Hasta que la muerte los separe
La ausencia de la figura paterna produjo en Jacqueline una temprana búsqueda por llenar ese vacío, lo cual se tradujo en una relación inestable que sobrellevó hasta el momento en que decidió su separación. Quedó con dos hijos y un paulatino agravamiento de su condición de paciente renal, que llegaría al punto de necesitar un donante de riñón. Junto al repentino donante, descubrió una forma inédita del amor: la desinteresada entrega de quienes permiten que una vida siga su curso aún al final de la suya.
Ilustraciones: Yonel Hernández
Jacqueline es una mujer de 45 años a la que le ha tocado una vida dura. El divorcio de sus padres marcó un antes y un después en su historia, legándole una hipertensión arterial que comenzó a sus 11 años. Una carencia afectiva de ese primer gran amor de toda mujer. Un aprendizaje tempranero de soledad, miedo y dolor, e inconscientemente, la necesidad de encontrar un hombre que limpiara el desastre heredado.
Emprendió su búsqueda a los 15 años, cuando su mamá decidió recomenzar su vida. Desde entonces fue encontrando romances fugaces, fiestas y viajes entre amigas y, a falta de un amor que le moviera el piso, tomó la resolución de disfrutar plenamente su soltería. Pero una cosa es lo que resolvemos en nuestra mente, y otra muy distinta lo que la vida nos planta en frente para hacer aflorar nuestros anhelos secretos.
A Jacqueline le puso delante al hombre que tanto ambicionaba.
Sus miradas se encontraron desde que ella entró en la cancha de básquetbol de Pinto Salinas, en donde se desarrollaba la fiesta a la que sus amigas la llevaron prácticamente a rastras. Eduardo era un hombre difícil de ignorar: su porte varonil y ese aire de madurez lo hacían interesante a la primera vista. Para su suerte, pensó, ella tampoco era fácil de ignorar. La vanidad de una mujer joven y bella suele jugarle en contra cuando la situación es manejada por manos ajenas a la suyas, y Eduardo no sólo atrapó el balón desde el principio, sino que supo cómo driblarlo durante toda la noche.
El primer baile llegó a las tres de la mañana, con canciones de Tito Rojas, desatando una pasión que los mantuvo bailando el resto de la noche. Y los impulsó a extender la fiesta por siete años. Pero como la salsa no se baila en trío, se rompió la magia al descubrir que no era la única danzando en la vida de Eduardo. La resaca de la rumba incluyó dos niños en edad escolar, una larga historia de infidelidades, la cara descubierta de un hombre que se mezclaba en negocios de dudosa reputación y una insuficiencia renal crónica en proceso.
El mayor temor de Jacqueline, su hogar desmoronándose, estaba sucediendo, llevándose con él su salud.
Aquella enfermedad renal, que había sobrellevado con pasmosa calma desde los 21 años, se agitó y comenzó a asolar todo a su paso. De ser una paciente con tratamiento y control trimestral, pasó a ser de las que llevan un cateterismo para diálisis peritoneal. Una máquina de diálisis en su casa la ayudaba a limpiar las toxinas que sus riñones no limpiaban, y a sostenerse en la azarosa y larga lista de pacientes en espera de un donante. Su cuerpo hacía evidente la necesidad de filtrar todo el dolor que había cargado hasta entonces.
Aun así, la decisión de separase no fue sencilla para Jacqueline.
Tres años tardó en encontrar el valor para pedirle el divorcio a Eduardo. El posible impacto que tendría en los niños le apagaba cualquier impulso. Se negaba a hacerle vivir a sus hijos lo que ella vivió. Pero un amigo Testigo de Jehová le leyó un pasaje bíblico que la invitaba a buscar su paz, y comprendió que, aunque amaba a Eduardo con todo su corazón, hacía muchos que no sabía lo que era estar en armonía. Ya no confiaba en él.
Pero el divorció no alejó a Eduardo de su hogar. Él, siguió siendo un compañero dispuesto a llevarla al hospital a cada cita médica, a retirar el tratamiento mensual que le otorgaban para la hemoglobina, y a salir de emergencia ante algún malestar. Mensualmente esperaba las pesadas cajas con el material para diálisis, y estuvo dispuesto a enfrentar la legalidad que le aplicaba, para hacerse su donante. En cuanto a sus hijos, siguió siendo un padre responsable y amoroso. Conocía sus personalidades antagónicas y atendía sus necesidades con prontitud.
Para la paz de Jacqueline, Eduardo mantuvo claro que su separación no incluía a sus hijos. Cada mañana llegaba puntual al apartamento a buscarlos para llevarlos al colegio y a tomarse el guayoyo que solo ella sabía prepararle. La mañana del 25 de marzo de 2008, víspera de su cumpleaños 42, fue la última vez que él cumplió su inalterable rutina.
Eduardo se sentó distraído en la cocina, poniendo sobre el mesón aquella pistola que tantas discusiones causó en su matrimonio. Jacqueline, al darse cuenta de su falta, le pidió, como en otras ocasiones, que la escondiera de la vista de sus hijos y que no estuviera armado cuando los fuese a buscar. Él sonrió al rememorar las viejas discusiones de casados, guardó el arma y, mientras tomaba café, revisó los estantes de la cocina para comprobar que era tiempo de hacer mercado. Se despidió de ella coquetamente, prometiendo que esa tarde la buscaría para hacer las compras, e invitándola a recordar la época en que eran felices, asegurando que aún la quería, que ella era la mujer de su vida.
Jacqueline cerró la puerta tras de él y se lo pensó un segundo. Otra oportunidad con Eduardo no sería mala idea, de haber tenido la certeza de que cambiaría sus hábitos de Don Juan, pero tenía la convicción de que eso no sucedería.
La comunicación telefónica tuvo fuertes fallas ese día. Intentaron ubicarse constantemente, encontrándose con una voz automática anunciándoles que no podían ser localizados. Así se les fue el día y llegó la hora de la diálisis. Jacqueline comenzó su preparación, pensando que el mercado quedaría para el día siguiente. Sin embargo, no dejó de darle vueltas a la ausencia de Eduardo, y a su propuesta de esa mañana.
El sonido de su celular rompió sus pensamientos y su ritual de higiene para la diálisis. Un frío recorrió su espalda confirmándole sus oscuros presentimientos. La voz urgente, al otro lado de la bocina, le dijo que Eduardo había muerto, muy lejos de ellos.
Si hubieran hecho el mercado, él estaría allí, arreglando los productos en los estantes mientras ella recibía su tratamiento. Vivo. Riendo en la cocina con las ocurrencias de sus chamos… Pero no. Una bala silenciosa perforó su pecho quitándole la vida, y llevándose con él la tranquilidad de Jacqueline y de sus hijos. Esa llamada la hizo comprender cuánto amor albergaba aún en su corazón por Eduardo. Aquella bala había arrancado, a su paso, un pedazo de su pecho.
El divorcio fue solo un entrenamiento para los años siguientes, con una pensión por incapacidad laboral, insuficiente para mantener a dos niños en edad escolar. Con la herencia de sus hijos sometida a la ambición de quienes la rodeaban, y sus adolescentes sumergidos en la rebeldía, Jacqueline entró en el momento más oscuro de su insuficiencia renal. Tras cinco años de perfecto funcionamiento, el peritoneo dejó de ser eficaz y la diálisis bajó su capacidad como jamás lo había hecho.
Como solución temporal a la falta de donante, el nefrólogo le asignó una bolsa de líquido para diálisis con mayor concentración de limpieza, que le sería entregada en el hospital cada dos días. Sus viajes al hospital se hicieron más recurrentes y con cada uno de ellos perdía la esperanza de salir airosa del trance.
Esa última tarde, una doctora del servicio le hizo saber que su nombre “estaba sonando por el hospital”. Con un ápice de esperanzas se fue a su casa a rogar que sonara lo suficientemente alto.
Sus plegarias fueron atendidas. Apenas llegó a su casa recibió la llamada de la Unidad de Nefrología del Hospital Pérez Carreño. Tenían a un donante y, de la larga lista de los pacientes en espera, su nombre había resonado bastante alto. Conectada a una máquina de hemodilución, y con una temperatura corporal muy baja, cerró los ojos para enfrentarse a una larga operación de trasplante, con consecuencias altamente inciertas, dadas sus condiciones.
La tibieza que emanaba de su cuerpo cuando despertó de la anestesia, luego de meses sufriendo de un frío extremo, fue todo lo que necesitó sentir para saber que lo había superado.
El médico residente se acercó a explicar los detalles de su operación, puntualizando que el riñón trasplantado había comenzado a funcionar completamente desde el principio, pero que no debía confiarse. Había que cuidarlo con medicina, alimentación balanceada y el reposo adecuado. Además, para invitarlo a ser parte de su cuerpo, debía ponerle un nombre.
La idea de nombrar al riñón le resultó descabellada a Jacqueline, pero el procedimiento médico lo requería y, pese a su negativa, se le puso una fecha tope para cumplir su tarea. La mañana del día pautado llegó, y no tenía el nombre encomendado, así que decidió enfrentar al médico y pedirle razones de peso para lo que consideró una petición absurda.
No fue necesario. El nombre del riñón le llegó como caído del cielo.
Una mujer vestida de negro, acompañada de la jefa del Servicio de Enfermería, se le acercó a contarle la historia del donante del riñón que ahora lleva Jacqueline. Se llamaba José Gregorio, un joven estudiante de 23 años que se cayó inexplicablemente por las escaleras de su casa, se golpeó la cabeza y entró en un coma del que no volvería a levantarse. La visitante, vecina de José Gregorio, era una paciente renal que peregrinó durante años en la espera de un riñón y estaba esa mañana en el hospital para recibir su chequeo médico, antes de ir al último novenario que despediría para siempre al muchacho.
Cuando se presentó tan conmovida contando la historia del joven, la jefa de Enfermería, pasando por encima del procedimiento legal, que indica que no pueden ponerse en contacto trasplantados con familiares de donantes, decidió presentarlas para darle consuelo. El riñón de José Gregorio le daba una nueva oportunidad a una madre soltera, cuya vida había sido desastrosa durante los últimos años.
Y así fue: la vecina se llevó la gratitud de una familia entera, y la sonrisa de una mujer con una nueva oportunidad. Al despedirse, visiblemente emocionada, le hizo saber a Jacqueline que José Gregorio estaría muy feliz de que una parte de él siguiera viviendo en una mujer como ella.
La hora de la revista médica llegó. El residente hizo su pregunta y la respuesta lo dejó atónito.
—José Gregorio, doctor.
Intrigado, preguntó la razón de elegir ese nombre, y Jacqueline le contó sobre su disyuntiva emocional, sus peticiones a Dios para quitarle esa sensación de que aquello era macabro, y la visita de la vecina del joven donante, contando la historia de quien, mediante su muerte, le había salvado la vida. El impresionado médico solo se retiró de la sala, convidándola a disfrutar de su nueva vida.
Dirán los creyentes que el doctor José Gregorio le hizo el milagro, pero lo cierto de la historia de Jacqueline es que un joven, al que no conoció, le cambió la vida con una forma de amor inédita, y completamente inesperada. José Gregorio, sin conocerla, le demostró lo que significa el amor desinteresado en el prójimo, le devolvió un enorme deseo de vivir y de sanar completamente su corazón, y le enseñó que el amor no duele, sino que salva. Y luego de ella buscarlo con tanto afán, ese desconocido terminó siendo el hombre de su vida.
Y de allí hasta que la muerte los separe.
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Becky Plaza
Caraqueña. Archivólogo de profesión, artesana de letras de vocación. Leo para sobrevivir a la realidad, y escribo porque claudico ante ella.