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En un viejo autobús de Líneas del Sur

Al deletrear el titular de la muerte del Che Guevara, el 10 de octubre de 1967, Ángel Gustavo Infante comprendió que había comenzado a crecer. En este relato se vale de sus recuerdos para narrar lo que pasó en su vida durante los cinco años en los que transitó a la adolescencia.

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Yo llegué de último en la larga carrera familiar iniciada por mis padres en 1950, empresa que mantuvo a mamá embarazada a lo largo de la década. Por esta razón, cuando murió el Che yo era en casa el “muchacho de los mandados”. Y es así como la mañana del martes 10 de octubre de 1967 regreso del quiosco de los periódicos con mi ejemplar de Últimas Noticias, y al entrar a la sala, con ánimos de lucirme, tratando de deletrear la primera plana, leo ufano:

—Mu-rió-el-che-güe-güe-güe-vaaa-ra.                          

De inmediato salió mi mamá secándose las manos y me corrigió entre molesta y nerviosa:

—No es Güevara es Guevara —dijo sin mayores explicaciones, me arrebató el tabloide y corrió a la cocina.

 

Ese día entendí cuatro cosas:

1. Que ya tenía sentido del ridículo: rojo como un tomate aguanté las ganas de llorar ante la despiadada rechifla de mis hermanos.

2. Que se trataba de una noticia bomba: de lo contrario mamá no se hubiese irritado por mi involuntario sabotaje de la primicia.

3. Que por fin aprendía a leer, pese al error de haber pronunciado el apellido con “diéresis o crema”, como me explicó mi maestra esa misma tarde: esos puntitos que flotan sobre la u como dos cerezas en un coctel.

4. Que con la muerte del Che Guevara; o sea, con la lectura, concluía la primera temporada de mi niñez y, sin saberlo, comenzaba la expulsión del paraíso, un brumoso paisaje parecido al corral “teológico o ficticio” donde pastaban las vacas imaginarias de Augusto Comte.

En otras palabras: a los 7 años de edad comencé a alejarme de la infancia (en los remotos tiempos se aprendía a leer tarde) o, mejor, de la primera infancia, esa sombra apacible que no registra la memoria, ese lago ágrafo que atravesamos en cueros movidos por instintos básicos.

De la noche a la mañana mi estatus cambió, lo cual no me impidió seguir con los mandados de casa; pero el hecho, nada simple por cierto, de deletrear el mundo y comenzar a —o a tratar de— traducirlo en palabras era más importante que el asesinato del mítico guerrillero por quien esta vez fue papá el que derramó algunas lágrimas.

Mamá había agotado las suyas junto al país durante los dos meses que unieron al terremoto de Caracas con la muerte de Cherry Navarro, un cantante popular desaparecido en plena juventud. De modo que entre nosotros el asesinato del Che no tuvo el impacto causado en el resto de América Latina, porque además, a aquellas alturas del partido, la derrota de la izquierda era un hecho y el doctor Guevara era amado y odiado en partes iguales. Que se los digo yo que nací el mismo año de la Revolución Cubana y fui el único beneficiario local de aquel deceso.

  

Entre mi hermano mayor y yo hay diez años de diferencia y cinco hermanos de distancia: otro varón y cuatro hembras. En aquel momento, los que estábamos en edad escolar nos dividíamos en dos grupos: los de la mañana y los de la tarde, así nuestro ángel del hogar con cutis de porcelana nunca estaba sola.

Yo pertenecía al equipo vespertino. Cada mediodía, cuando nos preparábamos entre esa suerte de nerviosa alegría que, al menos en mí, producía el acto de ir a clases, escuchábamos una micro cadena del doctor Raúl Leoni, seguida por la selección de “Los dos ligaditos”, en Radio Tiempo, que solía complacer a los oyentes con dos canciones que estaban pegadísimas: el pasodoble “El cariño verdadero”, de Memo Morales, y la balada de Los Indios Tabajaras “¿Por qué eres así?”.

Yo las escuchaba con el estómago en vilo y las manos empapadas de sudor frío y así me entregaba en cuerpo y alma a la reverberación hasta llegar a la escuela donde hallaba alivio en unas ciruelas redonditas, relumbrosas, que venían envueltas en celofán.

Al otro día, aparte de la alocución del presidente, era exactamente lo mismo: los escalofriantes aires de una corrida de toros que nunca llegaba a celebrarse y en su lugar aparecía un marinero declarando su amor a un velero, por el valor sentimental que éste le merecía. Y enseguida llegaban los acordes de la guitarra y la escueta percusión de los dos hermanos emplumados oriundos de una selva brasileña que, con voces aterciopeladas, exponían su desconcierto ante la mujer (lo mismo que el doctor Freud a comienzos de siglo), al no comprender la ambigüedad del lenguaje gestual de la amada:

¿Por qué suspiras y piensas en mí

cuando te miro yo?

¿Por qué tus ojos me dicen que sí

si sé muy bien que no?

El problema, ahora lo veo claro, era ese oscuro objeto del deseo al que aún no tenía acceso y me devolvía a una infancia que, como los Tabajaras, tenía más preguntas que respuestas:

¿Por qué me llamas y luego te vas?

¿Por qué eres así?

¿Por qué?

De modo que el sudor en mis manos quizá era un indicio de ese “hielo abrasador” o “fuego helado” del que hablaba Quevedo y que experimentaría en un futuro no muy lejano.

Entonces, para aprovechar lo que me quedaba de inocencia, preferí saltarme esas páginas abstractas y dediqué mi tiempo al único combate cuerpo a cuerpo que existía en mi universo: el Catch as catch can o “Lucha libre americana”, que transmitía la Cadena Venezolana de Televisión (CVTV) cada sábado, en vivo, desde El Nuevo Circo, y que disfrutábamos solo los varones. Mis hermanas solían colocarse donde no pudieran ser vistas para aprender los trucos, llaves y golpes de los luchadores que luego practicarían conmigo en venganza por no haberme negado a crecer y, en consecuencia, haber matado al bebé querido de todas.

El 22 de diciembre cumplí 8 años, pero el mejor regalo lo recibí en enero cuando Renny Ottolina presentó en su show de RCTV a Miriam Makeba, una cantante sudafricana que impuso el “Pata Pata” y desató la locura en una revolución bailable tan o más arrasadora que el Mayo francés y todas las revueltas de la contracultura. Todo el mundo en todas partes daba un paso al frente, apoyaba el talón en el piso, giraba y se contorsionaba a su gusto repitiendo:

Yiyo mama, yiyo mama

Nants’ iPata Pata

Yiyo mama, yiyo mama

Nants’ iPata Pata

El efecto “Pata Pata” nos hizo cambiar el Benny Moré del Chino Valera por la excelente negra de turbante para poder decir:

Por aquí pasó Miriam Makeba

y le metió candela

a Beethoven a Mozart a Vivaldi

los Beatles se salvaron porque le hablaron

largamente de algo parecido a la caída de un reino.

Y con ese paso, por una parte, enterramos al twist rocanrolero con el que me lucía en las reuniones familiares y, por otra, cerramos la década.

 

Fue entonces cuando mi ídolo decidió irse a la marina. “De los males el menor”, pensaría mi hermano: era eso o esperar angustiado la sorpresa de la recluta que lo mandaría por dos años al infierno del ejército terrestre. Un domingo, a pesar de papá, bajamos a Catia La Mar en su Ford Fairlane a visitarlo a la escuela de grumetes. El muy oveja negra había cambiado, su cabeza rapada bailaba sobre un uniforme inmenso y se le notaba más atento que antes. Dimos vueltas por los alrededores y terminamos tomando refrescos en el casino donde un grupo musical improvisado por los propios internos trataba de amenizar la tarde.

Al final se agachó frente a mí, tomó mi cara entre sus manos y me dijo:

—No te dejes dominar, carajito, no cambies.

Pero, a despecho de mi ídolo, la historia decía lo contrario en todos los espacios.

En el público se escuchaba a cada rato el eslogan: “El cambio va”, de la campaña electoral que llevó a Rafael Caldera a la presidencia; en el privado el cambio llegó con los matrimonios de dos de las muchachas; y en el íntimo estaba yo frente al espejo estudiándome la cara y pensando que ya la segunda temporada de la infancia estaba por acabarse.

De hecho, hasta la vida de él cambió con su ingreso a la tripulación del único submarino que tenía nuestra armada, después de pasar por una larga serie de exámenes que, al parecer, le blanquearon la lana. O eso quiso creer papá al disimular la alegría, lejos de imaginar la transformación que le esperaba a su primogénito.

De aquella historia solo me limitaré a decir que ocurrió en 1970 cuando el submarino zarpó rumbo a San Francisco, California, donde aún bullía el movimiento hippie que lo devoró. Al tiempo regresó a Caracas y su vida transcurrió como si se hubiese quedado en el viaje. De hecho, de mi antiguo ídolo ahora solo sabemos que pasea sus 70 años bajo una exigua melena por algún lugar de España.

 

Entretanto, yo esperaba su regreso baquetas en mano, ilusionado con la batería que me traería de Estados Unidos. Cosa que no ocurrió y más bien me ayudó a dejar de ser tonto o ingenuo o niño, que no es lo mismo pero es igual, pensé entrando al liceo con un ejemplar de la primera edición de Piedra de mar en la mano que un pretendiente de mi hermana menor, que trabajaba en los almacenes de la flamante Monte Ávila Editores, se había robado para agasajarla y de algún modo había llegado hasta mí que ya andaba flotando como el Corcho de la novela de Pancho Massiani.

De pronto sentí que estaba listo.

Otros eran ya mis intereses.

Antes debí pasar por algunos recovecos de la historia como los prostíbulos de la avenida Lecuna, la misma noche en que asistí entre la altanería del bachillerato, uniformado y en cambote, al gran mitin del Movimiento al Socialismo (MAS) celebrado en El Nuevo Circo, solo para ver de lejos a Teodoro Petkoff.

Y así como este relato comenzó con la muerte del Che Guevara, concluye cinco años después, con la película del Concierto para Bangladesh que llegó en 1972.

El concierto se había celebrado un año y medio antes en el Madison Square Garden de Nueva York como un gesto humanitario para ayudar a los desplazados de Pakistán Oriental.

Y yo andaba pendiente.

Fui al cine Arauca de la avenida Nueva Granada una tarde que me fugué de clases con Oropeza, un compañero que se la pasaba silbando “My sweet lord”.

Era la primera vez que George Harrison y Ringo Starr tocaban juntos después de la separación de Los Beatles. Y allí estaban, en un paraíso distinto, con Bob Dylan y Eric Clapton.

Fue algo inolvidable.

De regreso a casa, en un viejo autobús de las Líneas del Sur C.A., comprendí que había tenido una buena infancia y que toda esa felicidad ahora se convertía en recuerdo.

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Caraqueño, 60 años, narrador y barman literario. Autor de dos libros de cuentos y una novela, más un libro de historias de vida musical.

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