Ya nada puede desanimarlo
A lo largo de 11 años enfrentándose a desesperanzadores diagnósticos médicos, Andrés Ibarra entendió el valor de la gratitud y comenzó a fijarse en los pequeños detalles de la vida. A través de la cuenta de Instagram @decidecreer, no deja de compartir testimonios de fe y de superación personal. Historias como la suya.
Ilustraciones: Ivanna Balzán
Muy temprano, apenas se levanta de la cama, Andrés Ibarra va hasta el balcón de su apartamento. Apenas comienza a aclarar. El cielo, lleno de nubes, se tiñe con los primeros rayos rosados. En medio del apacible silencio, pasa rato contemplando el amanecer. Ahí se queda hasta que el sol le encandila la vista.
—¡Gracias, Dios mío! —dice levantando la mirada, justo antes de regresar al cuarto para comenzar sus quehaceres.
Todas las mañanas repite el mismo ritual. Es importante para él. Siente que no puede iniciar sus días sin agradecer la vida; sin agradecer los milagros que, según dice, Dios ha hecho en él a lo largo de un camino que ha sido demasiado largo. Para él, estar ahí de pie, viendo el amanecer, disfrutando ese momento cotidiano en el que antes no reparaba, es uno de esos milagros.
Andrés vive en San Felipe, estado Yaracuy, en el noroccidente venezolano. Tenía cáncer. Un día, luego de su última sesión de quimioterapia, tuvo una fiebre alta y acudió a la clínica. Los médicos le dijeron que era un efecto por tantos medicamentos que había recibido su organismo. Exámenes de laboratorio revelaron, además, que su hemoglobina estaba muy baja, por lo que decidieron transfundirlo de emergencia.
Lo último que Andrés recuerda es el momento antes de caer al suelo convulsionando.
Luego de siete días hospitalizado y en coma, despertó. Era 15 de octubre de 2010. Tenía los brazos atados y un tubo le atravesaba la boca y la garganta. A un lado de la cabecera, sonaban los monitores al ritmo de sus pulsaciones. Trató de hablar, pero apenas emitió algo parecido a un quejido. Nadie parecía escucharlo. Creyó que se trataba de una de esas pesadillas de las que cuesta salir. Una enfermera se le acercó y le explicó que estaba hospitalizado a causa de un fuerte episodio de convulsiones. Le dijo que eran las 3:00 de la madrugada, y que sus papás habían ido a casa a descansar.
Andrés estaba preocupado porque no lograba ver nada. Trató de tranquilizarse pensando que se debía a que aún estaba medio dormido o al efecto de algún medicamento. Pero al amanecer sus padres llegaron y le explicaron que había perdido la visión en ambos ojos.
—No solo el cáncer, ¿si no que ahora también ciego? —repetía entre lágrimas.
Más tarde, el médico que lo atendió le dijo que sus retinas se habían desprendido como consecuencia de las fuertes convulsiones. En casos como el suyo, se recomienda atender al paciente de inmediato, y someterlo a una cirugía ocular. Mientras más se retrase el procedimiento, hay menores posibilidades de recuperar la visión. Sin embargo, los médicos decían que lo mejor era que comenzara el ciclo de radioterapias, el siguiente paso de su tratamiento para erradicar el cáncer.
Andrés solo quería ver de nuevo.
Antes de que llegara la enfermedad, era un muchacho de 21 años al que le gustaba disfrutar su juventud. Las salidas con los amigos, los fines de semana de fiesta en fiesta, los deportes. Proveniente de una familia estable económicamente, no tenía mayores preocupaciones.
Hasta que una noche en abril de 2010, se dio cuenta de que al acostarse boca arriba sentía un fuerte dolor en el pecho y que tenía dificultad para respirar. Al día siguiente se lo comentó a su papá, y fueron al médico. Le indicaron una radiografía de tórax. Luego de más estudios de rayos X y visitas a otros doctores, le dieron un diagnóstico: linfoma linfoblástico de células T, un tipo de cáncer que puede afectar la medula ósea. Aunque representa el 1 por ciento de todos los linfomas, es común en adultos jóvenes como Andrés.
A partir de entonces, sus días comenzaron a transcurrir entre pasillos de hospitales, exámenes médicos y ciclos de quimioterapia.
Aunque ahora le parecía que lo más importante era recuperar la vista, durante los siguientes seis meses se sometió a las radiaciones que le indicaron los oncólogos. Pensaba que mientras una parte de su cuerpo sanaba, otra moría.
Y como no podía ver, se sentía con muchas limitaciones.
Sentía que ya no era el mismo.
Apenas terminó el ciclo de radioterapias, buscó a especialistas que lo pudiesen ayudar a volver a ver. Pero le decían cosas poco alentadoras: que podía someterse a operaciones que, en el mejor de los escenarios, solo le devolverían 30 por ciento de su visión.
—Estos casos hay que evaluarlos de inmediato y usted viene seis meses después. No es posible que vuelva a ver como antes —le comentó uno.
Con el apoyo de su familia, Andrés decidió salir de Yaracuy a buscar otras opciones más optimistas. Así llegó al Centro Oftalmológico Caracas, a 280 kilómetros de San Felipe, donde le recomendaron un retinólogo que podía interesarse por su caso. Luego de que este lo examinó, le dijo que podía recuperar 40 por ciento de su visión sometiéndose a varias intervenciones. Se animó a la idea porque era un diagnóstico un poco más esperanzador.
El procedimiento más difícil de una cirugía ocular es la anestesia, porque deben introducir una aguja en el ojo, y el paciente no puede siquiera parpadear. Uno de los retinólogos le había advertido que las quimioterapias pueden inhibir la efectividad de la anestesia. Durante la segunda operación, el efecto de la anestesia duró menos de lo previsto, y no había maneras de poner una segunda dosis, así que Andrés sintió en carne viva lo que hizo el médico en el resto de la cirugía.
Pero funcionó. Luego de dos intervenciones, pasó de la oscuridad absoluta a ver sombras y desplazamientos.
Contento, le preguntó al médico si con otras intervenciones podría seguir mejorando su vista. Le dijo que sí. Apenas se recuperó, lo refirió al Centro Médico Docente La Trinidad, donde le practicaron una tercera operación, luego de la cual comenzó a ver con más claridad. Y le dijeron que con sucesivas intervenciones podría seguir mejorando. Desde luego que se animó: fueron, en total, seis operaciones las que le permitieron ver con claridad.
La turbulencia de los últimos años parecía quedar en el pasado. Porque además, en 2016, luego de muchos controles, le dijeron que en su cuerpo no había rastro de células cancerosas.
Andrés quiso retomar su vida. Iniciar la universidad, salir con sus amigos, volver a hacer deportes. Se dispuso a bajar de peso, pues rondaba los 130 kilos. Su papá lo acompañaba a hacer ejercicios y seguía la misma dieta que él. Logró bajar 50 kilos. La actividad física le sentaba muy bien, lo ayudaba a sentirse vivo.
Luego se inscribió en la carrera de derecho en la Universidad Fermín Toro de San Felipe. Pero dos años más tarde, cuando la crisis económica de Venezuela arreció, decidió irse a Chile junto a Francis, quien entonces era su novia. Aunque contaban con el apoyo económico de sus familias, sentían que era el momento de lograr cosas juntos, algo que en el país parecía imposible.
Tenía seis meses en Chile cuando comenzó a tener dolores de cabeza, falta de equilibrio, náuseas y vómitos.
Se sometió a varios estudios que mostraron que tenía un tumor a nivel del cérvix cerebeloso. Andrés y Francis, solos y sin seguro médico, entendieron que no podían quedarse en Chile. Si a él lo hospitalizaban, ella tendría que trabajar incansablemente para pagar los gastos médicos, y lo más probable es que su sueldo fuera insuficiente. Regresaron a Venezuela.
Andrés necesitaba ser intervenido lo más pronto posible. Las lesiones cerebrales están asociadas a una elevada mortalidad, por lo que debía someterse a tratamiento de inmediato.
La causa de todo, le explicaron después, era una malformación vascular en el cerebelo con la que Andrés nació. Los médicos creen que esa malformación pudo haber sido afectada al recibir 30 sesiones de radioterapia (20 en la columna y 10 en el cráneo).
En Venezuela operaron a Andrés. Le hicieron una craneotomía suboccipital (apertura del cráneo) y le extrajeron entre 80 y 90 por ciento del tumor. Los resultados de la biopsia arrojaron que se trataba una malformación vascular tipo hemangioma cavernoso. Un hemangioma es un vaso sanguíneo formado de manera anormal; las malformaciones cavernosas cerebrales —que tienen el aspecto de una mora pequeña— pueden ocasionar problemas porque al crecer ocupan un espacio del que no disponen, y oprimen la masa cerebral.
Cuando despertó después de la cirugía, Andrés se dio cuenta de que había perdido la coordinación, la estabilidad, la motricidad y tenía dificultades para hablar. Por eso tuvo que aprender de nuevo cosas elementales para tener una vida independiente, como comer y hablar.
Emprendió entonces un extenuante ciclo de terapias físicas. Mientras hacía la rutina de ejercicios, pensaba en su vida, en lo que había tenido que pasar para vencer los obstáculos que se le habían ido presentando en los últimos años.
Pensó que era muy ingrato, que había estado muy alejado de Dios.
Una mañana, cuando ya podía caminar solo por el apartamento, se levantó con cuidado para no despertar a la esposa y fue el balcón en la sala. Allí contempló el amanecer. “Gracias”, dijo mirando al cielo.
Desde entonces no ha dejado de hacerlo.
Sentado en el sofá del apartamento donde vive con Francis, rememora todo lo que ha atravesado a lo largo de once años. Lo hace tratando de sobreponerse a las secuelas que le han dejado las diferentes intervenciones quirúrgicas, en el especial la última, que le afectó su motricidad. Habla con cuidado y se le entiende bastante bien. Pero hay otras secuelas que son más difíciles de disimular: aunque él no quiera, su cuerpo también habla de sus padecimientos. No puede evitar que su voz se quiebre a ratos.
Quizá porque quiere que todo lo que pasó sirva a otros, Andrés fomenta la actividad física entre los jóvenes con rutinas de ejercicios y entrenamientos abiertos en videos a través de sus redes sociales. Además, es creador de la cuenta de Instagram @decidecreer, un espacio pensado para compartir testimonios de fe y de superación personal. También está escribiendo un libro, con el que quiere mostrar cómo las cicatrices de su pasado han sido su fuerza en el presente.
En marzo de 2021, Andrés acudió a su control médico anual con los exámenes que suelen pedirle: el doctor le dijo que tiene una nueva lesión de ocupación de espacio a nivel del cerebelo. Para el diagnóstico definitivo necesita someterse a una angiografía cerebral con posible embolización, un procedimiento bastante específico y sofisticado. Esta lesión podría crecer y tendrían que hacerle una nueva intervención a cráneo abierto.
Andrés lo cuenta sin algún atisbo de desánimo. Dice que, después de todo, Dios está de su parte. Y que eso le basta.
Esta historia fue desarrollada en el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.
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Ricardo Tarazona
Nací en Yaracuy en 1987. Periodista, egresado de la Universidad Bolivariana de Venezuela, especialista en marketing y periodismo 2.0 de la Universidad Central de Venezuela, actualmente hago una especialización en derechos humanos en la Universidad Nacional Abierta, y una actualización en periodismo de investigación con IPYS Venezuela. #SemilleroDeNarradores