Daniella y su batalla de cada día
Con sus 22 años, su cabello castaño y sus ojos ámbar, Daniella pasa por una típica chica caraqueña de clase media. Y lo es. Solo que también es una estudiante de medicina que ha salido al asfalto a buscar el conocimiento que no aparece en los pizarrones. Pertenece a los cascos verdes, quienes están en las marchas atendiendo a los heridos de la represión. Aquí se cuenta su día a día.
Fotografías: Grupo de rescatistas
Se detuvo por cinco minutos. Colocó el casco en uno de los muros que protegen las jardineras del Centro Comercial Sambil, en Caracas, y acomodó su cabello mientras sacaba un pañuelo de uno de sus dos bolsos para secar el sudor de su cara. No se dio cuenta de que aún tenía los guantes quirúrgicos puestos y pequeñas gotas de sangre esparcidas por su ropa.
Son los remanentes del último paciente que atendió. “Ayúdame, pero no me mandes a un hospital. Quiero seguir luchando”, le dijo el muchacho de 15 años con una herida de perdigones a quemarropa en la pierna derecha, cuando ella se acercó a socorrerlo.
Daniella necesitaba un respiro. Hace minutos, se encontraba detrás de un precario escudo de madera, pintado de blanco con una gran cruz verde en el centro. Es su única protección, el único indicio que puede decirle a los policías o guardias nacionales que ella es neutral. Que es estudiante de 2do año de medicina y una de las fundadoras del grupo de voluntarios de la Universidad Central de Venezuela, que se ha dispuesto a socorrer a todos los que lo requieran en el campo minado en que se ha convertido el país desde abril de este año. Cuatro meses de protestas han dejado 121 muertos y 1.958 heridos, de acuerdo a las cifras del Ministerio Público, y ella ha estado ahí.
Es una rutina: los días que habrá manifestación, Daniella y sus compañeros se reúnen bien temprano. Son al menos 70 muchachos. Se dividen la ciudad por zonas, dependiendo de dónde serán los puntos de concentración. Una vez que la logística es marcada por los colores rojo, naranja y amarillo —rojo en la línea de frente, naranja para atención de los heridos una vez que son llevados a un espacio seguro, y amarillo para los médicos especialistas— forman una rueda y hacen una pequeña oración. Para que alguien los escuche. Los proteja.
No basta con suponer que acercarse a la zona de conflicto es difícil. La manera es ir en fila india a todos lados. Que no quede ninguno solo y que aquel que está liderando la marcha, porte la bandera de ayuda, la gran cruz verde que los identifica como rescatistas. Después toca correr, protegerse, trabajar en medio de la calle con los gases lacrimógenos inundando el ambiente y ellos sacando de sus bolsos gasas, alcohol, yodo, suturas y cualquier cosa que les compre algo de tiempo para el afectado. Para la víctima.
Daniella conoce el procedimiento de memoria. Están las experiencias, como aquella del día que debió esconderse detrás de un quiosco en plena avenida Francisco de Miranda, al este de Caracas, porque les alertaron de posibles francotiradores en los edificios. En las paredes de latón del pequeño negocio se oían fuertes impactos que ella no sabía reconocer. Una vez pasado el peligro, se dio cuenta de que eran metras, esas pequeñas esferas de vidrio o plomo que las fuerzas de seguridad del Estado han estado usando para ahuyentar a los manifestantes. Que usan, como ha quedado demostrado por investigaciones del Ministerio Público, para matar.
Ella, con su cabello castaño, 1,75 metros de estatura, los ojos ámbar y la sonrisa que suelta cada vez que alguien la saluda o le grita desde lejos “¡Cuídate, chamita!”, ha aprendido antes de tiempo lo que es atender a un herido por perdigones o balas. A un joven que le impactó una bomba lacrimógena en la cabeza. O al policía que le quedó un moretón en el rostro por una piedra.
Así como Daniella, entre los que reposan a las afueras del Sambil, en un descanso de la protesta, está Leandro Drappa, de 23 años y estudiante de la escuela Vargas. Empapado de sudor y con dos pequeños morrales atados a su cintura, consuela a otra voluntaria. Es su novia, que llora histérica al tratar de limpiar sangre de sus manos. Las restriega fuerte, tratando de conjurar la imagen que la persigue: otro joven de 15 años sobre el asfalto, con agujeros en su pierna derecha mientras grita que lo salven. Que lo saquen de ahí.
Él le susurra a ella que sí puede, que no olviden el juramento que hicieron y los motivos que llevaron a que sus vidas fueran ese constante trajinar de atención al desconocido. A los caídos. Luego, le acaricia el pelo y besa sus labios en un gesto cómplice.
Fuera de su burbuja de enamorados, sus compañeros no paran de reorganizar fuerzas para volver a la batalla. Así lo denominan ellos: una batalla que les brinda experiencias que en un salón de clases sólo aparecen en pizarrones. Muchos tienen las mismas manchas de sangre, los mismos bolsos atados a la cintura, y algún rastro de lágrimas que se confunden con la pasta blancuzca —mezcla de bicarbonato de sodio y agua, para disminuir el efecto de los gases lacrimógenos— que les cubre los rostros, desde la línea del cabello hasta la base del mentón.
Por algo forman esa rueda, antes de salir a trabajar, para compartir sus rezos y encomendarse a un poder superior, por encima de ellos, para que los proteja. Esperan que los escuche, que los entienda y que sepa que aquí abajo, en la tierra de los mortales, son ellos los que tratan de sanar en medio de un conflicto que agota. Que desmoraliza.
De repente suena un silbato, y el que parece ser uno de los doctores con más experiencia en el grupo —sus canas y pequeñas patas de gallo al lado de los ojos lo delatan—, ordena que todos se organicen por sus colores de acción, en fila india, y se preparen para abordar la camioneta que va a trasladarlos. Cada uno, como soldados que regresan a la batalla, revisa las provisiones y se ajusta el uniforme. Gritan a todo pulmón que su vida está al servicio de los más necesitados. La gente a su alrededor aplaude, llora y corre para tomarse una foto con ellos.
Todo en estos muchachos es juventud en estado puro.
Por eso pueden correr y esconderse.
Estamos en la frontera que divide a Chacao de Chacaíto. La Guardia Nacional Bolivariana ha cerrado filas en torno a un grupo de manifestantes que tratan de repelerlos con piedras, bombas incendiarias y barricadas improvisadas. Una tras otra, bombas lacrimógenas caen alrededor de un grupo de voluntarios que trata de atender a un joven de 21 años con una pantorrilla fracturada. Entre dos lo cargan hasta un pequeño pórtico de un edificio que, en días normales, sirve de parada a una línea de mototaxis.
Vengan las gasas, alcohol, tablillas para enderezar el hueso, y mucho miedo. Muchas ganas de salir de ahí de inmediato antes de que seamos víctimas de los verdugos. Antes de que nuestras buenas intenciones sean castigadas con perdigones o la cárcel. Toca correr con el herido en brazos —gracias a una camilla improvisada a punta de apretones y manos— a lo largo de tres cuadras al oeste, donde una moto espera para trasladarlo al Hospital Universitario de Caracas.
En este momento, los voluntarios discuten que durante el auxilio escucharon detonaciones muy parecidas a disparos. Ninguno de ellos sabe a ciencia cierta cómo diferenciar el sonido de un arma de fuego con el de una de perdigones. Ambas les producen la misma angustia, y la única manera de protegerse es estar pendientes de cualquier movimiento sospechoso y nunca perder el casco, que en su mayoría lleva impreso el nombre de Paul Moreno. Uno de ellos. Otro joven. Asesinado en Maracaibo. Estaba sentado a un lado de la acera, descansando, cuando alguien decidió arrollarlo con una camioneta 4 x 4. Desde entonces, cada uno de los Cruz Verde recita su nombre como un mantra, como una especie de oración para protegerse del mal.
Daniella escucha absorta. Su mirada demuestra la concentración necesaria para este tipo de trabajos. Resulta difícil, en estos momentos, imaginarla en otro escenario. Sin embargo, días atrás, logré verla en su casa. En su habitación. Como cualquier pieza, tiene una cama, un tocador y un espejo. Puede que nos sea familiar el olor dulzón del perfume o el plato con comida a medio masticar dejado la noche anterior. Pero lo que fija un ancla a lo que se dedica es la cantidad de herramientas médicas desperdigadas en este rectángulo de 3 por 4 con paredes azules. Gasas, guantes quirúrgicos, potes de alcohol y yodo conviven con las fotografías familiares —que muestran los viajes a la playa o la boda de una amiga— y los afiches académicos que evitan que olvide las materias que inscribió este semestre o la fecha de los exámenes.
—Daniella, ¿qué te hace seguir adelante? —le pregunté antes de que saliera a trabajar en la manifestación del día.
—Mi mamá, mis amigos, mi país. Todo esto por lo que lucho y no quiero dejar.
—¿Crees que haya solución?
—Sí, definitivamente.
–¿No sientes miedo de morir?
–No, más miedo me da vivir sin libertad.
Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.
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Jefferson Díaz
1986. Periodista. Trabajé en medios como Últimas Noticias, Vivo Play y El Estímulo. Soy fiel creyente de que se puede vivir de escribir y que para ser bueno -en lo que sea- se debe adoptar una filosofía de eterno aprendiz.
Este trabajo nos muestra la personalidad de una de las paramédicos que arriesga su vida por la de los demás. Excelente¡.
Un excelente acercamiento a esos jóvenes que día a día arriegaron su vida por ayudar a las víctimas de salvaje la represión implementada por el estado contra quienes protestaron contra la dictadura… Me encantó