a creer que todo cambiaría— decidí emigrar a Santiago de Chile con mis dos niños.
—Tú no tienes necesidad de esto, aquí no estás mal ni pasando trabajo. Hija, piénsalo.
—¡Claro que estoy mal! ¿Qué futuro le ofrezco a mis hijos aquí, si sabes que estoy sola, mamá?
Mi madre sentía miedo, y era comprensible. Éramos mis dos bebés y yo, con un título de periodista, en Santiago. Pero como otros venezolanos, me armé de valor e hice todos los trámites legales para viajar con mis hijos. Y el 30 de diciembre de 2016 comenzaría a escribir otra historia: la de madre soltera migrante.
Una de las razones por las que decidí venirme a Santiago fue porque mi hermana llevaba cuatro meses aquí y sería mi apoyo inicial. Pero a los 20 días de mi llegada, ella me confió que había decidido regresarse a Venezuela.
No supe qué decir, o pensar.
—Haz lo que te haga feliz, herma, mientras tú estés bien, tus hijas estarán bien.
—¿Y tú?
Para mí nunca ha sido una opción devolverme a Venezuela, aunque la extrañe con locura, puesto que mi prioridad son mis hijos. Brindarles bienestar y garantías sociales que, lamentablemente, en nuestro país no son posibles.
En esta oleada de migración forzosa que experimentamos los venezolanos, son muchas las cosas que no se consideran antes de dar este paso tan importante. En mi caso no analicé que estaba mudándome a un país machista. Son cientos los episodios de violencia de género. En un estudio de la gente de trabajando.com, 80% de los hombres encuestados se reconocieron machistas, mientras que 96% de las mujeres aseguraron haber sufrido alguna discriminación de género.
La primera vez que me sentí discriminada por ser mujer fue cuando un hombre me preguntó por mi “patrono”. Como en Venezuela se usa ese término cuando se habla del jefe o empleador, contesté que no trabajaba.
—No, no… su marido, po ¿dónde está? —me aclararon.
—No, yo no tengo marido, soy madre soltera.
De un momento a otro estaba hablando sola, pues el hombre se mal encaró y se fue. No me quedó de otra que reírme. Una de las cosas que he aprendido es a mantener siempre la buena actitud.
Sobre todo, aprender a respirar.
Fueron muchas las veces que no pude subirme al bus 385 porque el conductor no quería montarme con el coche del niño en hora punta. El transporte público de Santiago no está diseñado para madres solteras. Todas las mañanas, a la misma hora, estaba con mis dos hijos en la parada esperando el bus. Algunos días se detenía, otros me tocaba tomar el 206 y hacer trasbordo en la Alameda para tomar el 516, que me dejaba a cuatro cuadras de la casa donde me dedicaba a cuidar a los hijos de otra venezolana.
La rutina me llevó a conocer a la señora Angélica, una chilena medio comunista pero con un corazón bueno. Ella comenzó a ayudarme a subir en el bus pues siempre resultaba un tanto complicado.
Un día, mi hija menor estaba inquieta y esta señora la tomó en brazos para subirla cargada, mientras yo me montaba con Maximiliano en el coche. Esa mañana la 385 estaba a reventar de gente, por lo que me tocó subirme por la puerta de atrás mientras la señora Angélica subió por la puerta principal. Pero el chofer no me esperó y arrancó.
—¡Mi hija!, ¡Mi hija! Paren ese microooo… —grité con todas mis fuerzas.
La gente me veía como si estuviese loca. Comencé a correr detrás de aquel microbús hasta que se detuvo. Arriba la señora Angélica y otros pasajeros discutían con el conductor, puesto que él sabía que había pedido que abriera la puerta trasera para poder subir con el coche. Desde ese día nunca más se detuvo para dejarme subir. Todos los demás que esperaban a diario la 385 pagaron junto a mí las consecuencias de la discriminación.
El hecho de que mi hermana regresara a Venezuela me puso en aprietos, pues debía buscar con urgencia un lugar para vivir. Los alquileres en Santiago son cada día más costosos, en parte por la demanda de los inmigrantes. No sé por qué la gente cree que venimos cargados de dinero. Fue difícil conseguir un lugar que no fuese tan caro y que estuviese en el centro, donde era más fácil para mí moverme con mis dos hijos sin necesidad de tomar mucho el transporte público que, también debo decir, es bastante costoso.
En Facebook existe un grupo llamado Buenos Datos Venezolanos. Ahí ofrecen de todo, desde budares y coladores de café, hasta arriendos. A veces consigues gente contando sus experiencias, buenas o malas, según sea el caso. Una tarde, luego de tanto caminar el centro de la ciudad tratando de conseguir un lugar que alquilara directamente su dueño —para evitar el 50% de comisión que cobran los corredores—, encontré una publicación de un venezolano llamado William que ofrecía un habitación con disponibilidad inmediata por 180 mil pesos y que quedaba relativamente cerca de la Alameda, una de las principales avenidas de Santiago.
Mi cuñado decidió acompañarme, y gracias a Dios que lo hizo, porque creo que ni en Venezuela había caminado por una calle tan aterradora. Llegamos al paseo Doctor Brunner, una calle donde abundan los talleres mecánicos y tiendas de repuestos, y en la esquina con la avenida 10 de Julio estaba un edificio antiguo, de cuatro pisos, que por fuera no aparentaba lo que era por dentro.
En ese momento de necesidad y desesperación no me importaba nada. Sabía que pronto todo mejoraría.
Pasados algunos días, William me confesó que muchas personas lo habían llamado, pero que algo le dijo que me dejara la habitación a mí. El dueño le había encargado buscar a quien alquilársela, y el confió en mí. A los 15 días, luego de haberme mudado, fue el arrendador a conocerme.
Fue el inicio del fin.
Francisco es un chileno, de ascendencia española, divorciado, que heredó el cuarto piso del edificio 687 del paseo Brunner y decidió arrendar sus cuatro habitaciones. Al conocerme, vio en mí —una mujer sola— una posibilidad de no sé qué y, de una forma bastante barata, comenzó a cortejarme. Ante mi fuerte negativa y distancia respondió como lo hacen quienes presumen de su poder.
Pasé dos meses sin agua caliente y con una fuga de agua en el baño. Comenzó a hablar mal de mí con los demás, incluso con el plomero que finalmente vino a poner el calentador de agua. El hombre me pareció predispuesto conmigo, y luego de conocerme me dijo: “¿Pero usted es Eunice?, es que Francisco me dijo otra cosa”.
Ni las dos horas que debía caminar para llegar al trabajo, las restricciones, el cansancio, el quedarme sola con mis dos hijos en otro país… nada me había hecho sentir deseos de regresarme, hasta que me topé con el machismo y los maltratos de Francisco.
Pensaba que una de las razones por las que había salido de mi país era el querer alejarme de la experiencia de haber sido violentada. No me gusta hablar desde la victimización, puesto que me convencí de que, aunque nada justifica que te maltraten física, psicológica o emocionalmente, no existe cosa que te exima de la responsabilidad de quedarte callada. Sí, es cierto, hay miedo, cobardía y fe en un cambio que probablemente no veas, y estos factores son cómplices del silencio, pero siempre tenemos esa cuota de culpa: la de callar.
Pero hasta ahí. Que nadie te convenza de que te lo merecías.
Salí de mi casa en ese intento de dejar mi pasado atrás, en busca de las garantías sociales que mi país no me ofrecía, incluyendo esa necesidad de justicia que se me negó cuando me señalaron preguntándome: “¿Pero qué le hiciste para que te pegara?” o “¿Por qué le rompiste la nariz?”. El hecho de toparme acá de frente con ese hombre de apariencia encantadora y educada, pero que pisotea a las mujeres, me tocó las heridas, esas que quedan sensibles al tacto a pesar de los años. No estaba aquí para dejarme maltratar por ningún hombre. Era algo que me juré a mí misma que nunca más pasaría, así que me armé de valor y lo enfrenté.
—Que sea mujer y que esté sola, no me hace débil, Francisco. Responsabilízate por los daños del apartamento o te denuncio ante Carabineros —le dije enfáticamente, arropándome bajo la protección de la policía chilena.
Además de eso, ese 5 de mayo, le exigí una reducción del costo del arriendo puesto que no estaba dispuesta a cancelarlo completo. Y desde ese momento inicié la búsqueda de un nuevo espacio donde mis hijos y yo estuviésemos cómodos y menos expuestos.
En estos ocho meses he vivido experiencias que jamás imaginé. Pero todas me han fortalecido y enriquecido el espíritu. Guardé mi título de periodista para hacer de todo —cuidar niños, vender comida, limpiar casas— mientras llegaba la oportunidad de ejercer mi profesión. He conocido gente buena y gente mala, pero de todos los fracasos aprendo. Sigo aquí, sumando experiencias, sacando sonrisas y aprendiendo a ver el vaso medio lleno, como buena venezolana.
Es por ello que me decidí a contar mi historia, la vida de esta Mamá sin dramas, como se llama el blog que comencé a escribir desde lo que soy: una madre de dos hijos, divorciada y migrante. Nada de esto es mal de morirse para alguien que pudo, finalmente, ponerse a salvo de un esposo maltratador.
Espero sobrevivir para contarlo.
A lo Churchill, nada me hace perder el entusiasmo.
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Eunice Medrano Gamero
Soy periodista, amante de las letras, el arte y las risas. Trabajé para El Correo del Caroní y el Diario de Guayana. Soy editora en El Migrante Chile y creadora del blog Mamá sin dramas. Tengo 26 años y soy mamá 24/7, mi mejor puesto hasta el momento.
Excelente.