Dos o tres fumigaciones al día, pero ya no es como antes
Alberto Rodríguez es un venezolano que vive en Machala, ciudad portuaria del sur de Ecuador. La aparición de la pandemia de covid-19 lo dejó sin empleo y con muchas cuentas por pagar. Aunque sabía que se exponía al virus, decidió salir, junto a un amigo, a trabajar fumigando con amonio cuaternario, químico usado para espantar plagas en bananeras y camaroneras. En esta historia, ganadora de la 3ra edición del concurso Lo Mejor de Nos, Javier Cedeño Cáceres narra esos días de vértigo.
Ilustraciones: Walther Sorg
Cuando nos llamó para pedirnos que fuéramos a su casa, la señora fue muy sincera: “Estoy con mi mamá y mi abuela. Ambas tienen coronavirus”, nos dijo. Varias horas después llegamos a su vivienda e inmediatamente sanitizamos de adentro hacia afuera. Hay gente que lo hace de afuera hacia adentro, pero no es lo ideal, porque así luego pisas por donde ya pasaste y pierdes el trabajo en algunas partes. Comenzamos por el patio. Después fuimos a la habitación en la que estaba una de las señoras, la abuela de la mujer que nos había llamado. No podía pararse por sí sola, casi no podía respirar. Estaba acostada en una cama grande, frente a una peinadora con espejo. Había un altar en el que destacaba una imagen de la Virgen de El Cisne. La vi. Me resultó muy parecida a la Virgen del Valle.
Después pasamos al cuarto en donde estaba la mamá. En esa habitación había un clóset, una silla y la cama. Calculé que la señora tendría unos 50 años. Se veía mucho mejor que la abuelita: por lo menos estaba sentada y nos recibió con una sonrisa. Luego de hacer nuestro trabajo, de sanitizar, les explicamos que no debían tocar las paredes hasta que se secara el líquido que acabábamos de echar; que el efecto de la sanitización duraba solo 72 horas, por lo que era ideal que fumigaran cada cuatro días.
Después nos fuimos.
Luego de una semana, la mujer volvió a llamarnos: “Amigo, disculpe, ¿usted se acuerda de mí?, soy la señora que tenía a mi mamá y mi abuela en la cama”. Me dio la dirección de la casa e inmediatamente supe de quién se trataba. “Quiero saber si podría volver a sanitizar la casa —me dijo—, lo que pasa es que mi mamá se puso muy malita y falleció”.
Mi nombre es Alberto Rodríguez, tengo 42 años y soy de Caracas. En 2017, llegué a Machala, una ciudad portuaria del sur de Ecuador. Antes había estado unos meses en Guayaquil; pero varios panas me dijeron que aquí se vive mejor, y entonces me vine. Salí de Venezuela por la misma razón que la mayoría de los venezolanos que emigraron: por más que trabajara el dinero no me alcanzaba para comprar comida, así que no encontré otra opción que irme.
Antes de la cuarentena por la pandemia de covid-19, trabajé como panadero, electricista, carpintero, DJ y guía turístico; también instalando cámaras de seguridad y estuve un año contratado en una empresa que fabrica turbinas para compañías camaroneras. Después de Guayaquil, Machala es la ciudad que tiene el segundo puerto marítimo más importante de Ecuador. Hay mucho banano y mucho camarón y son esos rubros los que se exportan.
Mi nuevo trabajo empezó luego del primer mes de la cuarentena.
Desde que inició el confinamiento, no había pagado la luz, ni el agua, ni el Internet, ni —lo más importante— el alquiler de la casa. No había podido trabajar. Todo estaba cerrado. La gente andaba muy nerviosa por el avance de la pandemia. Necesitaba dinero, así que comencé a pensar en qué podía hacer para obtener ingresos.
Por esos días escuché a conocidos hablando sobre el amonio cuaternario: ese químico que esparcen en camaroneras y bananeras para erradicar las plagas estaba siendo usado por la gente para fumigar sus casas. Me puse a investigar y pensé que podía dedicarme a eso: fumigar, mejor dicho, sanitizar con amonio cuaternario. Aquí en Machala, al inicio de la cuarentena, el término sanitizar no se utilizaba; pero con el paso de los días se fue acuñando. Supe que el amonio cuaternario que se estaba utilizando no era el mismo que se usaba en las bananeras ni en las camaroneras. Este era de 5ta generación (no de 4ta, como el otro) y podía ser utilizado domésticamente.
Averigüé por Internet los precios de todo lo que necesitaba: bombas de rocío, trajes de bioseguridad, amonio cuaternario de 5ta generación. Invertí mis ahorros en eso. Sabía de antemano el riesgo que corría con este trabajo: podía contagiarme de covid-19, pero no tenía más opción.
No quería hacer esto solo, así que le escribí a Jesús, un amigo venezolano que, como yo, andaba sin trabajo y con cuentas por pagar. Estaba desesperado porque tiene cuatro hijos que debe mantener, y su esposa tampoco tenía empleo. “Epa, Jesús, sabes que tengo la idea de trabajar sanitizando casas, vamos a ver cómo podemos desarrollarla”.
Aceptó.
Salimos en mi moto un viernes, a probar suerte, a ver cómo nos iba. Yo tenía puesto un mono, una camisa manga larga y la mascarilla. Solo pude comprar un traje de bioseguridad y se lo di a Jesús. Acordamos que él se encargaría de establecer el contacto con las personas, porque había adoptado, más que yo, la forma de hablar de aquí de Machala; y porque es muy desenvuelto al momento de interactuar con los demás.
La gente en Machala estaba muy asustada porque desde Guayaquil, a unas tres horas por carretera, se publicaban fotos y videos de cadáveres en las calles, de familiares quemando a sus muertos en las aceras. Eran escenas devastadoras. Escenas de una ciudad que albergaba una tragedia fuera de control.
En Machala las personas rociaban cal en sus casas: en las puertas, en las paredes, en el piso, en las afueras. Y la cal es tóxica, es nociva para la salud. En exceso puede causar problemas graves en los pulmones, la piel o los ojos; pero muchos creían que usándola evitaban que el virus se propagara. Entonces las calles quedaban manchadas de blanco: parecía que hubiera nevado en Machala.
Ese primer día solo fumigamos en dos lugares.
Al día siguiente, nos aventuramos a salir de nuevo. Nos fuimos por los “caminos verdes” para que los fiscales no nos pararan, porque no teníamos el salvoconducto que nos permitiría movilizarnos todos los días. Oficialmente solo podía salir con la moto los viernes. Me arriesgué. Nos arriesgamos.
Fue muy duro. Nos tropezamos con mucha gente grosera que nos gritaba: “Eso seguro es agua, lo que están haciendo es estafando”. Quien me conoce sabe que yo soy un tipo malgeniado, pero tragué grueso y le dije a Jesús: “Si vamos a trabajar de esta manera, hay que buscar la forma de crear un logo, una compañía; y en cada casa a la que vayamos, vamos a tomar fotos, vamos a grabar videos”.
El domingo nos dedicamos a eso: creamos el logo y las redes sociales, e imprimimos varios volantes para repartir en las comunidades a las que iríamos.
Ese día también sanitizamos. Lo hicimos en una clínica de Machala muy reconocida. No cobramos, pero grabamos y fotografiamos el proceso; y luego publicamos ese material audiovisual en las redes sociales. Y a partir de ese momento las personas nos tuvieron mucha más confianza.
Decidimos cobrar tres dólares por sanitizar los exteriores de las viviendas. Era un buen monto. Si por ejemplo una cuadra completa de 12 casas decidía sanitizar, salíamos de allí con 36 dólares. Era algo de dinero.
Con parte de lo poco que me quedaba de mis ahorros, compré otro traje de bioseguridad. Y menos mal que lo hice, porque el martes comenzó la locura: empezamos a meternos en casas donde había gente infectada.
Una de esas tantas personas a las que le entregamos los volantes nos llamó por teléfono pocos días después. Llegamos a la casa de la señora, sanitizamos y salimos. Los vecinos de los alrededores estaban desesperados, como cuando alguien está vendiendo un producto de primera necesidad escaso.
“Vengan, vengan, aquí, aquí”, nos gritaban.
En una casa había dos pacientes con coronavirus, y en otra ya había muerto una persona por covid-19.
Atendimos una casa primero: si no es porque la señora que nos había llamado por teléfono le advierte a Jesús: “Tengan cuidado, porque a la casa a donde se dirigen falleció una persona hace dos días”, nosotros jamás nos hubiéramos enterado de eso, porque el dueño no nos quiso decir que su familiar había muerto contagiado con el virus.
Yo entré encomendado a Dios.
A pesar de que estaba protegido, mi mente empezó a dar vueltas: “Ahora falta que lo que dice en la etiqueta del amonio cuaternario sea una exageración, que en realidad no proteja las 72 horas, ni nunca; ahora falta que me hayan estafado”.
Empecé a asustarme mucho, pero pensé: “Tengo que llevar dinero para la casa; si no llevo dinero, no podré comprar comida, no podré pagar los servicios”. La poquita plata que me quedaba la había invertido comprando los productos, los aparatos y los trajes.
Desde que entré a esa casa no dejé de rociar el amonio cuaternario. El dueño nos siguió ocultando que allí había fallecido un paciente con covid-19. Yo sentía una vibra muy extraña. Olía rarísimo. Sin embargo, traté de cumplir eficazmente con mi trabajo. Y luego, salimos. Empecé a sentir una molestia en la garganta. Jesús y yo sentíamos que nos asfixiábamos con la bendita mascarilla; era muy incómodo trabajar con esa vaina.
Fuimos a sanitizar la otra casa, donde estaban las dos personas infectadas. Allí los familiares también nos ocultaron la verdad. Cuando estábamos en la sala, ya a punto de irnos, una niña abrió la puerta de un cuarto, entró y señaló a dos personas sentadas en unas sillas improvisadas: “Aquí están, míralos, míralos, ellos son los que están enfermos”, dijo. Vi hacia adentro. Sinceramente, te lo juro, ese señor parecía que no podía más: estaba amarillo, se veía demacrado.
La persona que nos acompañaba le ordenó a la niña que se callara y cerró la puerta del cuarto.
Al pasar las semanas, me tranquilicé un poco. Traté de “bajarle dos a las revoluciones” en mi mente. Salía a trabajar, y si me tocaba una casa contaminada, entraba sin problemas. Claro, rociaba una lluvia de amonio para que me cayera en el traje y así evitar cualquier tipo de contagio. El problema está en que uno no se puede estar echando amonio en el cuerpo a cada rato, porque a largo plazo es tóxico y dañino. Se debe utilizar es en las superficies.
Fue uno de esos días, al volver de la jornada, cuando recibí la llamada de la señora que nos pedía que volviéramos a su casa.
Fue todo lo contrario a lo que yo había imaginado: falleció la señora más joven, la que en nuestra anterior visita me había parecido que tenía mejor condición clínica. Esa que nos recibió aquella vez con una sonrisa, la madre de la mujer que nos había llamado. Tenía un día de haber muerto. No podían sacar el cuerpo de la casa: obligatoriamente debían esperar a que el Servicio Forense lo pasara buscando para hacerle la autopsia. “Tal vez pasemos mañana”, les dijeron cuando llamaron.
Fue muy difícil para nosotros volver a esa casa, donde ahora todos tenían el dolor por la muerte de un familiar: lloraban por la señora y por la imposibilidad de sacarla de la casa y darle sepultura.
Ni los médicos forenses, ni la policía, ni los bomberos iban a las casas. Las autoridades trataban de aprender cómo trabajar en plena pandemia. El número de decesos ya era abrumador: era finales de junio y en Ecuador se contabilizaban más de 4 mil muertes por coronavirus. Nosotros también estábamos aprendiendo de forma empírica.
Aquel día también entramos al cuarto de la abuelita. Ella ya se veía recuperada, pero estaba triste: su hija había fallecido por el mismo virus que ella todavía tenía. Hicimos el recorrido por el resto de la casa y dejamos de último la habitación en la que estaba el cuerpo de la señora. Teníamos miedo de entrar. A Jesús se le notaba más que a mí. Yo trataba de disimular. No estábamos acostumbrados a lidiar con la muerte. Al final fui yo quien terminó entrando al cuarto. Pasé y lo primero que vi fue el cadáver tendido en la cama. No lo habían tapado. La señora se veía como si estuviera durmiendo, a pesar de que llevaba más de 24 horas de haber muerto.
Cuando terminé, les recomendé a los familiares evitar pasar al cuarto y que, de ser necesario, entrara una sola persona.
Nos fuimos y seguimos trabajando.
Cuatro días después, los familiares de la señora que había fallecido nos volvieron a llamar: “¿Puede venir a la casa?, es que ya no podemos soportar el olor”.
Era la tercera vez que íbamos a esa casa. Ni la medicatura forense, ni los bomberos, ni la policía habían ido a buscar el cuerpo de la señora. Los familiares nos dijeron: “Le estamos poniendo hielo, pero es imposible entrar a esa habitación”.
Hielo, imagínate, hielo para un cuerpo que tiene cinco días en descomposición.
En la entrada de la casa, el olor… tú no tienes ni la más mínima idea de cómo era ese olor. ¿Has pasado al lado de un animal muerto? Así, pero mucho más fuerte, más penetrante, más invasivo. No distingues entre el gusto y el olfato: era como si esa fetidez te impregnara la boca y la nariz. La gente que estaba allí, sin embargo, parecía haberse adaptado, porque nos decía: “Acá afuera no huele tanto, acá afuera no huele tanto”.
Pero para nosotros, que apenas estábamos llegando, era insoportable.
Entramos, comenzamos a sanitizar y a medida que caminábamos era más fuerte la pestilencia. En la sala había tres ventiladores encendidos. Las ventanas estaban abiertas, excepto la del cuarto en el que estaba el cuerpo. Cuando abrieron la puerta de esa habitación, me dieron unas enormes ganas de vomitar.
A diferencia de mi segunda visita, esta vez el cuerpo estaba cubierto por una sábana. La silueta se veía muy hinchada. La tela estaba húmeda por el hielo que le ponían al cadáver. El hielo que no evitaba la descomposición.
Cuando salí a la puerta principal de la casa, me dieron a oler café.
Salí, crucé la calle y todavía sentía el olor impregnado en mi cuerpo. Hablé con la dueña de la casa. Le fui sincero con lo que yo creía: le advertí que probablemente el cuerpo de la señora estallaría en dos días o menos. Le dije que tratara de presionar a las autoridades para que eso no ocurriera. Ellas ya habían llamado al ECU 911 en reiteradas ocasiones y las respuestas siempre eran las mismas: que tenían que esperar.
Ese día no pudimos seguir trabajando. El olor, como una sombra, me perseguía a todos lados. Dejé a Jesús en su casa y me fui a la mía. Al llegar, me bañé, pero todavía me sentía perseguido por ese olor.
Estuve todo el día mareado y con ganas de vomitar.
Nunca más supe de aquella familia. No volví a llamar a la señora ni a averiguar qué había pasado.
Los siguientes días seguí trabajando, visité casas donde hasta siete miembros de una misma familia tenían coronavirus. Fueron hogares en los que vi mucha miseria. La gente pobre es la que la pasa más duro en estas situaciones. Nosotros hicimos bastante labor social con esto. En muchos casos sanitizábamos gratis. Algunos lo documentamos y otros, por respeto, no.
Recuerdo a una señora que tenía un hijo como de unos treinta y tantos años. Vivía en una casita súper deteriorada. No tenían ni para comer. Ese día bebían agua de arroz, parecía que la habían preparado el día anterior. Ella me comentó que no tenían agua desde hacía varios años. Esos testimonios te mueven la fibra. Días después le llevamos comida. Eso sí, entre todo lo que pude reunir, no le llevé arroz. Ya habían comido suficiente. Quería que probaran otras cosas.
Han transcurrido varios meses. Aquí en Machala la gente le ha perdido miedo a la covid-19. De vez en cuando, hacemos dos o tres fumigaciones al día, pero ya no como antes. Esporádicamente Jesús y yo hemos podido hacer trabajos de electricidad y carpintería. En este momento estoy haciendo una cama. Con esto me he mantenido.
El bar donde trabajaba antes de la pandemia ahora es un restaurante que funciona con delivery. Ya no requieren de mis servicios, pero me contratan de vez en cuando para que vaya a sanitizar. Hay que seguir guerreando; no es fácil, pero hay que seguir luchando. Como siempre he dicho: “Si ya estás montado en el burro, tienes que seguir arreando”.
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Javier Cedeño Cáceres
Soy un periodista venezolano, licenciado en comunicación social. Trabajé en El Nacional y actualmente formo parte del equipo editorial de El Diario.
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