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Gregoria jura que el caballo presentía lo que iba a pasar

Nov 07, 2020

En San Simón, un campo del estado Bolívar, en el sur de Venezuela, Gregoria Zapata y Jesús Manuel Umbría siembran ají, frijol y maíz. Tenían tres caballos y una yegua que usaban para labrar la tierra y como medio de transporte. Una madrugada, cuando despertaron, ya no estaban.

Fotografías: Miguel Gamboa


—Yo tenía tres días diciéndole a Jesús Manuel que no estaba de acuerdo con que pusiera los caballos para ese lado donde los puso —dice Gregoria Zapata, recordando la tarde del 14 de marzo de 2019, cuando, antes de que los llevaran a la entrada de la finca, uno de sus caballos no quería moverse.
Jesús Manuel, su esposo, lo halaba por la cuerda, pero el animal se resistía a avanzar.

Gregoria habla sentada en la entrada de su casa. Con ojos que parecen llenos de una profunda tristeza, observa hacia el potrero que da a la carretera de tierra. Es una extensión de 15 hectáreas, ubicada en San Jacinto, un asentamiento campesino a 50 kilómetros de Puerto Ordaz, al borde de la vía que conduce hacia Ciudad Bolívar, estado Bolívar, en el sur de Venezuela. Gregoria y Jesús Manuel Umbría tienen allí un sembradío de hortalizas y otro de plantas medicinales, un corral al aire libre, un gallinero y un estanque para cultivar peces.

Aquella tarde, Gregoria acarició en la cabeza al caballo renuente y le habló.

—¿Qué tienes, Llanerito? Ya, tranquilo, no te vas a quedar solo. Ahorita te van a pasar con los tuyos.

Chepi, como cariñosamente llaman a Gregoria en el pueblo, creía que lloraba porque pensaba que lo iban a dejar solo. Y lo dice convencida de que los animales, especialmente los caballos, perciben las cosas buenas y malas que están por pasar. Esa tarde en la que Jesús Manuel llevó a Llanerito hacia el potrero de la finca, al igual que a Hierro, Chiquito y a la yegua Shambhala, el caballo volteó y la miró.

—Yo te digo, sinceramente, que estoy casi segura de que él presentía lo que iba a pasar —insiste.

Llanerito, Hierro y Chiquito llegaron a la finca en 2014. Dos años después, cuando apenas era una potranca de meses, llegó Shambhala.

Los caballos eran propiedad de un vecino al que le habían robado un transformador de corriente y una bomba de agua. El hombre se los vendió a Jesús Manuel y abandonó el campo. La yegua, por otro lado, pertenecía a una señora mayor a quien se le había muerto el esposo y cuyos hijos habían migrado. Como estaba sola y no tenía cómo mantenerla, Chepi se la compró. 

Cuando Shambhala tenía 9 meses, corrió desbocada hacia la casa y se tiró al suelo. No se levantó durante horas y Chepi lloró porque creyó que iba a morir. Jesús Manuel encontró la cabuya con que estaba atada en el pasto: alguien había intentado llevársela. Preocupada porque no se levantaba, la mujer llamó a un señor de la zona que sabe mucho de animales.

—Tiene todos los síntomas de cuando le dan quieto —diagnosticó el señor. Quieto es como llaman a un sedante, normalmente un barbitúrico, que los ladrones inyectan al ganado para doparlo y poder robarlo con más facilidad.

Entonces ella tomó muestras de sangre de la yegua y las llevó a un laboratorio, donde le confirmaron que sí, que la habían sedado.

Chepi y Jesús Manuel no se extrañaron del todo. Ya habían oído que en la zona se estaban robando los caballos. Una banda se los llevaba, los mataban y luego comercializaban su carne en los mercados como carne de res. Es decir, estafaban a los comerciantes de carne de ganado vacuno. Y estos, sin saberlo, a los consumidores. Por eso, aquella vez que se dieron cuenta de que habían intentado robarles a Shambhala, se pusieron alertas. Desde ese momento los esposos se dormían más tarde y despertaban apenas ladraban los perros. Y tomaron la precaución de cambiar los caballos de potrero por las noches.

 

Los caballos eran importantes para ellos. Dos los usaban para movilizarse y dos para labrar las 15 hectáreas de terreno que tenían en ese momento. Los llamaban, y ellos levantaban la cabeza y trotaban hasta donde estuvieran Chepi y Jesús Manuel. Al llegar bajaban la trompa para que les pusieran el arnés, los aparejos y comenzaban a trabajar. Eran mansos.

Como no querían forzarlos demasiado, los turnaban para hacer los tres pases de arado necesarios para la siembra. Les tomaba tres días: algunas veces Chiquito y Hierro; otras Llanerito y Chiquito; otras Llanerito y Hierro. Como Shambhala tenía solo 2 años, no le ponían trabajo pesado.

En la finca entonces sembraban ají, frijoles, maíz. Sobre todo, estos últimos rubros, porque del primero subsistía la pareja y del segundo los animales. Chepi agarraba granos de maíz, los metía dentro de una botella de plástico o una cacerola de metal y los agitaba. Al escuchar el sonido parecido al de unas maracas, dejaban de pastar y corrían hacia ella. Los Umbría Zapata también cultivan la amistad de sus vecinos de San Jacinto. Gregoria, quien a sus 53 años es ingeniera biomédica egresada de la Universidad Simón Bolívar, en Caracas, practica la medicina natural. En su casa recibe a los pacientes y a veces, como una amazona, monta a caballo y hace visitas casa por casa.     

En una visita que hizo a una ahijada de Jesús Manuel, escuchó que una vecina le gritaba:

—¡Chepi! ¡Bájate, que tengo a la niñita enferma!

Así que desmontó y ató a Llanerito a un montículo desde el cual no solo no se veía la casa de la vecina, sino que tampoco se divisaba el caballo. La niña estaba muy enferma y Chepi tardó en bajarle la fiebre. Dos horas después, salió y en vez de encontrar a Llanerito en el montículo, vio la cuerda de la cual el caballo se había soltado.

Aquella mañana, Chepi salió de la casa y Jesús Manuel no estaba porque se había ido con Hierro a trabajar. En vez de devolverse a la finca, que estaba cerca, Llanerito buscó a la ahijada de Jesús Manuel, a quien llevó hasta el montículo en el cual creía haber perdido a su dueña.

―Era como si le estuviera diciendo: “La perdí, no sé dónde está”. Pero estaba más cerca de mi casa, ¿por qué razón no agarró para allá en vez de buscarme en donde la ahijada? Porque sabía que Jesús Manuel no estaba. Y cualquiera puede decir que estoy loca, pero el que tiene caballos sabe que esto es cierto. Por eso yo digo que el que le roba un caballo a una familia no sabe el daño que está haciendo, de verdad no lo sabe.

Los esposos no solo usaban a los animales para trabajar la tierra y trasladarse de un lugar a otro, sino que les tenían el cariño que cualquiera le tiene a sus mascotas.

―Si nos decían: “Los vamos a buscar para ir a pasar el fin de semana en la playa”, nosotros respondíamos que no, porque los caballos se iban a quedar solos… Imagínate, ¿quién les iba a dar de comer?, ¿quién los iba a atender? ―dice Gregoria.

E insiste en recordar la tarde del 14 de marzo de 2019, cuando Llanerito la miró con unos lagrimones en los ojos, y ella presintió que algo malo sucedería.

Jesús Manuel llevó los caballos a la entrada principal de la finca, cerca de la carretera de tierra. Chepi tenía tres días pidiéndole que no lo hiciera, porque los vecinos le habían advertido que tres muchachos, armados con machetes, cuchillos y escopetas, merodeaban la zona. Pero como por esos días no estaba lloviendo, ese era el único sitio donde había pasto suficiente como para que los caballos comieran. Antes, cuando no llovía, sustituían el pasto por maíz o avena; pero la cosecha no había sido buena, y no tenían otra opción que dejarlos en ese lugar.

Las cuerdas de Llanerito, Chiquito, Hierro y Shambhala estaban atadas a unos troncos. La distancia entre un caballo y otro era de unos 20 o 30 metros. De día, desde la casa, Jesús Manuel y Chepi podían verlos; por la noche no. 

Ese día, se acostaron a las 11:00 de la noche, y a las 12:00 Shambhala, que estaba entrando en el celo, relinchó.

―Una vecina tiene un caballito que estaba buscando yegua. Entonces cuando la veía de lejos pastando, él relinchaba y ella lo escuchaba y le contestaba. Por eso a lo mejor no le hicimos mucho caso. Jesús me dijo que él pensó que Chiquito la estaba molestando precisamente por eso, porque estaba entrando en celo ―dice Gregoria.

A la 1:30 de la madrugada los perros ladraron. Chepi se levantó, cogió una linterna y alumbró hacia el potrero, pero no vio nada.

―En ese tiempo no teníamos linternas potentes como las que tenemos ahorita. Y no pudimos ver nada porque la nuestra no alumbraba lo suficiente.

Jesús Manuel se levantó a las 3:30 de la mañana, y en vez de chequear a los pollos o las gallinas, fue directamente hacia donde estaban los caballos y encontró, cortadas en el pasto, las cabuyas de los tres caballos y la yegua.

Alguien se los había llevado.

Regresó a casa, le mostró a su mujer las cabuyas, agarró la linterna, el casco, el machete, se puso las botas altas, y se fue siguiendo el rastro. Chepi también se calzó sus botas altas y caminó hacia la casa de los vecinos porque, aunque es difícil que cuatro caballos se suelten al mismo tiempo, querían pensar que esa era una posibilidad.

―Ya en mi corazón sentía que se los habían robado —recuerda Gregoria—. Entonces, recordé los lagrimones de Llanerito: cómo se recostó de mi hombro y cómo se resistía cuando Jesús lo halaba para amarrarlo en ese lado. 

Jesús Manuel se puso la linterna encima del casco y rastreó, en el suelo, las huellas. Su experiencia de 30 años en el campo le había enseñado que, por muy sigiloso que fuera un animal o una persona, siempre daba un paso en falso. 

Ese paso lo encontró después de una hora caminando, a 800 metros de su finca, cuando ya estaba amaneciendo.

Era una huella de bota… llena de sangre.

Siguió por el camino y encontró más y más huellas de zapatos, de botas, hasta que se topó con una caseta de 3 por 6 metros, propiedad de un vecino que la había abandonado. Jesús entró allíDentro de la caseta había cuatro ventanas y en cada una había cabuyas. Las paredes blancas estaban salpicadas de sangre.

―Ahí fue donde los degollaron. Por todo lo que vi puedo figurarme la violencia de aquella matanza; el frenesí, las patadas de los animales.

En el piso solo había monte y paja. Jesús Manuel salió de la caseta y se encontró, a 2 metros de cada ventana, apiladas como bolsas de basura, las cabezas, los rabos, las vísceras, las costillas y las patas de Hierro, Chiquito, Llanerito y Shambhala. Encima de los restos, los cuatreros habían dejado el cuero.

Eran las 6:00 de la mañana.

―Aquello era el desperdicio del caballo, que no pueden vender, por lo que no es rentable para ellos. ¿Quién se los va a comprar? ―pregunta Jesús Manuel, con un dejo de pesar.

Regresó a casa, le contó a Chepi lo que había sucedido y fue a poner la denuncia en un puesto de la Guardia Nacional Bolivariana.

―Allá me dijeron que no tenían unidades, así de simple: “Ahorita no tenemos personal para eso”.

  

Durante meses Chepi no salió sino a la puerta de la casa.

Los kilómetros que Jesús Manuel recorría a caballo en minutos, se convirtieron en horas y horas a pie. 

A la finca de los Umbría Zapata sigue llegando gente que pregunta por Hierro, Chiquito, Llanerito y Shambhala, gente que llora al escuchar lo que sucedió. 

 

Al tiempo de aquel episodio, Jesús Manuel compró un motocultor para arar la tierra. Chepi ya no hace visitas casa por casa, sino que recibe a los pacientes en la finca. En 2020 sembraron solo 1 hectárea porque el motocultor necesita gasolina y en San Jacinto no se consigue. Y un tractor, que usa gasoil, les cobra 100 dólares para hacer solo un pase de arado; si quieren los tres necesarios para la siembra les cobran 300. Para ellos eso es demasiado dinero.

El 11 de marzo de 2020 ocurrió algo que les avivó la tristeza por los caballos. Algo que revolvió la nostalgia de haberlos perdido. Ese día el secretario de Seguridad Ciudadana en Bolívar, Alex Pantin, informó la detención de tres hombres que robaban equinos en el asentamiento campesino de San Jacinto y vendían la carne en los mercados de la zona como carne de res. En la foto que difundieron, se ve a tres hombres de espalda con shortsfranelas y cholas; y frente a ellos aparecen el cuero, las patas, las vísceras y las cabezas de seis caballos.

―Lo que molesta es que los masacraron de esa manera tan horrorosa para venderlos por tres puyas. No fue que los mataron porque se morían de hambre, ¡no!, fue para sacar provecho, para sacar dinero. Es como un trago amargo que no termino de pasar ―dice Gregoria, todavía con la voz apagada.

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Esta historia forma parte de La Ruta del Hambre, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Veo películas, escribo, doy clases en la Universidad Católica Andrés Bello de Guayana y escucho ˂i˃hardstyle˂/i˃. Solo soy consistentemente feliz en lo último.

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