Nosotros también éramos vulnerables
Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, en el estado Sucre 67 por ciento de la población vive en pobreza extrema. Héctor Ordaz es un joven de Carúpano, que, a sus 22 años, decidió sumarse como voluntario de Cáritas, porque sintió el deseo de ayudar a quienes más lo necesitaban. Haciéndolo se dio cuenta de que él también era vulnerable.
Ilustraciones: Carlos L. Machado
Estaba al tanto de la situación del país, de lo mal que lo estaba pasando mucha gente. Y porque lo sabía quería hacer algo para ayudar. En septiembre de 2020, a mis 22 años, me incorporé al voluntariado de Cáritas en la Parroquia San Martín de Porres de Carúpano, estado Sucre, donde 67 por ciento de la población estaba en pobreza extrema, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), una investigación desarrollada por las principales universidades del país. Allí vivía con mis padres. San Martín es una de las comunidades con mayor índice de inseguridad del municipio Bermúdez. Comencé en el programa Santa Catalina de Siena, que brinda un plato de comida, asistencia médica y dotación de productos de higiene y limpieza a habitantes del sector. Atendíamos a más de 150 ancianos vulnerables, incluidos los 45 del Gerontológico José Manuel Suniaga, que queda cerca.
Meses después, en febrero de 2021, desde Cáritas Carúpano asignaron un proyecto a la parroquia en la que yo trabajaba: que nos hiciéramos cargo del Comedor Integral Nuestra Señora de Lourdes, que atendería a comunidades que se encuentran en las montañas aledañas, donde hay muchas personas en situación de vulnerabilidad. Recibiría a unas 100 personas, niños y adolescentes con edades entre los 5 y los 17 años. El programa funcionaría los martes, miércoles y jueves en la capilla de Cusma, cerca de San Martín, a unos 6 kilómetros del centro de Carúpano.
Karla, Paolo, Ángel, Johan y yo éramos los miembros del equipo. Llegábamos a las 09:00 de la mañana para preparar las comidas y nos retirábamos después de las 04:00 de la tarde, luego de que todos almorzaban y nosotros arreglábamos las cosas para el día siguiente.
El 2 de junio de 2021 transcurría como un día más de trabajo. Mientras iba de la cocina al comedor con una de las bandejas que estaba sirviendo, creí ver una sombra, como una presencia sobrenatural que no sabría explicar del todo. Sentí miedo, pero no quise darle mayor importancia. Así que continué lo que estaba haciendo.
Cuando íbamos terminando, parecía que iba a llover. Apuramos lo que nos faltaba y nos despedimos de la gente de la comunidad. No queríamos mojarnos con la lluvia y correr el riesgo de enfermarnos.
Pasadas las 4:00 de la tarde, a pesar de la cercanía con la ciudad, el transporte público escaseaba. Comenzamos a bajar la montaña a pie. Había cierta tensión en el grupo porque Johan estaba molesto y, caminando rápido, se nos adelantó. No le prestamos mayor atención, porque ya eran recurrentes esos arranques en él. No le quitaba la mirada de encima porque, como tenía 17 años y era el menor de todos, sentíamos que debíamos estar pendientes de él. Pero apenas nos descuidamos, avanzó con más velocidad y se nos perdió de vista.
Para sobrellevar la caminata, nosotros íbamos cantando, riendo, bromeando.
Hasta que Paolo, de pronto, notó que desde el cerro venían siguiéndonos y me alertó para que acelerara el paso. Me acerqué a Karla y Ángel para decirles. Paolo y yo nos quedamos atrás, quizá como una manera de proteger a nuestros compañeros.
Pasamos una curva y, segundos después, escuchamos una voz muy baja que decía: “¡Devuélvanse, devuélvanse!”.
Volteé y vi a dos hombres encapuchados que venían detrás de nosotros. Caminé muy rápido y, sin detenernos, me acerqué a Karla para tranquilizarla, porque sé que es muy nerviosa.
Uno de los hombres nos alcanzó e hizo que nos devolviésemos. Llevaba un escopetín. Al ver el arma, Karla y Ángel se pusieron muy pálidos. El otro encapuchado llevaba un revólver, apuntó a Paolo y le dijo que se llevara las manos a la nuca, como si fuese un delincuente.
Pronto a Ángel y a Paolo los llevaron a un matorral junto a la carretera. Yo iba muy cerca de Karla y, al darme cuenta de que trataban de llevarnos al mismo lugar, quise resistirme. El hombre nos apuntaba con el arma, amenazante, y nos apuraba. Karla me pidió que me calmara.
Dentro del matorral, nos tiraron en el suelo de tierra, nos pusieron boca abajo. Sin dejar de apuntarnos con las armas, nos pidieron los teléfonos. Paolo y Ángel entregaron los suyos. En el morral que llevaba estaban mi teléfono y el de Karla, pero les dije a los encapuchados que no teníamos. Saqué todo lo que estaba dentro, pero no abrí el bolsillo donde los había guardado. Empezaron a tocarnos para asegurarse de que era cierto lo que les había dicho.
Comenzaron a golpearnos. Dejaron de hacerlo cuando escucharon voces de personas que pasaban por la carretera rumbo al caserío. Los asaltantes nos pidieron que nos calláramos, que no los viéramos a la cara; y después salieron del matorral.
Pero de inmediato los dos hombres regresaron; solo se estaban asegurando de que nadie estuviese cerca.
Sentí pánico. Me volvieron a registrar, y al no encontrar nada me dieron una patada. Me voltearon para sacarme el morral que ocultaba con mi cuerpo, empezaron a revisarlo y encontraron los dos teléfonos.
Uno de ellos me dijo: “¡¿Ves cómo los matan por un teléfono…?!”, y me dio un cachazo con el revólver en la cabeza.
Solo entonces fui consciente de que podía haber perdido la vida por algo tan insignificante. Comencé a pedirle perdón a Dios por todas las cosas malas que había hecho. Luego los delincuentes se fueron. Mientras lo hacían, nos amenazaban con matarnos si levantábamos la cara.
Estuvimos unos dos minutos tirados en el suelo, hasta que ya no los escuchamos. Nos sentamos y estuvimos allí un momento más. Karla estaba ahogada en lágrimas. Todos nos abrazamos y agradecimos a Dios por habernos dado la oportunidad de seguir vivos.
Recogimos nuestras cosas y seguimos nuestro camino. Al llegar a la entrada de Cusma recordamos a Johan. Pensamos que quizá se había encontrado antes con los asaltadores. Por eso le pregunté a los vecinos si había pasado por ahí. Se los describí a ver si alguien lo lograba identificar. Nos preocupamos porque nadie lo había visto. Conociendo su mal carácter, era fácil suponer que se hubiese resistido al robo.
A las 5:20 de la tarde llegamos a casa de Karla, que queda frente a la casa parroquial en San Martín. Su mamá nos abrió y nos preguntó qué había pasado. Ahí estaban una hermana de Karla e Iván, amigo de la casa y quien coordina el programa Santa Catalina de Siena. Les contamos lo del asalto. Nos dijeron que lo mejor era ir con el párroco y contarle lo sucedido.
Así lo hicimos. El sacerdote llamó por teléfono a Jesús Villarroel, quien es el director de Cáritas Carúpano, para informarle.
Nosotros seguíamos preocupados por no saber nada de Johan. Mientras el párroco hablaba con el director de Cáritas, le dije a Iván que debíamos buscarlo. Así que salimos de la casa parroquial y fuimos a la de una de sus amigas, que él solía frecuentar, allí mismo en San Martín. Pero no estaba allí. La mamá de la chica nos indicó que una hermana de ella vivía a unos 500 metros, que tal vez ahí podíamos encontrarlo.
Llegamos al sitio donde nos habían indicado. Afuera estaba una niña jugando. Le pregunté si allí estaba Johan. Ella dijo que sí. Entonces le pedí que lo llamaran.
Sentía mi corazón latir muy fuerte. Cuando vi que Johan apareció por la puerta, no pude contener las lágrimas. Yo estaba muy nervioso, temblaba; sentí un tremendo alivio, porque si algo le hubiese pasado no nos habríamos perdonado. Al vernos, Johan se mostró sorprendido. Le extrañaba que lo estuviésemos buscando.
Le preguntamos por qué se había ido así y dijo que había querido estar solo. Nada más eso.
Nos regresamos a la parroquia y ahí nos estaban esperando algunos feligreses de la iglesia, preocupados por nosotros. Pero los golpes que habíamos recibido no eran graves. Pensábamos que ya podíamos irnos a nuestras casas a descansar, pero no era así. El presbítero Jesús Villarroel le había pedido al párroco de nuestra comunidad que nos llevara hasta el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas de Carúpano para que formuláramos la denuncia.
Declarar nos tomó varias horas. Cuando terminamos eran las 11:00 de la noche. La van de Cáritas nos llevó de vuelta a San Martín. Esa noche decidimos quedarnos juntos para pensar en lo que había pasado. Recordamos una frase que sentimos que tenía que ver con la experiencia: “Bienaventurados aquellos que son perseguidos por mi causa” (Mateo, 5:10).
Comentamos lo paradójico que era todo, porque nosotros estábamos allí como parte de Cáritas Carúpano, una organización que presta servicio y ayuda a personas en estado de vulnerabilidad, estábamos para trabajar y brindar una mano a otros. Y la vida nos acababa de recordar que nosotros también éramos vulnerables.
Y quizá es por eso que ahora, a mis 23 años, valoro más la vida.
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Héctor Ordaz
Tengo 23 años y nací en Carúpano, Venezuela. Soy comunicador social egresado de la Universidad Santa María, núcleo Oriente. Actualmente estoy radicado en Bogotá, Colombia, donde vivo con mis padres y mi hermana. Siempre he pensado que en la vida todo pasa por y para algo.