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Me enseñó a ser fiel a mis principios

Ago 11, 2021

Argenis Rivero, locutor y profesor, murió el 24 de diciembre de 2014 a causa de una cirrosis hepática.  Su hijo, Luis Rivero, entonces estudiante de comunicación social, comenzó a concientizar sobre la influencia que su padre tuvo en las decisiones que hasta entonces había tomado. Sus ideas han sido la brújula que lo ha acompañado en distintas encrucijadas.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Cuando me muera, no se atrevan a recordarme
por las historias que les conté. Tampoco por mis
fracasos o victorias. Cuando yo muera recuérdenme
por solo una cosa: vivir queriendo ser libre.
Argenis Rivero

 

Sentado al final de las escaleras, en el segundo piso de la casa, lloraba en silencio. Eran las 9:00 de la noche del 24 de diciembre de 2014. Mi papá llevaba 3 horas de haber muerto a sus 73 años a causa de una cirrosis hepática. Su cadáver reposaba en un ataúd en la sala. Me sentía culpable de no haberle dado el cariño que tanto me pidió en sus últimos días. No podía dejar de recordar las palabras que me había dicho al comenzar el año: “Hijo, quiérame que me estoy muriendo”.

¿Será que mi papá me estaba dando la oportunidad de ser más unido a él, de decirle lo mucho que lo amaba, de agradecerle las enseñanzas que me había dado, de agradecerle por haberme inculcado la cultura del trabajo, por motivarme a no ser uno más del montón? Pero por mi renuencia a demostrar afecto, había muerto sin saber de mi admiración por él y, sobre todo, por su libertad.

 

Argenis Rivero, mi papá, nació el 16 de diciembre de 1943 en Churuguara, un pueblito polvoriento en medio de la nada ubicado en el sur del estado Falcón. Allí creció, con sus cinco hermanos, su madre y un padre que solo lo visitaba para recordarle el olor del licor y para prometerle que la semana entrante sí lo llevaría al registro para reconocerlo como su hijo.

A los 7 años comenzó a trabajar como vendedor de periódicos. Se levantaba a las 4:00 de la mañana, atravesaba un cementerio para ir por los diarios que luego vendía. Cuando la venta era buena, llevaba una lata de manteca para untar a la media arepa que desayunaba antes de ir al colegio. Pero a veces solo podía comprar sal para condimentar los huevos de gallina que se robaba de los nidos de los vecinos.

A mediados del siglo XX, pese al desarrollo por el boom petrolero, Venezuela seguía siendo un país de bahareque y zinc. Buena parte del paisaje de Churuguara eran casas muertas, como las que retrataría después Miguel Otero Silva en su conocida novela. Ahí estaba mi papá, a sus 10 años, devorando libros y revistas, que canjeaba por periódicos. Leía todo lo que llegaba a sus manos.

También le gustaba mucho la música. Quería ser concertista. Por eso, un día se coló a una escuela de música que quedaba en Churuguara, para negociar con la profesora de piano limpiar todo durante la semana si le permitía estar en las clases, aunque fuese solo como oyente.

Su pobreza nunca le impidió soñar.

Recuerdo que, entre risas, papá me contaba cuando él y su amigo Juan de Dios iban hasta un punto de la carretera donde los camiones pasaban más despacio, y allí trataban de robarles algunos plátanos. “Juancito lo hacía por diversión, yo más por hambre…”, y cuando lo decía dejaba a un lado la risa, como cuando un recuerdo feliz se trastoca en tristeza.

Yo lo escuchaba como si me leyera un cuento.

Quería que mi historia fuese tan interesante como la suya. Claro, con un poco más de comida y alegrías, y sin tener que cruzar un cementerio a las 4:00 de la mañana. “Sé un hombre libre”, me decía. Insistía en que me arriesgara, que me esforzara por lograr mis metas, que no me dejara vencer por las circunstancias.

 

Cuando papá terminó el 3er año de bachillerato, el grado máximo que ofrecía la escuela de Churuguara, se le metió en la cabeza la idea de hacer los dos años que le faltaban para obtener el título de bachiller. Así que cuando cumplió la mayoría de edad se inscribió en la Escuela de Paracaidistas, en Maracay, estado Aragua, a más de 300 kilómetros de su casa.

Tres años después, al volver a Churuguara ya como bachiller, mi papá se dio cuenta de que el pueblo le quedaba pequeño. Aunque había conseguido su título, aún no se sentía satisfecho. Tomó un bus a Barquisimeto, la capital del estado Lara, a 160 kilómetros de Churuguara, y para allá se mudó.

Sabía que ir a la universidad le sería imposible, por eso se propuso alcanzar la educación que deseaba de otra manera. Hizo talleres de teatro, cursos de educación física y educación primaria. Fue cátcher de calentamiento, vendedor de revistas y libros, y también se desempeñó como maestro de escuela. Pero no fue hasta que escuchó su voz a través de un aparato de radio que entendió que quería ser locutor.

Dejó de llamarse Argenis, y comenzó a ser “Terepaima” Rivero, la voz de la radio barquisimetana. Así se lo presentaron a “Kiko” Torres, cuando fue desde Trujillo a Barquisimeto a buscar talentos para un proyecto radiofónico en la capital andina, llamado Radio Trujillo.

Cuando Kiko Torres habló con él, no tuvo que convencerlo de nada: papá estaba dispuesto a aventurarse. Tenía ganas de conocer, de seguir creciendo, de comerse un país que ya dejaba atrás la dictadura y que en democracia daba oportunidades para todos.

En 1968, papá salió de Barquisimeto rumbo a la ciudad de Trujillo, en donde terminaría de consolidarse como locutor de sucesos y de política.

Y dejó atrás la pobreza con un trabajo con el que pudo ayudar a su madre y a dos de sus hermanos a salir de la austeridad de Churuguara y establecerse en Barquisimeto.

 

Tres años después de la muerte de papá, en 2017, sentado bajo un árbol de mango a un costado del jardín principal de la Universidad de Los Andes, donde estudiaba comunicación social, trataba de imaginarme cómo hubiese sido la impresión de mi papá al leer alguna nota mía en el Diario de Los Andes, donde ya publicaba, o al escucharme en la radio. Quizá le hubiese traído recuerdos de esos días cuando él cruzaba con la radio móvil las montañas trujillanas para llegar al pueblo de San Lázaro a cubrir las crecidas del río en 1986. O de cuando abordaba políticos en la salida de la sede de Copei para entrevistarlos.

Unos días después de su muerte, en la emisora donde trabajaba hicieron un programa para homenajearlo. Lo condujo Pedro Castellanos, su alumno más querido. Me acerqué hasta la sede de la radio para preguntar si había algún registro del trabajo de papá. En una computadora me mostraron una carpeta de audios con mensajes navideños grabados por él.

“Y tenga presente que lo más importante es estar unidos. Con ustedes siempre, Radio Trujillo”, decía papá con una voz potente, irreconocible para mí, que solo recordaba la cadencia agotada de un viejo.

Cuando nací, él tenía 54 años y no tengo fotografías de su juventud. Al escuchar su voz firme, clara y alegre, pude imaginarlo con unos cuantos años menos, dentro de una cabina, tal vez alzando las manos en medio de un programa, o dramatizando alguna escena de una novela radial.

Comprendí entonces que mi papá había sido feliz en la radio. Que no fue solo su enfermedad la causa de su aflicción, sino también no poder seguir hablándoles a las personas de la única forma en que se sentía cómodo y seguro: detrás de un micrófono, bajo el seudónimo de Terepaima Rivero.

Un año antes de que papá muriera quise estudiar periodismo.

En ese entonces, no era consciente de que papá estuviese influyendo en mi decisión, en parte porque no entendía su amor por el oficio. Pero poco a poco, y ya cursando la carrera, fui entendiendo que sus historias y sus consejos hicieron que me decantara por esta elección.

De niño, mientras caminaba de la mano de mi papá por el centro de Trujillo, muchas personas se le acercaban para saludarlo y hablar con él. Recuerdo los análisis políticos y sociales que hacía sentado en la sala de la casa los domingos cuando sus amigos lo visitaban. Siempre me impresionó cómo socializaba y las muestras de afecto que le daban. Era admirable. Quería ser como él.

Al cursar el 1er año de la carrera, en el transcurso de 2015, muchos de mis compañeros se retiraron por la crisis económica que complicaba cada vez más el panorama social en Venezuela. Cuando comenzamos el 5to año, apenas quedábamos 20.

Mientras estudiaba, recordar la historia de mi papá siempre me daba ánimos. Si él había podido superar la pobreza y había logrado sus sueños, pensaba, yo también podía. Creía que para mí también había un país de oportunidades.

Así me sobrepuse a las adversidades: el desaliento que dejaba cada compañero que abandonaba la carrera; el robo que sufrí a manos de colectivos en agosto de 2017 mientras cubría el paro nacional convocado por la oposición, la censura, la escasez de alimentos, y tantas otras cosas que me hacían pensar en emigrar.

El año en que más pensé en irme del país y abandonar la carrera fue 2017. No solo por las protestas que dejaron más de 200 muertos en todo el territorio, sino también porque, dando mis primeros pasos como periodista, conocí a muchos niños que estaban pasando hambre. A causa de la desnutrición veían afectado su crecimiento y su desarrollo. Me conmovió mucho saber que, según un informe de Cáritas Venezuela, más de 500 mil niños podían llegar a un estado de desnutrición severa.

En cada uno de ellos veía a mi papá. Veía a un futuro locutor, poeta o actor. Entonces entendí que ser libre también significaba dar algo que otros necesitan. Mi padre me decía: “Sirve, sirve, y que tu vida no pase en vano”. En esa frase suya encontré una motivación para quedarme en Venezuela en ese momento tan duro.

En mayo de 2018, le propuse a algunos compañeros de la universidad crear una fundación para ayudar a los niños en riesgo de desnutrición. El 23 de septiembre la registramos con el nombre de Voces Solidarias. En solo 14 meses, y con los aportes y donaciones que nos hacían, organizamos jornadas de salud en más de 20 comunidades del estado Trujillo, y llevamos programas educativos a más de 10 escuelas y a los 2 hospitales principales del estado.

En esos meses, llegué a pensar que estábamos sobreponiéndonos a la crisis, que pronto todo estaría mejor y podríamos reanudar nuestra vida normal.

En la fundación trabajábamos jóvenes estudiantes, y aunque al principio arrancamos con todas las ganas, a medida que iba pasando el tiempo, las fuerzas se iban agotando. Comenzamos a sentir cada vez más los efectos de la crisis. Las donaciones fueron mermando y los comerciantes que nos ayudaban ya no estaban tan dispuestos a colaborar. Lo único que crecía exponencialmente eran las cuentas por pagar y las personas con necesidades.

Tratamos de buscar más ayuda, de hacer convenios con comerciantes y empresarios, de sumar a la fundación más jóvenes, pero parecía que la crisis nos cerraba todos los caminos.

En octubre de 2019 los ahorros se terminaban. Intentamos muchas cosas para reducir los gastos y sumar ingresos. El mes siguiente, los 10 miembros fijos del equipo decidimos donar al hospital los 100 dólares que una amiga nos enviaba desde Estados Unidos para solventar gastos logísticos. También despedimos a nuestro psicólogo e hicimos una reducción de los gastos de mantenimiento.

Pronto comenzamos a vender el mobiliario que no era indispensable. Sentía que desvalijábamos la fundación para poder seguir sustentándola.

Las noches de los últimos tres meses de 2019 fueron largas sesiones de cuadrar cuentas, pensar en nuevos planes, enfrentar decepciones, tomar decisiones y tratar de vencer la frustración.

El 16 de diciembre, los miembros fundadores de Voces Solidarias nos reunimos en nuestra sede para hacer la última actividad del año y despedirnos. Decoramos el local con luces y adornos navideños que llevamos de nuestras casas, montamos la olla en el reverbero con el guiso y preparamos masa para las hallacas. Hicimos 400. También teníamos para servir ensalada, pan y jugo.

A las 6:00 de la tarde fuimos al centro de Valera a buscar gente en situación de calle, para invitarlos a nuestra sede. Nos sentamos con ellos en la mesa, compartimos, nos reímos, escuchamos sus historias y ellos las nuestras.

Al finalizar la cena, se fueron y los miembros del equipo nos sentamos en la mesa. Comenzamos a hablar y a recordar cada actividad que habíamos hecho, los niños que más nos marcaron, los inicios de todo. Nadie quería hablar del futuro.

Esa noche, nos quedamos a dormir allí y hablamos hasta tarde.

La mañana siguiente abandonamos el local. Estábamos nostálgicos. Ninguno quiso despedirse. Esa fue la última vez que vi a muchos de los que habíamos compartido esa experiencia.

El 2 de enero de 2020 terminamos de desalojar la que fue nuestra sede por más de un año. El día siguiente salí desde el terminal de pasajeros de Trujillo, rumbo a San Antonio del Táchira para irme a Colombia. Me fui a punto de terminar mi carrera, cuando solo me faltaba entregar la tesis. Iba vencido, cansado de nadar contra la corriente.

Sigo intentándolo, lejos del país donde mi papá creció y encontró su camino. Quizá mi vida no se desarrolle en Venezuela, pero eso no significa que no podré conseguir la libertad que él consiguió. A fin de cuentas, pienso que la libertad es poder vivir siéndole fiel a tus principios, y eso solo depende de uno.

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Estudié periodismo en la ULA, en Trujillo. Allí aprendí que no se puede comunicar efectivamente sin amar a los demás. Por eso, desde hace 6 años, trabajo en Fundaciones dirigiendo proyectos de ayuda a comunidades indígenas y rurales en Colombia y Venezuela. Escribo, para no perder por el olvido, el camino que a mí regresa.

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