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Bajo el asfalto de la ciudad de Santiago

Jun 21, 2017

Un grupo de venezolanos residenciados en Santiago de Chile comenzó a llevar la realidad de nuestro país a todos los rincones de esa ciudad. Ideada por la periodista Mireya Tabuas, la iniciativa «¿Por qué protestamos los venezolanos?» ha ido creciendo, hasta replicarse en otras ciudades del mundo. La también periodista Airam Fernández nos cuenta una jornada de esa actividad. 

Fotografías: Airam Fernández

 

El tren llega y las puertas se abren. Los pasajeros van directo a los asientos vacíos, que son muchos, porque a las 3 de la tarde la rutina es suave en el Metro de Santiago. Los que no alcanzan a sentarse, se van a los rincones. La brisa helada de los primeros días de otoño se cuela por las ventanillas, mientras algunas miradas van enfrascadas en libros o celulares. Nunca me habían confundido con alguien que vende cosas o pide dinero. Hasta hoy, nadie se había acercado a mí con ojos tristes y con un billete en la mano, por empatía o compasión.

Es miércoles, 17 de mayo. En uno de esos rincones del vagón, un señor va leyendo El Mercurio, el diario de mayor circulación en Chile. La portada dedica titulares a la fachada grafiteada de un importante museo de la capital, a un proyecto de ley que busca regular la elección de intendentes, a la agresión recibida por un diputado local, a Trump, a Rusia, a una protesta en México.

Venezuela, en su día 47 de manifestaciones, no está en esa portada.

 

Este no será otro viaje más bajo el asfalto de la ciudad de Santiago. Me acompañan dos amigos para hacer algo que creemos necesario. Estamos en la estación Universidad de Chile, una de las más concurridas de la capital, mientras esperamos que el tren reanude su marcha. Con una mano me aferro a uno de los tubos de metal y con la otra sostengo varios marcalibros que llevan una pregunta visiblemente impresa: “¿Por qué protestamos los venezolanos?”.

—A ver, ¿por qué protestan? ¿Acaso tú eres venezolana? —me increpa, con un tono no muy cordial, una mujer que tengo enfrente y que va sentada, mientras se abraza su cartera como a un salvavidas.

Yo estoy de pie y le digo que sí. Intuyo que leyó eso que traigo entre manos y que en minutos compartiré con todos los que van en ese vagón, también, a modo de protesta.

El tren vuelve a cerrar las puertas. Le cuento a esta mujer los argumentos de mi identidad convertida en herida y en menos de un minuto llegamos a la próxima estación. Se levanta del asiento, me mira con desdén, y mientras se aleja, me interrumpe con algo que ya he escuchado antes:

—¿Pero qué pretenden? ¿Ustedes no eligieron a Maduro? Lo que quieren es que vuelva la derecha y perder tantos años de progreso e inclusión.

Respiro profundo y me contengo, como otras tantas veces.

En menos de un minuto no pude explicarle que esto no se trata de la derecha peleando contra la izquierda. Hubiese querido contarle que en eso que ella asume como progreso, tuve que enterarme por un chat de Whatsapp que a un familiar lo asaltaron y le dispararon, pero murió de mengua después de resistir varios días, pues no hubo cauchos qué ponerle a la única ambulancia que funciona en el precario pueblo donde vivía, para llevarlo a un hospital donde sí pudieran atenderlo, en otra ciudad. O también podía decirle cómo he tenido que ingeniármelas —como sé que hacen tantos venezolanos— para enviar al país cosas tan básicas como unas pastillas para el dolor de cabeza, o unas costosas gotas que mi abuela necesita para tratar su glaucoma, porque allá nada de eso se consigue.

Otra mujer que va en el asiento contiguo parece leerme el pensamiento atribulado. Me mira con cara de pena. “Ánimo”, me dice, y que si me sirve de algo, ella sí sabe por todo lo que estamos pasando. Le agradezco. Entonces la fuerte voz de mi compañero arropa a todo el vagón y ella voltea a mirarlo. Los demás no. Quizás creen que es un vendedor ambulante.

—¡Buenas tardes, agradezco su atención, por favor! —irrumpe en el tren, tratando de ganarle al ruido, las vibraciones y la ventilación—. Somos periodistas y somos venezolanos. No venimos en nombre de ningún partido político. Algunos sabrán que nuestro país atraviesa por una situación muy dura, pero ante la desinformación y la duda, mis compañeras y yo queremos explicarles por qué protestamos.

Y empieza a leer las razones que van en esos marcalibros y que vamos entregando asiento por asiento:

 

Más de 6.830 detenciones políticas se han producido desde 2014.

81,8% de los hogares están en pobreza.

9,6 millones de habitantes comen dos o menos comidas al día.

39 personas han muerto durante las manifestaciones de los últimos días.

Un 39 que, lamentablemente, ese día cambió. Lo decimos. Mencionamos nombres, edades, oficios. Vemos caras de asombro. Escuchamos varios “¡qué atroz!”, esa frase que los chilenos usan para todo lo que les sorprende o descoloca demasiado.

Y así vamos leyendo cifras que duelen, mientras unos cumplen con la vida y la rutina como un tránsito. Entre vagón y vagón, discurso y discurso, muchos entran y salen apurados. Algunos no alcanzan a escuchar con claridad nuestras razones de protesta. Un señor despierta de una siesta. Una chica se quita los audífonos. Otros siguen con la vista perdida, cansada y no muestran ningún interés. No se puede ser indiferente, pienso, cuando la persona que está frente a ti acaba de decir que en otro país, uno que se supone no está en guerra, hay 27 mil asesinatos al año.

Pero las muestras de solidaridad son mayores. Aplausos, sonrisas cómplices. La chica universitaria que desde un rincón te mira con esos ojos tristes, después de escuchar cómo agoniza un país, y se acerca con prisa y agitando un billete de mil pesos ($ 1,5) porque cree que con esta campaña pretendemos recolectar dinero.

—¿Pero cómo que no? —pregunta, todavía con el billete en la mano—. ¿Entonces me puedes dar otros más? Así los reparto en mi barrio.

Tres estaciones más allá, donde nos bajamos para cambiar de tren, se nos acerca un profesor universitario. Quiere saber de qué manera puede ayudar económicamente. Le contamos sobre algunas fundaciones que reciben donaciones de dinero y medicinas. Anota nombres. Dice que investigará. Nos cuenta que en sus clases de ciencias políticas siempre trata de hablar de Venezuela, porque quiere que sus alumnos conozcan la situación.

—Los chilenos sabemos lo que es vivir en dictadura. Por eso no podemos ser indiferentes con lo que a ustedes les pasa. Y más importante es hablarle a los jóvenes, formarlos, para que la historia no se repita —nos dice.

Del otro lado del andén, esperábamos otro tren para repetir que esto no se trata de una lucha de la izquierda contra la derecha, que hay centenares de heridos, que muchos civiles han sido detenidos y presentados ante tribunales militares, que existen múltiples denuncias de abusos policiales y que, a pesar de que la protesta en las calles es pacífica, la represión es desmedida. En eso, por una demoledora coincidencia, un joven que va de salida se acerca a nosotros. Es, también, un migrante venezolano.

—Gracias, panas. Eso es, hablen de todo lo que pasa, hablen también de los muertos. Digan sus nombres. Juan Pernalete era mi amigo.

 

Estamos lejos, sí, a más de 5 mil kilómetros de casa. “Un extranjero lleva siempre la patria bajo el brazo, como a una huérfana”, escribió hace años la poeta Nelly Sachs. Entonces desde acá hacemos lo que podemos por ese país que nos hace llevar una doble vida, con la mente dividida, cumpliendo también con otra rutina que pesa y con nuestras nuevas obligaciones, chequeando Twitter a toda hora, con la angustia que no se va y que palpita como el peor de los sustos, porque nuestras familias están allá, ahogados en la escasez y expuestos a tantos peligros.

Ha pasado un buen rato y ya se acerca la hora en que los pasajeros empezarán a apilarse como sardinas en lata. En ese viaje no iremos porque será imposible hablar y menos aún hacer que nos escuchen. Otra vez, el tren llega y se abren las puertas. Nunca me habían confundido con alguien que vende cosas o pide dinero, pero hoy valió la pena. Este miércoles no estamos en la portada de uno de los medios más leídos de Chile, pero sí en las bocas, mentes y libros de un montón de chilenos.

Nos vamos pensando en otras acciones, planeando la próxima toma, quizás en un mercado popular. Ahí diremos, entre otras tantas cosas, lo que el Ministerio Público recién confirmó: que al estudiante Juan Pernalete sí lo mató una bomba lacrimógena que disparó, durante una protesta, un efectivo de la Guardia Nacional Bolivariana.

Es nuestra forma de estar en casa, batallando por y con los nuestros, llevando nuestra realidad bajo el asfalto de la ciudad, con la esperanza de que salga a la luz y se multiplique.

 


La periodista Mireya Tabuas es la creadora de la campaña “¿Por qué protestamos los venezolanos?”. En Santiago de Chile, donde vive junto a otros ocho mil venezolanos (según datos del Departamento de Extranjería y Migración del Ministerio del Interior) nos convocó para esta iniciativa. Somos periodistas, diseñadores, abogados y educadores que queremos abordar al chileno de a pie, sin consignas políticas, para informarle, con datos duros y confirmados, sobre la situación en Venezuela y las razones de las protestas. La campaña ha sido replicada por la comunidad venezolana en más de diez países. En Santiago hemos repartido casi 3000 marcalibros que imprimimos gracias a donaciones y al aporte que cada uno de nosotros pudo hacer. Tenemos una cuenta en Twitter: xqprotestamos

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Periodista y cronista venezolana. Vivo en Santiago de Chile, por ahora. Desde acá cubro temas LGBTI para la agencia Presentes. También colaboro con el servicio financiero de Thomson Reuters en monitoreo y edición.

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