Que de su hijo crezca un árbol nuevo
Luego de una tragedia personal que lo llevó a consumirse en el alcohol, Daniel Olarán se dedicó, por años, a plantar árboles en un campo uruguayo a 50 kilómetros de Montevideo. Levantó un pequeño bosque que llamó el Museo Íntimo de la Muerte Venezolana. El escritor y fotógrafo venezolano Jan Queretz lo conoció y cuenta su historia.
Fotografías: Jan Queretz
Viajan conmigo mis amigos muertos.
Adonde llego, van por todas partes,
apresurados me siguen, me preceden
Eugenio Montejo
Daniel Olarán se miró al espejo y, con ganas de echarse a morir de una vez por todas, dijo que nunca más iba a afeitarse. Bostezó largamente. Acababa de despertar. Se rascó la cabeza para desperezarse. Su pelo, que ya de por sí era una insólita constelación de desórdenes grises y blancos, se le enmarañó entre los dedos. Era muy temprano y sentía que el día ya comenzaba a venírsele encima. Sobre la sucia repisa del baño estaba su petaca de plata y cuero negro. La miró y no pudo resistir el impulso: abrió la tapa y bebió.
¿Cómo pudo mi vecino permitirse llegar hasta este punto?, pensé al verlo.
Cerró los ojos y luego volvió a mirarse en el espejo. El reflejo le mostraba su peor rostro: los grandes surcos en las mejillas, las cicatrices del campo y todas las historias que se le habían incrustado arriba de los ojos. A sus arrugas las llamaba mis tragedias personales. “Me persiguen a todos lados, como el dolor”, me dijo cuando le conocí, en marzo de 2018. Recientemente me había mudado a este campo cercano a Montevideo, en Uruguay, y comenzaba a presentarme a los vecinos, a saludarlos. Había llegado al país en 2017 como habían hecho, según la cancillería uruguaya, otros 2 mil 340 venezolanos, quizá expectantes, como yo, ante la posibilidad de una vida más tranquila.
Todavía frente al espejo, se tocó la barba con la mano derecha y pronunció alto y claro:
—Tenés prohibido afeitarte.
Pero no hablaba con el reflejo sino con su hijo, como lo haría en muchas otras ocasiones. En ese momento no pude entender. Me quedé en silencio. Más adelante conocería el impacto de la historia de su hijo en la vida de Daniel.
Eran las 6:00 de la mañana. Durante el invierno bañarse es un acto fugaz, sobre todo al vivir en el campo uruguayo. Afuera, el pasto tarda horas en dejarse calentar por el sol y de sus hojas se desprende un frío descomunal que entra a las casas desde la noche. A veces, las cebollas y otros vegetales amanecen congelados. La temperatura del baño era insoportable. Daniel accionó el interruptor y esperó a que el calentador de agua hiciera su trabajo. Abrió el grifo y un chorro tenue comenzó a llenar la bañera. Cuando el agua llegó al nivel necesario, se desnudó rápidamente y entró a la tina. Supongo que con los años perdió el pudor. No le importó que yo estuviera ahí. Minutos antes, cuando llegué a su casa y toqué la puerta, desde el baño me había indicado que entrara.
El día anterior me había citado para contarme su historia. Era la tarde de un día de julio de 2019. Yo trabajaba en la computadora cuando de pronto tocaron la puerta: era él. Su inesperada visita me extrañó. En ese momento no le conocía demasiado. Solo había compartido con él tres o cuatro veces, cuando salía a recorrer el campo y me lo encontraba en el camino. En una ocasión me preguntó por mi acento. Sonrió cuando le conté que era venezolano. De resto, no hablamos mucho. Daniel era uno de los pocos habitantes de la zona. Lo conocían como el que bebía desde las 6:00 de la mañana. Ese día en que tocó a mi puerta me dijo, con su voz ronca, que me esperaría temprano para mostrarme algo que solo podía verse en la luz de la mañana.
—Es algo que solo vos podés entender —agregó.
Me dio curiosidad. Puse el despertador a las 5:45 de la mañana. Tuve que atravesar 200 metros para entrar a su campo, franquear el desorden de muebles viejos y cajas llenas de objetos que había en la sala de su casa y encontrarlo frente al espejo del baño. Me descubrí de pronto sentado en un pequeño taburete de madera oscura, frente a la tina, con un lápiz y un papel en la mano, anotando cada movimiento, cada detalle y cada palabra. Se notaba en su rostro que Daniel quería que lo acompañara así invadiera su intimidad. Fue bastante extraño para mí pero continué allí. Necesitaba saber qué quería mostrarme.
—Entrá a la tina, vení conmigo, que tu madre nos está esperando para comer guiso de lentejas —dijo.
Pero de nuevo no hablaba conmigo, hablaba con su hijo.
Cuando terminó de bañarse, Daniel se secó, se vistió y salió a la cocina para ensillar el mate. Era el ritual de las mañanas en todas las estaciones. Una vez listo me animó para que saliéramos de la casa. Tengo tres años viviendo en Uruguay y el frío siempre ha logrado vencerme. Respiré hondo. La preparación mental nunca es suficiente. Ningún caraqueño podría acostumbrarse jamás a las heladas del campo uruguayo. El aire es húmedo y se congela adentro de los pulmones. Luego, en cada exhalación la vida regresa un segundo al cuerpo. Y cuando los rayos del sol te rozan la piel piensas que ha acabado el dolor y que ha subido la temperatura definitivamente, pero luego el sol se esconde y en el contraste descubres un día cada vez más frío.
—Vamos al Museo —dijo Daniel con el mate en la mano y un termo debajo del brazo.
Quise desistir, pero no pude. No entendí a qué Museo se refería. Necesitaba saber. Él lo dijo: “Es algo que solo vos podés entender”.
El trayecto desde la casa hasta el Museo no es largo, sí tortuoso. Los cardos, plantas puntiagudas de la zona, abundan. Sus hojas se aferran a los pantalones y cuando logran penetrar, cortan la piel. Después comienza un tramo apacible donde el pasto es largo y brilla saludable en su oleaje, ayudado por el viento. Allí la tierra parece respirarlo todo en paz. Caminamos alrededor de diez minutos.
—¿Dónde está? —me preguntó Daniel.
—¿Dónde está quién? —contesté.
—Emiliano —dijo.
Opté por el silencio porque una vez más no supe qué contestar.
Frente a nosotros, se alzaba un pequeño bosque de árboles altos. Daniel se detuvo. Miró a su alrededor. Se quejó de que el frío había quemado las dracenas, una planta local de hojas largas y frondosas. Puso el mate y el termo en la tierra. Y allí cavó hondo en su propia desgracia: sacó del bolsillo la petaca y la vació. Un chorro violeta se derramó por la comisura derecha de sus labios. Se limpió con la manga y siguió adelante con su oficio: buscó la escardilla y la pala. Comenzó a remover la tierra. El choque de la escardilla contra el suelo produjo un sonido afilado que pareció amplificado por la inmensidad del campo. Miré a mi alrededor: ¿dónde estaba el Museo al que Daniel me había invitado?, me preguntaba. Porque el lugar estaba vacío. No había construcciones ni cuadros, solo árboles altos de copas frondosas, alineados en fila, que creaban un pequeño bosque horizontal. Desde la ventana de mi casa, había visto muchas veces aquella formación de árboles.
Esperé a que Daniel revelara su secreto, que comenzara a contar su historia, o que me llevara al Museo que debía estar escondido en alguna parte. Dijo que me quería mostrar algo que solo se veía en la luz de la mañana. ¿Qué era? Daniel terminó de sacar la primera dracena. Se preparó para sacar la segunda.
—Vení, ayudame —dijo Daniel.
Pude ver el sudor que caía de su frente.
Pero no hablaba conmigo, hablaba con su hijo.
—Ya voy, viejo —le contestó Emiliano a Daniel, un día de 2003, en el aeropuerto de Maiquetía cuando le pidió que lo ayudara con el equipaje.
Daniel estaba llegando de Uruguay y se sorprendió al ver a su hijo, Emiliano Olarán: estaba alto y grande, y entendió que había dejado la adolescencia. En un año que llevaba sin verlo había crecido. El joven vivía en Caracas con su madre —una venezolana a la que Daniel había estado unido por diez años— y acababa de terminar el bachillerato. Estaba de vacaciones y se preparaba para comenzar la universidad. Estudiaría comunicación social en la Universidad Monteávila. Salieron del aeropuerto y subieron a Caracas. La casa estaba sola. La madre de Emiliano había decidido desaparecer durante algunas semanas para darles espacio. No se llevaba demasiado bien con el uruguayo.
Después de desempacar un poco, Daniel propuso salir a comer.
—Me voy a bañar —dijo Emiliano. Pero antes, viejo, ¿puedo preguntarte algo?
—¿Qué pasó?
Emiliano, con vergüenza, le comentó a su padre que el bigote recién le había salido formado y poblado, y que para ir a comer quería afeitárselo, pero no sabía cómo porque nunca lo había hecho. Su madre no le prestó atención cuando le comentó. “Espera a tu padre”, le dijo. Daniel sonrió. Sintió la ternura de su hijo en las manos cuando lo tomó del hombro y lo llevó hasta el baño para ayudarle con su problema.
—Me da pena, viejo. Ya estoy grande… Debería saber…
Daniel lo interrumpió. Le contó que a veces, cuando tenía 5 o 6 años, se bañaban juntos. Lo llamaba y Emiliano entraba al baño, y en el agua caliente flotaban y jugaban a la guerra de los barcos hundidos. Daniel siempre fue un hombre de tina y una de las primeras cosas que le quiso enseñar a su hijo fue el amor por el agua caliente, placer que solo puede entenderse en una bañera y nunca en la ducha. “Los padres enseñan a sus hijos —le dijo—, es la ley de la vida”.
Al llegar al baño, Daniel vio la máquina, la espuma de afeitar y hasta una pequeña brocha que Emiliano había comprado con sus ahorros. Sabía que era ordenado y metódico, todo lo contrario a él. Sonrió.
—Tenés prohibido afeitarte —le dijo en broma.
Pero Emiliano creyó el tono severo del mandato y refunfuñó.
—No seas gil (tonto), vení que te enseño.
Entendí que esa había sido la última vez que tuvo un auténtico momento de padre e hijo. Su cara se quebró. Nos movimos de lugar, dejó las dracenas y mientras hablaba cortó con las manos las pequeñas ramas muertas de los árboles del bosque. Se sirvió un mate. Después intentó sacar más vino de la petaca. Tuve que cerrar los ojos cuando me contó lo que sucedió la semana siguiente de aquel momento de intimidad.
Emiliano le pidió permiso a su padre para ir algunos días a acampar con sus amigos del colegio a orillas del río Cinaruco, en el estado Apure, en Los Llanos venezolanos. Irían con la familia de uno de ellos. Daniel dudó, pero terminó accediendo.
—Vamos a tener tiempo para hablar. No te preocupes, papá. Voy y vengo. Además, dentro de dos semanas nos vamos para Uruguay, como hacemos todos los años.
Era el 11 de agosto de 2003.
Al día siguiente llamaron a Daniel para avisarle que Emiliano Olarán, su hijo, estaba muerto. El campamento en Apure había sido atacado por unos desconocidos. A la única persona que se resistió la degollaron: la violencia le cortó el cuello y las cuerdas vocales a Emiliano. Tres días después contactaron a Daniel de la morgue para que reconociera el cuerpo. Tuvo que sobornar a los empleados del registro para que le redactaran el acta de defunción a tiempo, antes de su viaje de regreso. La madre accedió a la idea de trasladar el cadáver desde Venezuela a Uruguay. Daniel activó todos los mecanismos necesarios para lograrlo. Tardó días en obtener los permisos y durante todo el proceso tuvo que pagar plata escondido. Llevar el cuerpo de un país a otro fue tan difícil como aceptar la muerte de su hijo. Una muerte que engrosó una estadística macabra. Ese año, según el Observatorio Venezolano de la Violencia, murieron de forma violenta 11 mil 342 personas. Es decir, 44 por cada 100 mil habitantes.
Y a partir de ese momento cambió todo.
Daniel dejó Montevideo atrás. Vendió su apartamento del centro y compró un campo en el departamento de Canelones, a unos 50 kilómetros de la ciudad. Entonces descubrió el vino y se entregó a beber. La intendencia del departamento escuchó su historia. Sin trabas, le dejaron enterrar a su hijo junto a él.
—Desde que te mudaste y supe que venís de Venezuela quise mostrarte esto. Yo lo llamo el Museo Íntimo de la Muerte Venezolana. Desde el 2003 he plantado árboles en honor a todos nuestros muertos, que también son míos y me duelen, como me duele Emiliano ahora y me dolerá siempre. Mirá cómo han crecido los árboles. Los planté en fila para regalarles un orden, una armonía, algo que no tuvieron en Venezuela. Cada hoja representa una cara y una felicidad que se llevó la violencia.
Caminamos hacia un sector alejado de los altos troncos.
—Aquí está enterrado Emiliano —dijo.
Y me mostró el lugar donde un árbol de copa redonda salía de la tierra: era un retoño, un pequeño árbol, muy distinto a todos los demás, que eran fuertes árboles adultos. El tronco de Emiliano era fino, endeble y se movía con el viento.
—Esta especie tiene grandes raíces que se agarran a la tierra. No hay viento que lo pueda arrancar. Sin embargo, cada dos meses lo saco y planto uno nuevo. Pongo el otro en la fila del Museo, para que dentro de diez años alcance a los demás. Me gusta que de mi hijo crezca un árbol nuevo: así Emiliano se mantiene joven. Y el Museo siempre vivo.
Pronunció la palabra Museo con respeto. Sonreí.
Y ahora yo comparto su homenaje, que es lo único que puedo hacer por mi vecino. Porque Daniel ya no está. La petaca y el dolor se lo llevaron para siempre en marzo de 2020. Lo supe porque un vecino, cercano a Daniel, lo informó por mensaje a toda la comunidad. Y sentí que el mundo perdió a un ser excepcional.
Desde mi casa veo, al despertar, el Museo Íntimo. Es el gran comienzo de mis días. Su visión universal, su regalo para nosotros. Si todavía viviera le diría: “No lo dudes, vecino. Tu Museo se escribirá para siempre con mayúscula en la historia de nuestro país”.
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Jan Queretz
Nací en Caracas en 1991 y actualmente vivo en Uruguay. Soy novelista y poeta. Llevo la columna “Literatura Viva” en The Wynwood Times. He escrito la novela Nuestra tierra tan pobre y el poemario Vértigos labios, ambos inéditos.