Miguel sabe lo que vive su mamá
El coronel de la Guardia Nacional José Gámez Bustamante fue acusado en cadena nacional por Nicolás Maduro de organizar saqueos a comercios en Los Teques. Una llamada realizada desde un teléfono a nombre de su esposa, Carmen Alicia Gutiérrez Acevedo, bastó para que ella también fuese involucrada, acusada de terrorismo y asociación para delinquir. Se encuentra recluida en El Helicoide, mientras que su esposo está en la PGV. Su hijo, Miguel Gutiérrez, un cristiano de 28 años, se ha convertido en su sostén emocional.
Fotografías: Valeria Pedicini / Álbum familiar
Hay dos tipos de personas razonables: las que aman a Dios porque lo conocen y las que lo buscan de todo corazón porque no lo conocen. Miguel navega en ambas aguas. Le cuesta entender cómo ese mismo Dios que adora, al que dedica horas de estudio y cuya palabra predica a diario, puso a su madre, a su padrastro y a él en el lugar de la Tierra más parecido al infierno.
Pero el azar no existe en la vida. Einstein diría que el Señor no está para jugar a los dados. A sus 28 años, Miguel Gutiérrez sabe cómo enfrentar las mañas de la cárcel dentro y fuera de ella. Y no porque sea un criminal con graves antecedentes penales.
Su trance tras las rejas duró 45 días por un delito de contrabando de azúcar que, afirma, no cometió. Pero el caso de su padrastro y de su madre ha tardado más. Un plazo incierto, si se toma en cuenta que ambos son presos políticos del gobierno de Nicolás Maduro.
Carmen Alicia Gutiérrez Acevedo trabajaba como asesora de belleza en una cadena de farmacias. Su esposo, José de Jesús Gámez Bustamante, es coronel retirado de la Guardia Nacional. Ambos fueron encarcelados la noche del 21 de enero de 2015, horas después de que el presidente Nicolás Maduro, en un discurso ante la Asamblea Nacional, acusara al oficial de organizar saqueos a comercios en Los Teques, la ciudad mirandina donde vivía la familia.
Maduro señaló al oficial de planificar la quema de la extinta red de abastos de Mercal, Pdval y Abastos Bicentenarios, a través de dos llamadas telefónicas: a Iván Carratú Molina, quien fuera jefe de la casa militar del fallecido ex presidente Carlos Andrés Pérez, y al activista opositor Franklin Hernández. En su alocución dejó escuchar las grabaciones de ambas llamadas, efectuadas, según dijo, semanas antes de que ocurrieran unos conatos de saqueos en esa ciudad, entre el 10 y el 14 de enero, en medio del nerviosismo y largas colas para buscar alimentos básicos.
“Es una estrategia, tenemos que empezar a mover estudiantados en los grandes comercios, (como Abastos) Bicentenarios, para generar olas de violencia y buscar que efectivos de la Guardia Nacional y de la Policía Nacional presten atención y ataquen”, decía el audio atribuido al coronel.
Gámez Bustamante cursó estudios en la Escuela de las Américas en Estados Unidos y llegó a ser comandante del Grupo de Antiextorsión y Secuestro de la GNB en 2008. Eso se escuchaba en una de las grabaciones y fue utilizado por Maduro para condenar al coronel y a Franklin Hernández sin haber recurrido a un juez.
“No me van a decir que estos son presos políticos. Van presos los dos. Uno tenía beneficio desde su casa y, desde su casa, decía estas barbaridades. Experto, como decía él, en guerra psicológica y terrorismo”, dijo Maduro al referirse al oficial en cadena de radio y televisión.
Una llamada hecha por Gámez a Carratú Molina, el 17 de diciembre de 2014, desde un teléfono celular que estaba a nombre de su esposa, bastó para que a la madre de Miguel le imputaran los cargos de terrorismo y asociación para delinquir. La conexión telefónica es la única prueba existente en su caso, que suma 17 audiencias diferidas. Espera el juicio en una celda del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, en ese caracol de concreto llamado El Helicoide, en el sur de la capital.
El proceso contra Gámez, en cambio, ha deambulado por tres tribunales. El coronel estaba en la mira del gobierno desde 2006, cuando allanaron su antigua casa en San Antonio de los Altos. Entonces lo vincularon a un supuesto complot contra el fallecido presidente Hugo Chávez.
En julio de 2012, fue detenido por una de las tantas denuncias de magnicidio que aquel revelara en público, aunque en 2008 había sufrido un ACV que lo puso a depender de un bastón. Por esa misma condición, recibió una medida de casa por cárcel, que fue revocada en 2015. Ahora espera por otro beneficio humanitario en el internado de San Juan de los Morros, en los llanos venezolanos, ya que sus condiciones de salud empeoraron, como lo denunció la ONG Foro Penal Venezolano.
Las detenciones de su madre y su padrastro significaron para Miguel el comienzo de lo más parecido a un castigo bíblico.
Los pensamientos de Miguel están secuestrados por los recuerdos de esa noche cuando entró a su casa en el sector La Matica, en Los Teques, de donde su madre y su padrastro salieron esposados por agentes del Sebin. Su hogar fue desvalijado en el allanamiento practicado sin orden judicial. Sintió un golpe en el pecho al ver cómo violentaron la puerta, destrozaron el cielo raso, despegaron la cocina del empotrado, sacaron la poceta del baño y se robaron dinero, joyas y artefactos eléctricos.
Al buscar pruebas de un dudoso complot, los policías acabaron con el trabajo de una madre soltera que salió hace 15 años de Rubio, en el estado Táchira, con su único hijo, para darle una mejor vida cerca de la capital.
Esa noche de terror, hace ya dos años y medio, transcurrió para Miguel en cámara lenta. A las 3:00 de la madrugada, recibió la llamada de Carmen diciendo que estaba bien, que estaba en El Helicoide y que le trajera ropa a la mañana siguiente. La espera fue larga. El joven no vio a su mamá sino hasta 15 días después, el 5 de febrero, justo el día de su cumpleaños.
En una de las salas dispuestas por el Sebin para las visitas familiares, Miguel, entre lágrimas, detalló a su madre. Estaba maquillada y perfumada. A sus 48 años, seguía siendo la mujer coqueta que él siempre conoció. El encierro no le había torcido su espíritu.
—Papito, todo va a estar bien —le dijo Carmen.
Eso lo tranquilizó.
Esta penitencia los ha fortalecido y unido más. El hijo se ha convertido en el principal apoyo de la madre. El que intenta visitarla todas las semanas aunque el dinero no alcance o no haya suficiente comida en su nevera. El que predica el evangelio en las horas más tristes y le ha pedido sonreír como conjuro ante la adversidad.
—Tienes que estar bien. Estar fuerte. Esta es una lección que nos encomendó Dios por algo y lo vas a lograr —le dijo a su madre en una ocasión.
El muchacho sabe que el caso de Carmen no es fácil, que está movido por los hilos de la política. En noviembre de 2016, el juicio no comenzó porque los agentes del Sebin no trasladaron a su mamá al tribunal. Allí la esperaban el juez, el fiscal, los policías que allanaron su casa y hasta el coronel Gámez. Su mamá esperó por horas dentro de una patrulla, en el sótano del estacionamiento del Palacio de Justicia. La devolvieron a El Helicoide sin darle explicaciones.
Con el coronel, el contacto de Miguel no ha sido tan directo. Lo ha visto en dos ocasiones desde que cayó preso. El gobierno lo ha mudado dos veces de prisión: de El Helicoide a la cárcel militar de Ramo Verde; y de allí, al penal de San Juan de los Morros, junto a delincuentes comunes. Quizás la distancia entre ciudades afectó la relación entre ambos. También marcó la del trato. “Coronel” o “mi coronel” es el respetuoso saludo que siempre le da al hombre de fuerte carácter con quien convivió 12 años de su vida.
La Biblia dice que Dios impone disciplina pero, a la vez, castiga. A la lucha de Miguel por la libertad de Carmen se le sumó un capítulo inesperado: la de su propio encarcelamiento. A finales de marzo de 2017, fue acusado de desviar 164 bultos de azúcar para la reventa. Es socio de una pequeña distribuidora de alimentos en Caracas, fue tratado de conspirador y terminó recluido por mes y medio en una celda de la Policía Científica en San Agustín del Sur.
El encierro significó un nuevo reto para su cuerpo y espíritu. Vivir hacinado en un espacio caluroso, mugriento, sin baño ni agua, junto a otros treinta hombres que mataban su ocio entre drogas, juegos y otras prácticas ajenas a los intereses de un cristiano, significó un poderoso desafío.
Se valió de la calma y la fe para exorcizar los demonios. Pasó de ser “El chino”, como lo llaman cariñosamente familiares y amigos, a “El Pastor” entre sus compañeros tras las rejas. Un joven capaz de convencer y convertir de fe, con una pimpina de agua utilizada como pila bautismal, a estafadores, violadores, asesinos y ladrones con los que compartió en esas semanas. La palabra fue su principal herramienta. Y ahora dicta clases de oratoria en su iglesia, el Ministerio Internacional Apostólico y Profético, Dios Nuestra Justicia, ubicada a pasos de la casa y el local de Farmatodo donde trabajaba su madre.
Apenas puso un pie en la celda, lo recibieron con empujones, gritos, insultos y amenazas de extorsión. Vestía jean bermuda y una franela verde con un mensaje que fue interpretado como una provocación de un recién llegado al inframundo carcelario: “No tengo miedo”.
Sin mediar palabra, los reos le quitaron las ropas y lo dejaron en bóxer. Preguntaron, desafiantes, por qué no tenía miedo. Miguel no se turbó. Su pasado como cadete en una escuela militar y su roce con el duro carácter del coronel debieron ayudarlo. Explicó que el mensaje no era contra nadie, que era el nombre de una famosa canción de la banda cristiana de reaguee-ska, Jahaziel Band.
A Miguel le preguntaban por pasajes de la Biblia para comprobar si, de verdad, era cristiano, una fe que abraza desde los 15 años. El joven recitó el versículo bíblico que más le gusta para sellar este impasse. Uno que se refería a la obligación de sentir preocupación y servir de ayuda a los amigos cuando los problemas inundan sus vidas. Ese es el verso de Filipenses 4:19:
Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús.
A diferencia de su mamá, el joven recobró su libertad en mayo por falta de pruebas. Sabía que lo iban a liberar en la mañana, pero la boleta de excarcelación no llegaba. Su esposa esperaba sola a las afueras de la sede policial. Una protesta de los demás presos, en solidaridad con él, ejerció la presión para que el papel llegara al filo de la medianoche. Su libertad se celebró con gritos, ruidos y oraciones.
Como si hubiera salido del infierno y el purgatorio descrito por Dante, el muchacho salió fortalecido a las calles. Ahora, escribe un libro. Aguarda en calma para culminar el texto, porque sabe que están por escribirse los capítulos felices de su vida, en especial los dedicados a Carmen. “Sería un final excelente. Haber salido de la jaula de los leones, sin un rasguño”.
Mientras tanto, ya puede hablar a su madre de presidiario a presidiaria. Ya sabe muy bien lo que se vive.
Carmen Alicia Gutiérrez salió de la cárcel el 1 de junio de 2018, junto a otros 18 presos políticos. A esas 19 personas no se les otorgó libertad plena, sino beneficios procesales, con restricción de salida del país. Les prohibieron usar redes sociales y declarar a la prensa. José Gámez Bustamante, por su parte, continúa tras las rejas, en la cárcel 26 de julio, en San Juan de los Morros. Está siendo juzgado por un tribunal ordinario y su proceso está en etapa de juicio. Sus abogados han exigido atención médica, pues luego de haber sufrido dos accidentes cardiovasculares padece de trombosis y parálisis parciales.
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Periodista. Aprendiz de papá y medio voyeur. Por eso me gusta andar escribiendo sobre personas y casos que van mas allá de 150 caracteres.
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