Había aprendido de ella a no renunciar
La noche del 31 de diciembre 2019, María José González brindó con su familia porque en 2020 finalmente se graduaría en la Universidad Central de Venezuela. Pero, apenas días después de inscribir su tesis de grado, llegó a Venezuela la pandemia de covid-19 y, como le pasó a todo el mundo, sus planes quedaron suspendidos.
Fotografías: Álbum Familiar
El 27 de febrero de 2020, cuando inscribí mi tesis de grado, lo hice convencida de que en los próximos meses iba a defenderla, y segura de que en diciembre estaría en el Aula Magna, bajo las Nubes de Calder, recibiendo mi título. Me sentía feliz. Pero días después, esa meta, mi graduación, desapareció frente a mí justo cuando creía que podía tocarla. Y me sentí como si de pronto me hubieran quitado el suelo bajo mis pies.
Fue el 13 de marzo cuando todo cambió. Ese día se anunciaron los primeros casos de covid-19 en el país y ordenaron el confinamiento partir del 16. Al principio, pensé que la medida no se extendería demasiado, pero luego de tanto tiempo en casa, me tocó entender que nuestros planes ya no serían los mismos.
Desde que puedo recordar, ir a la universidad y tener una carrera fue un punto claro en mi lista de cosas por hacer en la vida. Pasé de querer ser artista a arquitecto, luego quise ser ingeniera, después psicóloga, hasta que decidí que sería comunicadora social. A pesar de que durante mi adolescencia el trabajo de funcionario de Protección Civil de mi papá era suficiente para que en casa estuviéramos cómodos, sabía que pagar una universidad privada, o un curso propedéutico que me preparara para una prueba interna, no estaba entre las opciones. Por eso me esforcé mucho: durante los cinco años de bachillerato, logré que mi promedio fuera el primero del salón. Estudiar era mi camino para asegurarme un cupo en la universidad.
Era lo que necesitaba y lo que se esperaba de mí. Mis padres siempre se habían preocupado mucho por mi educación. En especial mi mamá, quien había hecho todo lo que estaba a su alcance para que yo tuviera las oportunidades que en su infancia ella no tuvo.
Mi madre nació y creció en La Victoria, estado Aragua. Con unos padres salidos del campo y 11 hermanos bajo el mismo techo, tuvo una infancia difícil. Nunca había suficiente comida para todos. Mi abuelo en algún momento había estado inscrito en actividades sindicales, por lo que los trabajos no le duraban. Muchas veces debía reunir a sus hijos alrededor de las historias de Tío Tigre y Tío Conejo antes de dormir para distraer sus mentes de los estómagos vacíos.
Su casa era la única sin luz en toda la calle, y a veces ni siquiera tenían con qué comprar la vela para alumbrarse durante la noche. Entre pedir fiado y hacer mandados para ganarse algo de dinero se fue buena parte de la niñez de mi madre. A sus 11 años, ella recorría las calles con una de sus hermanas vendiendo números de lotería, tortas, pastelitos y conservas.
Tanto ella como sus hermanos se fueron dando cuenta de la necesidad de aportar más, y cada uno fue consiguiendo empleo cuando tuvo la oportunidad. Mi madre era adolescente cuando empezó a trabajar limpiando en casas de familia, por lo que sus estudios quedaron pausados en el 2do año de bachillerato. Después de casarse con mi papá y mudarse a Los Teques, se dedicó a atender la casa, a sus hijos.
Yo conocía su historia porque me la contó muchas veces. Y sentía que lo mínimo que podía hacer por ella era corresponder ese esfuerzo. El 18 de junio de 2014, cuando supe que me habían admitido en la Universidad Central de Venezuela para estudiar Comunicación Social, nos sentimos felices. Y tuve la impresión de que ella estaba hasta más emocionada que yo.
Comenzar la universidad significó para mí un gran cambio. Yo, que vivía en Los Teques, a una hora de Caracas, debía enfrentarme a esa desconocida, bulliciosa y ajetreada ciudad. Para llegar a tiempo a mis clases, debía pararme muy temprano y pasar horas en el transporte público.
Yo, sin embargo, estudiaba con bastante ánimo. Y me iba bien. Pero poco a poco las cosas comenzaron a complicarse para todos. A medida que 2016 avanzaba, la escasez de alimentos era cada vez mayor. De pronto, la gente solo pensaba en comida.
El presupuesto familiar comenzó a reducirse. Solo teníamos un sueldo mínimo, el de mi papá, y una modesta ayuda económica que recibía mi mamá por cocinar en el colegio donde mi hermana y yo habíamos estudiado. En la casa muchas cosas dejaron de ser prioridad. Y aun cuando reducíamos el consumo, el dinero seguía sin alcanzar. Las proteínas desaparecieron de la nevera y, detrás de ellas, se fue casi el resto de los alimentos. La mayoría de las veces, pasábamos el día con una única comida: en el mejor de los casos, una taza de arroz con frijoles. En muchas ocasiones nos tocó un pequeño plato con pasta sola o una arepa de fororo o un caldo de cabezas de sardina sin verduras. Incluso llegábamos a durar más de 48 horas sin nada más que agua en el estómago.
Mi mamá siempre ha dicho que no pudo estudiar porque cuando era niña la cabeza no le daba. Solo entendí a qué se refería cuando llegamos al momento más difícil de la crisis: cuando no había nada de comida, ni esperanza de obtenerla. Yo tenía tarea y trabajos que entregar en la universidad. Y mientras trataba de estudiar, con frecuencia caía dormida con la cara sobre los libros. A veces no acababa de entender por completo las clases y no me importaba. Adelgazaba, me costaba concentrarme y siempre estaba malhumorada. Me mareaba con facilidad. Tenía dolor constante en las piernas y la espalda. El mundo entero ennegrecía cuando me ponía de pie. Los dedos de las manos me hormigueaban y siempre tenía mucho frío.
Aun así, asistía a clases. Ni yo misma sabía de dónde sacaba fuerzas. Supongo que una parte de mí sabía que si me quedaba en la casa la situación iba a consumirme. Estar ahí sería ver a mi hermana, que ya casi no tenía fuerzas o ánimos para ir al liceo, o ver a mis padres deambular por la casa desbordados por la preocupación. Si salía, sentía que estaba haciendo algo por ellos y por mí.
Además, incluso bajo esas condiciones, sabía que tenía más oportunidades que otras personas. No era la única que estaba pasándola mal. Había miles de personas afectadas en todo el país. Las podía ver en la calle, pidiendo afuera de los negocios, revisando en la basura en busca de algo. Rendirse, entonces, era una opción tentadora. Todos los días tenía noticias de algún compañero de clases que había desertado. Que si uno estaba trabajando en una panadería. Que si otro se había ido del país. Que si algún otro no había podido seguir pagando la residencia y había tenido que devolverse a su pueblo.
Por momentos me preguntaba si hacer lo mismo no sería lo mejor. Pero aún quería graduarme. No podía desistir.
La alarma del teléfono sonó anunciando un día más en medio de ese caos. Abrí los ojos y la apagué. Eran las 3:15 de la mañana. Tenía una hora para estar lista y salir, si quería llegar a mi clase a las 7:00. No me levanté. Muchas veces me ocurría que, al despertar, sufría un breve ataque de rebeldía. “¡Ya, hasta aquí!”, me decía, aunque de todas formas minutos después acabara levantándome.
Esa vez fue diferente. No estaba molesta o hastiada; lo único que sentía era cansancio. Resignada, estaba convencida de que no había nada más por qué luchar y estaba lista para ponerle fin a todo. Así que solo me quedé mirando al techo y pensé: “Dios, tú sabes que de verdad lo intenté, pero ya no puedo más. Si estás listo para terminar con esto, estoy en tus manos”.
Después de eso, solo esperé. Pero seguí respirando y todo lo que pude hacer en ese momento fue preguntarme ¿por qué?
Esa pregunta me acompañó durante días, hasta que finalmente la respuesta llegó de la forma más simple.
―Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo, ni siquiera yo ―Will Smith, o el personaje que representaba, estaba en la pantalla del televisor, con afro y bigote, diciéndole eso a su pequeño hijo.
Mi mamá estaba sentada en el borde de su cama, a menos de un metro del aparato, con los hombros caídos y el rostro serio. No creía que le estuviera poniendo mucha atención a la película. Su mirada estaba clavada al frente, pero parecía que su mente estaba muy lejos.
Esa frase la trajo de nuevo al presente. Se volteó hacia mí y me miró durante un segundo con la cabeza un poco inclinada.
―Eso mismo te digo yo a ti —dijo.
Y entonces lo supe. Esa era la razón. No una frase sacada de una película, sino ella que toda la vida me había enseñado que era capaz de hacer lo que fuera, pasara lo que pasara. Ese día me prometí que no iba a renunciar a ese sueño y que seguiría luchando con cada una de las cosas que se pusieran en mi camino.
Y no fueron pocas. Después de eso, tuve que enfrentarme a las protestas de 2017 y sus estragos emocionales, la anemia y la migraña, consecuencias de todo el desgaste al que había sometido mi cuerpo; la pérdida de seres queridos por la violencia, la negligencia y la crisis, la inflación, los apagones, los paros… Aguanté los golpes uno a uno, convenciéndome de que cada vez estaba más cerca de la meta. Cuando el 31 de diciembre de 2019 brindamos por la graduación en 2020, casi sentía que podía verla.
Pero entonces la pandemia llegó al país.
Una noche a finales de junio, cuando mi tesis debía estar entregada y defendida, estaba sentada con mi mamá en el comedor, hablando de los casos de covid-19 y nuestro panorama incierto. De repente, ella dijo:
―Yo trato de no desanimarme, pero tenía tantas esperanzas puestas en este año…
Vi cómo estaba empezando a creer que ese sueño no sería posible.
Le aseguré que, si habíamos podido con tantas cosas, podríamos con esto también. Después de todo, perder el ánimo ahora sería echar a la basura todo el esfuerzo y el sacrificio de los últimos años. No lo iba a hacer, porque si algo había aprendido de ella era que no podía renunciar a mis sueños. Tampoco iba a permitírselo a ella, que me había impulsado para llegar hasta aquí.
Ahora soy yo quien le da esperanzas.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.
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María José González
Soy una cuentera de vocación. Para mí, contar historias es una necesidad, una pasión y un compromiso. #SemilleroDeNarradores
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