Tienen la seguridad de que el restaurante seguirá allí
Minguito es el responsable de mantener con vida el Kiosko El Caney, que fundara su padre en Playa Parguito, en Margarita, a principios de los años 80. Las diversas aristas de la crisis económica han puesto en peligro el negocio, pero ninguna como la llegada del confinamiento por la pandemia.
Fotografías: Álbum Familiar
El lunes 16 de marzo de 2020, Nicolás Maduro declaró en cadena nacional que todo el territorio debía entrar en cuarentena a partir de las 5:00 de la mañana del día 17, ante la llegada al país de la pandemia de covid-19.
Jesús Domingo Boadas, conocido como Minguito, terminó de ver la cadena nacional en el televisor de su negocio y, entre tanta incertidumbre, lo único que le quedó claro fue que había que cerrar. Por primera vez en sus 40 años de existencia, el Kiosko El Caney, el restaurante más antiguo de Playa Parguito, en la Isla de Margarita, no abriría sus puertas.
A principios de los años 80, Domingo Boadas, el padre de Minguito, pasaba los fines de semana en una casa que su familia tenía en la Avenida 31 de julio, la carretera que va de Porlamar hasta Manzanillo. Acostado en su chinchorro, veía los paisajes vírgenes de Playa Hippie, como era conocida en esos años Playa Parguito: le encantaba observar el mar y las olas que rompían con fuerza en la arena blanca.
Pero al paisaje, pensaba él, le faltaba algo para ser perfecto. Decidió entonces sembrar allí cocoteros y uvas de playa. Un día sí y uno no, llenaba un par de tobos con agua en su casa de La Asunción, los montaba en su camioneta pick up, y conducía hasta el lugar. Atravesaba un camino de tierra, descargaba los tobos, regaba las plantas que había sembrado y se devolvía. Hizo esto durante dos años, observando con paciencia y quizá algo de ternura, cómo los cocoteros y las matas de uva de playa iban creciendo y brindando la sombra que hacía falta.
La llamaban Playa Hippie, porque los hippies de la época gustaban de ir allí a bañarse y a relajarse. Domingo contrató a una empanadera que iba los fines de semana. Él llevaba una cava con cervezas. Así comenzó su negocio, que a los dos años se transformó en un kiosko de Coca-Cola, uno de los puestos rojos que la conocida marca ponía en puntos estratégicos de la lsla. De allí viene el nombre del restaurante: Kiosko El Caney.
El siguiente paso fue construir el piso y las paredes. Ya para mediados de los años 80, era un restaurante con mesas para los clientes y toldos en la arena.
Con el pasar del tiempo los hippies resultaron ser, en realidad, corredores de olas que convirtieron a Playa Parguito en una de las más visitadas por los surfistas del país y del mundo.
Jesús Domingo Boadas conoció a Mariú Moya en Playa Parguito en 1993. Mariú estudiaba educación preescolar en la Universidad del Zulia y viajaba a Margarita a pasar sus vacaciones con su familia. Ayudaba a su madre en su puesto de empanadas, donde era la “freidora oficial”.
Jesús Domingo apoyaba a su familia con el restaurante, iba poco a poco asumiendo más responsabilidades en la medida en que iba empeorando la salud de su padre, quien sufría de diabetes. En sus momentos libres le brindaba un coco frío a la encantadora Mariú. Miradas iban y venían entre el restaurante y el puesto de empanadas; pero no pasaba de allí.
Minguito terminó abandonando sus estudios de tecnología de alimentos en la Universidad de Oriente. La enfermedad de su padre y la larga distancia que había que recorrer para llegar a la universidad desde el restaurante lo hicieron desistir y dedicarse 100 por ciento al negocio familiar. Tenía 25 años.
Cuando Mariú terminó la carrera se hicieron novios y en 1995 se casaron. En 1996 nació Valentina y en 1998 su hermana Daniela. No se podían quejar, la vida les sonreía.
Un típico viernes de Semana Santa de principios del siglo XXI, Jesús Domingo salía de su casa a las 6:00 de la mañana. Lo primero que hacía era ir al mercado de Conejeros, donde compraba el pescado fresco: carite, sierra, pargo, catalana, mero, eran los que más se vendían.
—Minguito, voy saliendo para Margarita, ¿qué me tienes por allá? —le preguntaba algún cliente por teléfono.
—¿Qué te gustaría?
—¿Un pargo frito?, ¿unos calamares rebozados? ¿Tienes?
—Seguro, cuenta con eso.
Los calamares rebozados eran la especialidad de la casa.
Además del ambiente familiar y el trato esmerado para los visitantes, uno de los atractivos del restaurante era poder consumir y pagar después; incluso había algunos que lo hacían al regresar a sus ciudades de origen. El padre de Jesús había marcado la pauta. Era un hombre serio, estricto, de palabra. Desde los inicios del restaurante, el respeto y la confianza entre el negocio y sus clientes fue la norma.
El Kiosko El Caney fue el sitio de encuentro de numerosas contiendas internacionales de surf desde los años 90 e incluso hasta bien entrado 2013. Minguito ponía a disposición de los organizadores de las válidas parte de su espacio de playa para que pusieran una tarima. Les facilitaba duchas, comida salada y dulce, cerveza, cocos fríos, electricidad, depósito para sus equipos, lo que necesitaran. Una vez hasta instalaron una tarima con aire acondicionado y, más recientemente, un wifi para poder transmitir en vivo los avances del campeonato. Todos los medios de comunicación regionales, nacionales e incluso algunos internacionales asistían y los eventos contaban con decenas de patrocinantes.
En un solo día podían ir 2 mil personas a la playa. Al mediodía, tenían que cerrar la vía de acceso, porque no cabía un carro más. El Kiosko El Caney podía vender fácilmente 20 cajas de cerveza y 80 platos de comida en menos de 24 horas. Tenían cinco cocineras que no se daban abasto para poder atender a todos los comensales.
En los años siguientes, y con el avance de la crisis económica, tuvieron que cambiar el menú. Ya no acudía tanta gente al restaurante, y los que iban ya no tenían tanto poder adquisitivo. Incluso, los clientes de larga data, no podían ir todos los domingos, sino uno al mes. La gente empezó a cambiar el pescado frito por la hamburguesa y los calamares rebozados por las raciones de papas fritas, de ensalada o de tostones. Ya nadie llamaba a Jesús los domingos para pedir que le apartara un toldo; no era necesario.
Las cinco cocineras dejaron de hacer falta. Dos se terminaron yendo del país.
A las hermanas de Jesús Domingo, Rosa y Marielba, les tocó asumir ese rol. Nunca más supieron lo que era preparar 80 platos en un día. De las 10 mesas que tenía el restaurante, a duras penas se ocupaba la mitad. Atrás quedaron los días en que había gente esperando para sentarse.
Según la Corporación de Turismo del estado Nueva Esparta (Corpotur), de enero a octubre de 2014 entraron a la Isla alrededor de 2 millones 500 mil personas, mientras que en el mismo período de 2019 fueron cerca de 570 mil. Prácticamente una cuarta parte.
El fin de semana de Carnaval de 2020 fue de pocas ventas y bajísima afluencia de turistas. Así que las cosas ya venían bastante mal cuando se anunció la cuarentena por la pandemia de covid-19.
La cuarentena vino a asestarle un golpe mortal a los restaurantes de la Isla, más duro aún para los de las playas que quedan alejadas de Porlamar, como el Kiosko El Caney. Por la falta de gasolina y porque se cerró el paso entre municipios para evitar contagios.
Para finales de marzo de 2020, según la Cámara de Comercio de Nueva Esparta, 73 por ciento de las empresas no estaban realizando ninguna actividad comercial, solamente permanecían activos supermercados y farmacias. Las opciones para seguir funcionando eran el teletrabajo y el delivery, ninguna aplicable a un restaurante de playa: nadie iba a pedir un pescado frito para que se lo lleven a su casa, y aunque lo pidieran, era prácticamente imposible acercarlo.
Los primeros meses de cuarentena el Kiosko El Caney se mantuvo gracias a los ahorros familiares. No hubo ninguna venta, pero había que seguir pagando los salarios de sus siete empleados; especialmente porque parte importante del personal eran miembros de la familia.
Minguito no dejó de ir ningún día al restaurante.
Al principio iba solo un par de horas a darle una vuelta, y llevarle a los vigilantes la comida que Mariú les preparaba. Aprovechaba para alimentar a Blanquita y a Shakira, las perras que rescataron de la calle y que, sin sus cuidados, hubieran muerto de hambre.
Al mediodía regresaba a casa, cabizbajo, con la mirada perdida. No podía ocultar su preocupación. Por primera vez en su vida laboral, no tenía ningún ingreso. No había manera de reactivarse, porque las playas estaban cerradas y la policía sacaba a la gente que se atrevía a visitarlas.
El restaurante que había sido sostén de tres generaciones de Boadas estaba en coma.
A principios de junio, los clientes comenzaron a llamar a Jesús Domingo para preguntarle si podía venderles cerveza, ya que con la cuarentena habían disminuido mucho las opciones para comprar bebidas alcohólicas. Y para la suerte de todos, el depósito del restaurante estaba hasta el techo de cajas de cerveza que no habían podido vender en esos meses. Jesús Domingo empezó entonces a hacer delivery de cerveza, muy discretamente, con pocas cajas solo para los conocidos, porque había mucha vigilancia y no podían exponerse.
Jesús aprovechaba sus visitas diarias al restaurante para entregar las cervezas a sus clientes, que llegaban en sus carros y hacían paradas estratégicas por la parte de atrás del negocio. Al estilo de una operación comando, donde cada quien sabía lo que tenía que hacer y nadie preguntaba nada, Jesús montaba las cajas rápidamente en la maleta de los vehículos y estos arrancaban con el cargamento. El pago se resolvía después.
Cuando Mariú y Jesús Domingo sentían que, por fin, estaba recuperándose un poco su economía, los sacudió la falta de gasolina, que venía azotando a la Isla desde inicios de la cuarentena. En Margarita, los meses más duros fueron los de abril y mayo, cuando parecía un pueblo fantasma.
Según una encuesta de junio de 2020, desarrollada por la Cámara de Comercio de Nueva Esparta, la escasez de combustible impactó de manera significativa a 90 por ciento de las empresas consultadas. Caídas estrepitosas en las ventas, dificultad para operar y ausencia de empleados fueron sus efectos más importantes. Las empresas encuestadas consideraron la falta de gasolina como responsable en 90 por ciento del descenso de las visitas a sus negocios. Esa situación tuvo más impacto en su rentabilidad que las constantes fallas de electricidad.
La familia había logrado solventar ese enorme problema por un tiempo a través de un amigo cercano, quien les proveía gasolina, pero en julio se quedaron sin combustible. Minguito regresó a casa después de su jornada en el restaurante con lo último que le quedaba en el tanque.
—¡Coño ’e la madre, jamás me imaginé que llegaría a esta situación! ¡Estos malditos, a lo que nos han llevado!
—No te pongas así —lo contenía Mariú.
—No es suficiente con los controles policiales, los apagones, la cava que se daña a cada rato… ya no tengo ni gasolina, ¿cómo voy a hacer?
Su esposa le recordó que, a pesar de todo, con estar sanos y vivos durante una pandemia, tenían razones para darle gracias a Dios. Como sobreviviente de cáncer, Mariú lo tenía muy claro y siempre se lo repetía, especialmente desde que comenzó la cuarentena. Pero ese día sus palabras de aliento no tuvieron el efecto apaciguador de siempre.
Jesús salió al patio y se puso a hacer ejercicio en el gimnasio rudimentario que había construido en su casa, justo debajo de una mata de mango. No era el Gold Gym, del cual era miembro fundador, pero funcionaba. Corrió varios kilómetros en su propio jardín y levantó las pesas de cemento y envases plásticos llenos de tierra que había creado con sus propias manos. Lo hizo tantas veces que le dolieron los brazos.
A la mañana siguiente se levantó temprano y se puso a trabajar en el huerto que junto con Mariú había creado hacía unos meses y que ya daba sus primeros frutos: pimentón, yuca, auyama, maíz. Tomó un ají dulce y lo olió.
—¿Quieres un cafecito, amor? —interrumpió su pensamiento la voz de su esposa.
—Sí, Mariú, sí; muchas gracias —contestó mirándola y sonriendo, sintiéndose bendecido, a pesar de todo.
Al mediodía, tomó el morral azul de su hija Daniela, metió allí un par de envases con el almuerzo de los dos vigilantes y otro con la comida para Blanquita y Shakira. No podía ir en su carro, así que tomó una bicicleta prestada que tenían en la casa, se puso el morral con las viandas en la espalda, y pedaleó sin parar desde La Asunción hasta el restaurante en Playa Parguito, un poco más de media hora bajo el sol de la Isla, que no es precisamente suave a esa hora. Quizá en su recorrido recordó a su padre y los viajes que hacía en su camioneta pick up llevando agua desde La Asunción para regar los cocoteros, cuando en la playa no había nada.
Así lo hizo a diario por varias semanas, hasta que pudieron resolver el problema de la gasolina.
En septiembre llegó la flexibilización de la cuarentena y las cosas comenzaron a moverse un poco. La venta de cerveza empezó a ser más abierta, pero la de comida no se retomó.
La flexibilización vino acompañada por estrictas y costosas normas de bioseguridad: uso de platos y vasos descartables, antibacterial en buenas cantidades y un termómetro digital para medir la temperatura a los temporadistas sin tocarlos.
El Kiosko El Caney no ha abierto totalmente; el lado que da a la playa permanece cerrado. No hay toldos ni tumbonas. Se despacha por detrás. Se presta el baño, pero no hay mayor oferta de servicios.
La mayoría de la gente que va a Playa Parguito no consume nada, va a relajarse, como los hippies de los años 80.
Los apagones continúan, puede haber hasta cinco en el día.
Los pocos ingresos que puedan generarse se reinvierten en el restaurante, especialmente en la compra de cerveza. Jesús Domingo y Mariú viven un día a la vez.
Los clientes fieles siguen yendo, porque saben que pueden bañarse en la playa y luego tomarse sus cervecitas en el Kiosko El Caney. El pago lo hacen después. Para eso hay confianza. Tienen la seguridad de que el restaurante seguirá allí, mientras el mar continúe golpeando la arena blanca y los cocoteros dando su sombra.
Esta historia fue desarrollada en el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.
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Marcela Ojeda
Soy Comunicadora Social de la UCAB, he sido reportera y guionista. Actualmente trabajo como consultora de Comunicaciones Organizacionales y desde hace un tiempo doy clases en la Escuela de Comunicación Social de la UCAB. #SemilleroDeNarradores