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La vida sin letras

Sep 04, 2021

En 2007, a Gloria Ramírez R., bióloga molecular e investigadora, le advirtieron que tenía una pequeña probabilidad de padecer degeneración macular asociada con la edad, que podría afectar severamente su visión. Seis años después, la enfermedad llegó y con ella un proceso de redescubrimiento y aceptación. En este relato, a modo de diario, nos cuenta cómo lo ha afrontado.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Este relato empieza en el día tres de la historia. Los dos primeros me permití llorar. Los duelos son necesarios, los rituales de pérdida ayudan a sanar, a continuar sin el ausente.

 

Día 3

Amanecí con la ilusión de ver de nuevo. Es el 27 de junio de 2021. Tapo mi ojo izquierdo y con el derecho sigo viendo una gran mancha negra en forma de corazón. Extrañamente un corazón negro que obstruye el bello paisaje que hace solo tres días podía disfrutar desde el hermoso apartamento de mi hija en Caracas, donde me encuentro.

En verdad esta historia comenzó en 2007, hace 14 años, cuando tras un desprendimiento de retina bilateral que fue corregido con láser, observaron en mi mácula —capa interna de la retina—, unos depósitos llamados drusas. Me advirtieron que su presencia implicaba 10 por ciento de probabilidad de perder la visión en caso de desarrollar la enfermedad denominada degeneración macular asociada con la edad. Pero con el optimismo que me caracteriza, decidí ni siquiera considerarlo. Si el 90 por ciento no la desarrollaba, ¡yo entraría en ese grupo!

Aumenté los antioxidantes en mi dieta, pues leí que podían retrasar el proceso degenerativo. Y me tranquilizó saber que la eventual pérdida de visión nunca sería total, pues solo afectaría mi visión central.

Soy bióloga molecular y trabajaba en la investigación del cáncer. Aunque ya había dejado el laboratorio, mi trabajo de asesora de investigación implicaba numerosas horas de lectura y búsqueda digital de información, que disfrutaba mucho.

Mi vida trascurrió con normalidad seis años más, hasta que, un día en 2013 caminando por la ciudad de Maracaibo, una extraña estructura llamó mi atención: tres letras grandes y coloridas en las cuales se leía MAR; y muy cerca de ellas había otras dos que decían BO. “¿Qué es eso?”, comenté extrañada. ¿Maracaibo? Yo leía MAR   BO.

En ese momento recordé la advertencia.

El oftalmólogo corroboró que había empezado la degeneración macular. Se estaban comenzando a esfumar las imágenes de la visión central. Había entrado en el 10 por ciento. Esa fue la primera piedra que empezó a resquebrajar mi certeza de que tú eres quien decide para tu vida salud o enfermedad.

Una vez leí que “Ante el anuncio de una tempestad, el optimista se lanza sin temor al mar, el pesimista se queda en tierra y el realista ajusta sus velas”. El ajuste de mis velas comenzó con búsquedas en Internet sobre las tecnologías disponibles para las personas con déficit de visión.

Los resultados fueron alentadores; había todo tipo de ayudas. Decidí seguir mi vida normal. Fue muy difícil, sin embargo, evitar obsesionarme con preguntas como: ¿cuándo dejaré de ver?, ¿cuánto tiempo más tendré para leer? Tenía claro cuál era la respuesta a estas preguntas: no sabemos. Carpe diem. Vive el día.

Con la conciencia de correr contra el tiempo, tomé decisiones financieras importantes y resolví ir a ver lo que yo quería del mundo antes de que fuese demasiado tarde. Quería contemplar el abanico de azules turquesas de Cancún, las montañas blancas y el cielo azul de los Alpes suizos, los geranios rojos de las callecitas españolas, las increíbles tonalidades lavanda de la campiña francesa, los coloridos parajes que inmortalizó Monet mi pintor preferido, los hermosos campos austríacos en los que filmaron las películas El Sonido del Silencio y Sissi Emperatriz que incentivaron mi imaginación en los albores de mi adolescencia, los sembradíos de flores amarillas de República Checa, los restos de antiguos templos y circos romanos, un dorado campo de trigo, una extensión de olivares en un lugar cualquiera del viejo continente.

Todo eso y más pude ver y contemplar.

Durante los siguientes ocho años me sometí regularmente a tratamiento con inyecciones intraoculares con Avastin, un factor antiangiogénico usado para evitar la formación de nuevos vasos sanguíneos en la mácula, que es lo que impide la visión. El edema ocasionado por ellos, y de cuyo desplazamiento depende la mayor o menor distorsión de la visión, es monitoreado con tomografías computarizadas oculares para decidir una nueva inyección. Complementa el tratamiento la toma diaria de antioxidantes para prevenir mayor degeneración macular.

Dejé mi trabajo, abandoné las lecturas largas, y me volví más selectiva con las lecturas cortas que seguían amenizando mi vida.

En enero de 2021, a pesar del riguroso tratamiento, mi ojo izquierdo sucumbió a la degeneración macular. Apareció una pequeña mancha blanquecina que, aún hoy, permite solo 25 por ciento de visión central. Es decir, veía solo las tres primeras letras de la palabra HARINA, y adivinaba el resto.

Me apoyé en el zoom de la cámara para, por ejemplo, revisar mi peso tomándole una foto a la balanza, chequear con selfies mi maquillaje, leer un menú o un anuncio en la calle. Así empecé a deambular, celular en mano, como quien lleva un telescopio portátil.

Hasta el 24 de junio de 2021, hace apenas tres días, la visión central del ojo derecho no se había deteriorado. También tenía una mancha blanquecina, pero su ubicación no impedía la incidencia de los rayos de luz en el centro de la mácula. Por tanto, aunque un poco distorsionado, podía leer palabras cotidianas si utilizaba letras muy grandes.

Ese día desperté y emepecé mi lectura matutina. Un par de horas después, al comenzar el bullicio familiar, me levanté del sillón y descubrí que no veía. Al tapar mi ojo izquierdo, la única imagen que vino a mí fue una gran mancha en forma de corazón negro. Bajé la vista a la tableta y… ¡ya no veía por el ojo derecho lo que hacía minutos sí!

—Hubo un sangramiento en el ojo derecho —explicó el retinólogo.

Ocurrió lo que habíamos tratado de evitar con inyecciones intraoculares durante ocho años. El sangramiento acabó con la visión central que, más o menos distorsionada, me permitía seguir leyendo.

Entonces colapsé y lloré. Lloré por mis ojos, lloré por mi visión central perdida, lloré por las delicias de la lectura a mi propio ritmo, con mi propia voz interior.

 

Día 5

No estaba sola, nunca lo estuve. Apoyada como siempre en el incondicional amor de mi esposo, aún lloraba reclinada en su hombro. Miguel tomó mi mano con firmeza, como lo hizo durante cada inyección intraocular, como lo hizo durante mi descenso al Hades, y ahora lo hacía respetando mi dolor, pero incitándome a salir de él.

Decidí entonces empezar a lidiar con el naufragio de mi barquito de papel. Mi hija Evi me prestó sus ojos para aprender y guio mis dedos sobre las teclas del celular. Con su amor, aplomo y paciencia me ayudó a ajustar mis velas, a achicar el agua, me mantuvo a flote. Comenzamos juntas a aprender a manejar la tecnología para visión reducida luchando contra nuestro analfabetismo digital.

Para enfrentar la tormenta se unió mi hermana Mary, quien, desde San Cristóbal, empezó una búsqueda en Internet de manuales e instrucciones, que convirtió en mapas conceptuales de gran ayuda. Tres ciegos tecnológicos intentando aprender el manejo de botones y comandos del celular. Finalmente activamos las ayudas de accesibilidad adecuadas, que requieren de un difícil, y casi artístico, deslizamiento de uno, dos, o tres dedos, para abrir la función que necesitas.

“YouTube acepta búsqueda por voz”, dijo mi hija contenta. “Carpe diem”, respondí. Mi prioridad era aprender a comunicarme con el celular y para ello se necesitaba Asistente de Google y Asistente de Voz.

Activar el Asistente de Google fue sencillo. Usar el Asistente de Voz, por el contrario, ha sido un proceso de aprendizaje muy lento y a veces muy frustrante. Se requiere paciencia, pero sí se puede, y es muy gratificante seguir fluyendo sin letras de la manera más autónoma posible.

 

Día 6

Me desplazo de una forma mucho más cómoda. El cerebro está olvidando cada vez más la imagen negra del ojo derecho. Potencializa la visión central otrora disminuida y la visión periférica del ojo izquierdo, que pasó de ser el ojo de visión reducida al predominante. Debo practicar la visión de reojo.

 

Día 7

Mi meta de estos tres últimos días ha sido aprender a manejar el teléfono con fluidez. “Paciencia, mijita, paciencia”, decía siempre papá.

 

Día 8

Cada día se me hace más cómodo utilizar el asistente de voz del celular. Me permite escuchar mensajes en WhatsApp. Los respondo con notas de audio porque, si bien tiene un asistente de voz a texto, aún no he podido manejarlo con éxito.

Me gusta mi Twitter. En las mañanas me siento a saborear frases de literatura, poesía, filosofía, psicología. Frases o fragmentos que parecieran extraídos para mí, de largos y hermosos relatos de escritores y poetas que ya no puedo leer yo misma, o un mensaje que me impacta de alguien desconocido: “No busques a alguien que solucione tus problemas, busca a alguien que te acompañe mientras tú los resuelves”.

El asistente de voz también me permite “leer” los correos electrónicos, incluso los documentos de Word y PDF anexos. Es fastidioso porque debes escoger el idioma; la mitad de mis correos vienen en inglés y los lee de una forma graciosa.

 

Día 9

La búsqueda de voz de YouTube ha sido difícil porque requiere una excelente pronunciación en inglés, complicada por mi acento gocho. Aun en español, debes seleccionar sin ayuda de voz entre múltiples alternativas. Por fortuna, tengo amigos que me reenvían links que me permiten explorar un mundo auditivo maravilloso de cursos, conferencias y entrevistas, que puedo seguir oyendo y dejan volar mi imaginación.

 

Día 13

El corazón negro en mi ojo derecho disminuye poco a poco y una vaporosa neblina va ocupando su centro. A veces, si miro en contraluz fuerte, como el del ventanal al atardecer, vislumbro objetos distorsionados a través de la neblina.

¡Deshilachar una nube…! Recordé el desafío de J. Oyhanarte con sus sencillos versos al invitar a elegir del cielo una tenue nube y deshilacharla.

Y que de allí desvanezcas su vapor en suspensión,

mientras ves cómo se evapora en tu visualización.

Simplemente te concentras con tu estilo y a tu modo,

¡y ves cómo se deshilacha y desaparece… eso es todo!

Y el espacio blanquecino que ocupaba con su luz,

¡como por arte de magia es de nuevo cielo azul!

 

Día 15

Creo que con la práctica estoy aprendiendo a mirar de reojo, inclino la cabeza del todo hacia atrás y así puedo vislumbrar sombras a grandes rasgos que mi cerebro identifica como objetos conocidos, pero empiezo a sentir dolor muscular, imagino que será el esfuerzo del ojo izquierdo intentando proporcionar una imagen adecuada.

 

 

Día 17

Hoy noto una leve mejoría en la visión periférica del ojo izquierdo, quizás el esfuerzo muscular inconsciente que he hecho en estos días ayudó a desplazar la mancha blanquecina lateralmente. Sin embargo, no hay imágenes definidas porque estas requerirían de visión central.

Debo aprovechar este oasis de visión periférica y esta visión menos distorsionada, que, como la vida, no sabemos qué tan transitoria pueda ser, para identificar comandos y teclas. Así podré desenvolverme de la forma más autónoma posible. Aprovecharé también para practicar la visión de reojo con objetos conocidos.

 

Día 18

He logrado una autonomía aceptable. Me apoyo en el Asistente de Google para cosas simples como saber la hora, la carga del celular, la calculadora (necesaria en esta Venezuela de hiperinflación). También le pido que me abra WhatsApp o Twitter.

Regresé a la época de la radio. Las series de Netflix se convirtieron en radionovelas. Me reclino en el sofá con la tableta sobre mi hombro para escuchar y a veces de reojo puedo identificar a los personajes.

Por otra parte, descubrí que hay un mundo de poesía y literatura esperándonos en bibliotecas digitales que gratuitamente ponen audiolibros a nuestro alcance, con lectores voluntarios, sin la voz artificial del asistente de voz.

 

Día 25

Retomé hoy la computadora para aprender su accesibilidad. El Narrador de Voz de Windows es mucho más amigable. Me desilusionó comprobar que el arsenal tecnológico que sabía disponible sirve para identificar objetos, colores, y hasta billetes, pero no se adecúa a mi necesidad de leer.

Este fue mi inicio para aprender a “leer” sin ver letras. Mi próxima meta es la escritura. Me repito cada día algo que escribí en medio de la noche más oscura de mi vida:

“Va a amanecer, ¡ponte el alma!; va a amanecer, ¡ponte el cuerpo!”.

 

 

Día 28

¡Va a amanecer! Mientras grabo este audio de cierre, admirando de reojo los albores de un nuevo día en el cual se perfilan ya tenues nubes, resuena en mí el verso de Oyhanarte:

…Y un inmenso regocijo sentirás que por ti sube,

el día en que deshilaches por fin tu primera nube!

Pues será ese otro peldaño en tu rol de constructor,

¡de una escalera infinita hacia tu cielo interior!

 

 

Esta historia no hubiera podido llegar a ustedes sin el cariño, la dedicación y la paciencia de mi hermana Mary, quien, desde San Cristóbal, con cortes eléctricos y fallas de Internet, transcribió mis grabaciones: me permitió poner por escrito mis ideas y pensamientos. Sin Mary no hubiera sido posible asumir la responsabilidad emocional de transmitir esta historia que, pienso, pudiera ayudar a alguien. Sin Mary no hubiera podido contarles cómo aprendí a fluir sin leer, cómo perdí la visión central en la neblina sin perder la vida.

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Soy bióloga molecular. Lectora incansable desde niña y escritora solo en la intimidad, disfruto mi fluir en armonía con la vida y con mis sueños. Pionera de la citogenética en el Táchira, mi tierra natal. Me propuse trabajar en investigación del cáncer en Estado Unidos, meta que logré cristalizar 20 años después de graduarme, en Thomas Jefferson University, Philadelphia.

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