Luis comienza a sentir Caracas como suya
Se despidió de sus amigos de Güiria llorando, con el pálpito de que no regresaría al pueblo en el que creció y aprendió a tocar el violín. A los pocos días, empezaron a dializarlo en el José Manuel de los Ríos, en Caracas, el único hospital de Venezuela que hace diálisis a niños y adolescentes. Desde 2019, Luis Méndez, de 16 años, necesita un trasplante de riñón, que no le han practicado porque en el país está paralizado el Sistema de Procura de Órganos y Tejidos desde 2017.
Fotografías: José Daniel Ramos
No le gustaba que lo vieran llorar. Pero aquella noche de febrero de 2019, Luis Méndez, entonces de 14 años, sentado en una banca de la plaza Bolívar de Güiria, estaba en medio de una crisis de llanto. Sus amigos, Eyykel, Yasmín, Brian y Glorelis, quienes estaban con él, le preguntaron qué le sucedía.
Él, en lugar de responderles, comenzó a llorar más fuerte. No pudo hablar sino hasta después de un rato, cuando les contó. Les dijo que los médicos le habían comentado que su enfermedad renal había empeorado, que por eso debía ir al Hospital José Manuel de los Ríos con más frecuencia, y que entonces tenía que quedarse en Caracas. Quién sabe por cuánto tiempo. Quién sabe cuándo podría volver a su peublo, en el oriente de Venezuela.
Les dijo que sospechaba que esta vez lo mandarían a dializar. Los médicos le habían explicado que, como sus riñones ya no podían depurar la sangre por sí mismos, conectarían una máquina a su cuerpo para que lo hiciera.
Sus amigos le dijeron que todo estaría bien, que los milagros existen, que mantuviera una actitud positiva, que no estuviera triste, que su salud iba a mejorar. Y le recordaron todas las veces anteriores que, al irse de viaje, se le pasó por la mente que no regresaría, y se había equivocado.
—Te quiero mucho, hermano. Tú vas a volver. Estoy seguro —le dijo Brian.
Luis, sin dejar de llorar, les agradeció sus palabras, y les pidió, como de costumbre, que lo acompañaran hasta su casa, a pocos metros de la plaza.
Luis nació el 10 de noviembre de 2004, en Güiria, estado Sucre. De pequeño, escuchaba decir a sus padres que había sido un bebé grande. “Un toro” que pesó 3 kilos y medio. Cuando tenía 18 meses de edad, Yasmil, su mamá, notó que su orina dejaba una mancha rojiza, casi marrón, en los pañales. Parecía sangre. Entonces lo llevó al hospital, donde pasó nueve días internado: le diagnosticaron pérdida de calcio. Los médicos le dijeron a su mamá que debía llevarlo al servicio de nefrología porque el bebé tenía problemas renales.
Problemas renales.
La historia familiar de Yasmil estaba fatídicamente marcada por problemas renales debido a que varios de sus parientes habían padecido el síndrome de Alport, un trastorno hereditario que causa daño en los diminutos vasos sanguíneos de los riñones, y además produce pérdida de la audición y problemas oculares.
Primero fue la abuela quien murió.
Cuando Yasmil tenía 9 años, su mamá se desvaneció, comenzó a botar espuma por la boca, con la mirada perdida. De Güiria la llevaron a Puerto La Cruz, en el vecino estado Anzoátegui. Al poco tiempo comenzaron a dializarla, hasta que un día falleció.
Otros cuatro familiares murieron de la misma enfermedad.
Nadie quería que Luis fuera el sexto.
Entonces comenzaron los viajes, larguísimos y agotadores, a Puerto La Cruz, Carúpano y la Isla de Margarita. La niñez de Luis transcurrió de hospital en hospital. De viaje en viaje. Idas y vueltas, idas y vueltas. Una vez, en 2007, un médico en Puerto La Cruz le recomendó a Yasmil que lo llevara al Hospital José Manuel de los Ríos, en Caracas, a más de 18 horas en autobús desde Güiria. Fue allí donde terminaron de confirmar el diagnóstico: Luis padecía el síndrome de Alport.
Al J.M. de los Ríos iban cada seis meses. O cada tres. O cada dos. Dependía de qué tan grave lo vieran los médicos. A Luis le gustaba mucho Caracas —los edificios, la gente, el ajetreo—, pero no dejaba de extrañar su pueblo, a su familia. Siempre quería volver. Él no lo sabía, pero su mamá vivía con el temor de que cada viaje a Caracas sería el último.
Pero siempre regresaban.
En Güiria, Luis tocaba el violín. Desde que aprendió a tocarlo a los 5 años, se convirtió en su principal afición: para él, la música era una vía de escape a su enfermedad. A los 8, ingresó a una pequeña orquesta del pueblo y se convirtió en concertino, el primer violinista. Sus maestros le decían que era muy talentoso. Tenía 10 años cuando lo animaron a participar en una audición en el que seleccionarían a músicos para ir a un viaje a Europa, donde tendrían conciertos. Al llamado acudieron miles de niños de todos los estados del país. Aunque por su enfermedad había comenzado a perder la audición en el oído derecho, pasó la prueba: logró hacerse con uno de los 202 puestos.
Viajó a Italia en agosto de 2015. Su insuficiencia renal no fue un problema: estaba en el estadio uno, y él solo tenía que tomar algunas pastillas (y los guarapos de hierbas que, según su mamá, también lo ayudaban). Si Caracas le gustaba, Milán le resultó impresionante: el lujo, la pulcritud, la elegancia. Se sintió feliz paseando por esas calles tan distintas a las que antes había visto.
Regresó a Venezuela 14 días después, extrañando mucho a su mamá —nunca había pasado tanto tiempo separado de ella—, pero con la grata sensación de haber disfrutado un viaje diferente a todos los anteriores. Ese día, un 24 de agosto, lloró por la nostalgia de volver a su realidad.
Italia se quedaría, por siempre, en su memoria.
En su vida cotidiana, Luis debía seguir demasiadas indicaciones de su mamá, que en realidad eran las de sus médicos: no comer dulces ni tomar refrescos, no comer enlatados, no comer demasiado pollo ni demasiada carne, no comer alimentos tan condimentados. Y no podía saltar, correr ni caminar trayectos largos, como lo hacían sus amigos, porque se cansaba muy rápido, se mareaba y se le acalambraban los músculos. Era la parestesia, un trastorno de sensibilidad debido a la falta de calcio o de algún otro electrolito que necesitan los músculos.
Quizá por eso, aquella noche de febrero de 2019 estaba tan quieto en esa banca de la plaza Bolívar del pueblo cuando comenzó a llorar, y les dijo a sus amigos que tenía que viajar a Caracas y que tal vez no regresaría.
Al llegar al J.M., un médico del Servicio de Nefrología les dijo lo que él y su madre sospechaban que escucharían:
—El niño debe ingresar en diálisis. Tiene que hacerle los exámenes de laboratorio para ponerle el catéter.
También les dijo que, definitivamente, era candidato a un trasplante de riñón.
Él, convencido de que “llorando no se resuelven los problemas”, se quedó muy serio, pero Yasmil sí comenzó a llorar. Esa noche durmieron en el cuarto que alquilaba su hermana Laura, quien vivía en Caracas mientras estudiaba en la universidad. Un día más tarde, a las 7:00 de la mañana, Luis sintió un dolor muy fuerte en el costado derecho del abdomen. Corrió a decirle a su mamá y, casi de inmediato, se desvaneció. No estaba desmayado, ni había perdido el conocimiento, simplemente se había desplomado, como incapaz de mantenerse en pie. Cuando empezó a reaccionar, lanzaba golpes al aire, y unas gotas de sangre salían de su nariz. Fueron al J.M. de los Ríos, donde le dijeron que acababa de convulsionar. Allí lo hospitalizaron de emergencia en el piso 4.
El 28 de marzo de marzo de 2019 le pusieron el catéter del lado derecho del cuello, y en los días siguientes lo conectaron a la máquina de hemodiálisis. Luis no sintió dolor, solo sueño y mareos. Su doctora le prometió que se sentiría mejor, que recuperaría la energía, que su piel dejaría de ser amarilla, y él encontró en esas palabras la motivación para continuar.
Le dieron de alta el 4 de abril de 2019. Volvió a la habitación que alquilaba su hermana y se sintió mejor. Pero esa mejoría duró poco. El 1ro de mayo regresó al J.M. con fiebre y escalofríos. Su cuerpo temblaba sin control. El catéter se había infectado y debieron cambiárselo. Pasó tres meses hospitalizado. Tres meses pensando en su vida fuera del hospital.
Como se infectó otras tres veces, decidieron optar por lo que parecía la mejor solución: eliminar el catéter y ponerle una fístula arteriovenosa en su brazo izquierdo (que une una arteria con una vena, para que esta se agrande y por ahí pueda salir la sangre para la hemodiálisis).
Cuando le dieron de alta, fue a su nueva casa. Sí, tenía una nueva casa. Ya no volvería al pueblo. Su papá había vendido una bodega que construyó años atrás en Güiria y que era el principal sustento de la familia. El dinero fue suficiente para comprar una pequeña vivienda, cerca de la avenida Sucre en el oeste de Caracas.
Luis ahora tiene 16 años. Está sentado en uno de los tres bancos de madera que hay en la sala de la casa. Es un día de septiembre de 2021. Han pasado casi tres años desde que salió de Güiria, y ya comienza a sentir Caracas como suya. A su lado, su madre recuerda momentos duros de todo este tiempo. Llora y él, muy serio, le limpia las lágrimas.
Se le nota tranquilo. En febrero de 2021, se le infiltró parte de la fístula y desde entonces solo le hacen el procedimiento a través de la mitad que sí funciona. La hemodiálisis le ha hecho bien. No solo porque nunca más sintió mareos ni debió ser hospitalizado, sino también porque parece estar en buena condición física. Para llegar a su casa, hay que subir más de 20 escalones, que él recorre rápido, sin fatigarse. Hasta parece listo para unirse a la partida de béisbol que empezaron cinco niños del callejón. Pero no lo hace. Más bien agarra su violín y comienza a ejecutar el “Canon en Re mayor” de Johann Pachelbel. Entonces los niños que juegan béisbol se sientan en las escaleras a mirarlo y escucharlo.
Luis piensa que la hemodiálisis es una forma de perder su vida lentamente. Que cada vez que lo conectan a la máquina su cuerpo pierde una cantidad de nutrientes que quizá nunca recuperará.
Insiste en que lo que necesita es un trasplante. Y que su cuerpo no rechace el riñón de su padre (quien, como no padece la enfermedad, es el único que puede donarle el órgano). No tiene demasiadas esperanzas, sin embargo, porque algunos médicos le han advertido que, como ambos tienen un tipo de sangre diferente, es probable que el trasplante no sea exitoso.
Pero ni siquiera puede saber si eso funcionará: desde 2017 está paralizado el Sistema de Procura de Órganos y Tejidos, así que Luis no tiene alternativas. Sigue en diálisis. A veces se siente en un callejón sin salida. Ha visto morir a muchos como él: desde 2019, 24 niños y adolescentes han fallecido esperando un trasplante de riñón en el J.M. de los Ríos.
—Es como si con cada uno que muere, se acercara mi turno.
Hace mucho estaba hospitalizado en el J.M., miró por una de las ventanas y, llevado por la desesperación, le dijo a su mamá:
—Menos mal que estamos en el piso 4.
Pero de eso ha pasado mucho tiempo. Nunca más ha vuelto a pensar en esa idea. Él ahora solo quiere vivir.
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Raúl Castillo
Periodista. Suelo escribir de todo menos de fútbol: prefiero ejercer la profesión sin fanatismos. Desde que era un niño me interesaba conocer la vida de las personas, años después descubrí la escritura. Fan de las buenas anécdotas. Vengo de Catia.