¿Me acompañás al segundo piso a ver unas sillas?
Desde antes de migrar a Buenos Aires, Argentina, Jaime Merrick, abogado con estudios de postgrado, comenzó a buscar trabajo en esa ciudad. Pero como no conseguía ninguna opción, y necesitaba dinero para mantenerse, aceptó un puesto como personal de limpieza en una tienda de muebles. Frustrado y cansado de esas largas jornadas, llegó a pensar que nunca volvería a ejercer su profesión.
Fotografías: Álbum Familiar
Estábamos reunidos en familia en la casa de mi prima y su esposo cuando dije que me iba para Buenos Aires. Todos se alegraron y comenzaron a contar historias de amigos que habían corrido con la suerte de conseguir trabajo en otros países en sus áreas profesionales. Mientras escuchaba sus relatos, imaginaba a esos personajes caminando por las calles de Lima, Bogotá o Santiago de Chile, felices porque habían recibido esa llamada tan ansiada de un reclutador que les decía que comenzaban el lunes próximo en el consultorio médico, en la empresa de tecnología o la escuelita primaria.
Soy abogado. Me resultaban excepcionales esas historias, quizá porque la mayoría de mis colegas no tenían la suerte de reinsertarse laboralmente al irse del país.
A los meses salí de Caracas y me convertí en un abogado migrante.
En abril de 2018 me instalé en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Me recibieron Juan y Milagros, unos amigos de la infancia. Tenía 3oo dólares en el bolsillo que, administrados con austeridad, apenas significaban un mes de manutención. Necesitaba un trabajo, de lo que fuese, así que comencé a empapelar toda la ciudad con mi resumen curricular.
Hacia finales de mayo de 2018, uno de esos días maratónicos de entrega de hoja de vida, vi que en la entrada de una tienda de muebles había un papel pegado que decía: “Se busca empleado de limpieza”. Entré, me acerqué al encargado, y, con una sonrisa en la cara, pronuncié el discurso de siempre: “Hola, buenas tardes, ¿qué tal? Mi nombre es Jaime Merrick, vi que estaban buscando personal y, bueno, quisiera entregarle mi hoja de vida”.
Ya comenzaba a sentir angustia porque lo único que me quedaba en el bolsillo eran unos 150 dólares.
A los pocos días ya estaba trapeando los tres pisos del local: el depósito, que estaba en el sótano, y dos pisos más. Limpiaba las sillas y los muebles, la fachada de la tienda y los ventanales. También debía ayudar a descargar los productos que llegaban todos los días al local. A veces el camión venía con más de 100 sillas de diferentes modelos, mesas de vidrio de 100 kilos y sofás cama. Aunque había caleteros que se encargaban de eso, igual tenía que colaborar y luego ordenar los muebles en el local.
Eran 10 horas diarias, de lunes a sábado.
A los tres meses ya estaba acostumbrado.
Al principio pensé que en ese trabajo duraría poco, no más de tres meses, a lo sumo. Estaba convencido de que alguna empresa me llamaría, volvería a la abogacía y este trabajo quedaría como una anécdota de la migración. Acaso como un paréntesis necesario.
Y no era un convencimiento arrogante. Es que yo nunca dejé de hacer lo que decía el “librito” de búsquedas de trabajo, y juraba que iba a funcionar. Actualicé mi perfil en LinkedIn, me registré en varios portales de trabajo, enviaba cartas de presentación a personas afines con mis intereses. Escribí a los amigos. A los amigos de los amigos. A los amigos de los amigos de los amigos…
Mi búsqueda de trabajo había comenzado antes de salir de Venezuela. Durante febrero y marzo de 2018, me dediqué a enviar correos, a diseñar el currículo para los cargos a los que quería aplicar, a ver tutoriales sobre cómo hacer una carta de presentación.
Pero nada, las puertas para mí seguían cerradas con doble seguro: cumplidos los tres meses, ser operario de limpieza en una tienda de muebles ya no era una anécdota. Allí seguía. Y quién sabe por cuánto tiempo más. Comencé a dudar de mí y de mi futuro.
Era duro. Porque se suponía que al ser profesional las cosas serían más fáciles, ¿no? Desde que tengo uso de razón mis padres me decían que “la educación abre puertas”, frase que asumí como santa palabra. ¿Y cómo no dar eso por sentado si fue la educación lo que les permitió a mis viejos echar pa’ lante? Por eso fue que el señor Jaime y la señora Nilse me enviaron a Caracas, a estudiar en la Universidad Católica Andrés Bello, que tenía la mejor Facultad de Derecho del país, porque pensaban que allí podía hacer grandes conexiones profesionales.
Y durante un tiempo fue así. Porque ya siendo abogado, aun cuando tuve momentos de desempleo y la pasé mal, siempre pude resolver, gracias a algún amigo que me ponía en contacto con alguien que requería un trabajo.
Aunque estaba dispuesto a hacer lo que fuera, en el fondo sentía que ser abogado, con estudios de especialización y maestría, sería suficiente para conseguir trabajo en Argentina.
Tan iluso yo.
En ese entonces vivía en una pensión en el barrio Almagro, en una casa de dos plantas deteriorada por el paso del tiempo. Siempre había problemas con las aguas negras o con el agua caliente o con la canilla tapada del fregadero. Éramos unas 15 personas compartiendo la misma nevera, la misma cocina, el mismo baño.
Recuerdo que un día me sentí hundido en un hueco. Saludé a los muchachos de la pensión con desgano y me fui al cuarto, que era la única habitación individual que había. Revisé el correo electrónico en mi laptop, y al comprobar que nadie me había contactado desde que llegué, la cerré con violencia.
¿Y ahora qué coño voy a hacer?
¿Hasta cuándo voy a estar en esto?
¿Qué estoy haciendo mal?
Estas preguntas bombardeaban mi cabeza durante el día y, sobre todo, en la noche. Tenía la espalda y los hombros adoloridos, y las ojeras cada vez más grandes.
A los cuatro meses de estar trabajando en la tienda de muebles, mi jefe se acercó para decirme que a partir de ese momento no solo sería personal de limpieza, sino también vendedor. Ahora debíamos limpiar el local durante las primeras tres o cuatro horas del día, cuando no solía haber muchos clientes. Los lunes, el salón principal y los ventanales; martes, el depósito; miércoles, todas sillas y mesas; y así iba.
Después del almuerzo, me cambiaba, me ponía una camisa manga larga y me convertía en vendedor.
Era más trabajo, pero ahora interactuaba con los clientes.
Muchos eran profesionales. Al darse cuenta de que era venezolano, me expresaban su interés por lo que sucedía en mi país y me preguntaban sobre mí. Responderles suponía un riesgo de ser despedido, porque a mi jefe no le gustaba que yo hablara con los clientes sobre Venezuela y mucho menos sobre mí.
—No tenés que contar tu historia para facturar una silla. Limitate a vender —solía decirme.
Pero yo igual hablaba con ellos. Casi siempre lo hacía cuando facturaba una venta. Hablaba con gerentes de empresas, profesores… y con ese cliente que un día de mediados de noviembre de 2018 entró al local, a eso de las 11:00 de la mañana. De traje y corbata, miraba a todos lados, como si estuviera apresurado.
—Buen día, señor, ¿le ayudo en algo? —le pregunté.
—¿Qué tal? Sí, mirá, busco una promo de cuatro sillas que vi ayer en la página web. Sillas eames.
—Sí, claro, ¿quiere saber cuáles son?
—Por favor.
Le mostré las sillas de exhibición. Se sentó, tocó las patas de madera. Me preguntó si teníamos en el local.
—Hoy no, pero mañana sí tendremos. Si quiere puede comprar ahora y mañana las retira —le respondí.
Fuimos a mi escritorio para facturar la venta. Le pregunté cómo iba a pagar.
—Crédito, a nombre de Nicolini Abogados —contestó entre dientes mientras buscaba en su cartera la tarjeta—. Acá está, tomá.
—Perfecto, muchas gracias.
La conversación se interrumpió mientras yo verificaba la disponibilidad de fondos en su tarjeta de crédito.
La tarjeta pasó.
—Señor, disculpe la imprudencia, usted es abogado, ¿verdad? —me atreví a preguntarle.
—Sí, ¿por…? —me miró con extrañeza.
—Es que somos colegas, yo soy especialista en derecho administrativo y también hice estudios de maestría en planificación urbana.
—¡Mirá, vos! ¿Qué hacés acá? —preguntó sorprendido.
—Soy venezolano, llegué hace cinco meses; ya sabe, por lo de la crisis. Pero la idea es retomar los estudios, y ver cómo me reinserto laboralmente acá.
—…Sí, obvio, comprendo. Ese Maduro de mierda, ché —me interrumpió.
—Terrible. Bueno, acá está la factura y su tarjeta de crédito. Mañana puede venir a retirar las sillas.
—Muchas gracias, ¿eh? ¿Cómo te llamás?
—Jaime, un placer conocerle.
—Muy bien, Jaime, nos vemos mañana.
Nos despedimos con un apretón de manos.
Al día siguiente, a eso de las 11:00 de la mañana, el hombre volvió para retirar sus sillas.
—Ché, Jaime, ¿me acompañás al segundo piso para ver unas sillas que me interesaron? —me preguntó al frente de mi jefe.
—Sí, claro —le respondí extrañado, porque el día anterior no había subido al segundo piso.
Subimos. Fingió estar mirando unas sillas. Y me dijo:
—Tomá mi tarjeta. Hablemos por correo.
¿Qué había pasado? ¿Era una broma? Ese mismo día, emocionado e incrédulo, le escribí.
No, no era una broma.
Poco después me entrevistaron para un puesto en el Estudio Nicolini.
Y, como en el final de una película, fui seleccionado.
A veces pienso en esta historia y me resulta difícil de creer, pero, ya se sabe, muchas veces la realidad supera la ficción.
Ha pasado el tiempo y aquí sigo: ahora resido en una posada de la que soy encargado, en Boedo, un barrio tranquilo del centro sur de la ciudad, y sigo trabajando en el Estudio Nicolini, en el área de defensa al consumidor. Familiarizarme con la legislación argentina no fue tan complicado, la verdad, porque en Venezuela ya había trabajado en esa área. En mis tiempos de Dr. Merrick en Caracas, fui muchas veces al Indepabis, en Sabana Grande, que era el organismo encargado de la protección al consumidor.
Mi jornada de trabajo comienza a las 10:00 de la mañana, y a eso de las 10:30, después de saludar a mis jefes, ya estoy con mi taza de café en el escritorio respondiendo correos. Estoy solo en una oficina amplia en la que podrían estar dos o tres personas más. Tiene piso de parquet, una biblioteca de 2 metros y queda espacio para que guarde mi bici sin que estorbe. Con tal de que haga mi trabajo, y esté disponible para cuando ellos me necesiten, puedo atender pendientes de mi segundo empleo, y asistir a mis clases de maestría.
A veces pienso que tuve suerte. Quién sabe. Lo cierto es que donde solo había puertas cerradas, encontré una ventana abierta, y por ahí pude meterme.
Esta historia fue desarrollada durante el taller “La emoción es la clave”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos.
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Jaime Merrick
Venezolano en Buenos Aires. Aprendiz en el arte de contar historias. Tengo a Ryszard Kapuściński y Hebe Uhart como autores de cabecera.