Solo un milagro la va a salvar
Elvia Carvajal tenía 17 años y estaba embarazada. A los 7 meses de gestación, el parto se le adelantó. Corrió al ambulatorio más cercano a su casa, en El Palmar, un pueblo del estado Bolívar, en el sur de Venezuela. Así comenzó una carrera de obstáculos para traer a su hijo al mundo.
Ilustraciones: Ivanna Balzán
Elvia Carvajal estaba entusiasmada con la llegada de su primer bebé. Tenía 17 años y, apenas supo que estaba embarazada, buscó un trabajo porque entendía que tener un bebé era una responsabilidad con la que no debían cargar sus padres. Ya ellos tenían suficiente criando a sus hermanos, uno de 2 y otro de 5 años. Encontró un empleo limpiando en una casa de familia.
A los 7 meses de embarazo, la tomó por sorpresa sentir un líquido entre sus piernas. “El bebé viene en camino”, pensó.
A las 8:00 de la mañana del 8 de noviembre de 1994 acudió al ambulatorio más cercano, a una cuadra de su casa. Su mamá la acompañó. En El Palmar, un pueblo del estado Bolívar, en el sur de Venezuela, no hay grandes centros asistenciales. De hecho, para controlar su embarazo, Elvia viajaba hasta Upata, a una hora de allí, donde hay un hospital más grande.
En ese ambulatorio pasaban las horas. Les decían que esperaran. La examinaban cada cierto tiempo para verificar los centímetros de dilatación del cuello del útero. Su madre estaba angustiada porque había escuchado que varios bebés habían muerto allí durante el proceso de parto. El ambulatorio tenía poco personal. Y ya desde los pasillos era evidente que no cumplían con la limpieza apropiadamente.
Cuando Elvia tenía unas 3 horas en el ambulatorio, se acercó un doctor a revisarla, y al terminar le sugirió al médico de guardia que la refiriera a Upata, porque ella no iba a poder parir: su pelvis era estrecha y ovalada, por lo que la salida del bebé se dificultaría, según dijo. Había que hacerle cesárea y el centro de salud no contaba con una unidad de cuidados intensivos neonatales para bebés prematuros.
Pero Elvia siguió esperando porque el médico de guardia aseguraba que sí podía dar a luz de forma natural. Y así pasó el día, con dolor y contracciones.
A las 9:00 de la noche, la llevaron a la sala de parto. El personal de salud introducía sus manos dentro de Elvia para sacar al bebé, pero no lo lograban. Le hicieron una incisión en la vagina, supuestamente para ayudarla. Pero fue un procedimiento no solo inútil sino contraproducente: Elvia comenzó a desangrarse.
Su mamá, que esperaba afuera, decidió entrar a la sala porque nadie le daba cuenta del estado de su hija. Tocó la puerta repetidas veces y, cuando le abrieron, entró de forma desaforada para hablar con el médico. Elvia decía que sentía mucho dolor. Al ver la sangre y el rostro pálido de su hija, comenzó a gritar:
―¡Ese doctor está recién graduado y no sabe atender partos!
El escándalo resonó en todo el lugar. La madre quería llevarse a su hija. Gritaba desesperada. Los rumores de que allí habían muerto varios bebés en los últimos meses era lo que la ponía tan nerviosa y la razón por la que, en un principio, no había querido acudir a ese ambulatorio.
El doctor se apresuró a tranquilizarla y dio la orden de sacar a Elvia de ahí.
A las 11:00 de la noche la trasladaron hasta el Hospital Gervasio Vera Custodio, en Upata. Pero allí no había anestesiólogos y no podían atenderla. El doctor que la recibió le suturó la incisión. Elvia tragaba grueso, apretaba las manos de su mamá. El médico les explicó que debía hacer aquel procedimiento para detener el sangrado porque tenía la hemoglobina muy baja. Lo sabía por unos exámenes de laboratorio que le habían hecho previamente. La sensación de la aguja penetrando su piel se le hacía insoportable.
―En el nombre de Dios, todo saldría bien ―dijo el doctor, y la refirió al Hospital Raúl Leoni en San Félix, a una hora de distancia de donde se encontraban.
Y salieron con prisa, como quien tiene las horas contadas.
Ya casi era media noche y la oscuridad en la carretera la hacía parecer más peligrosa.
Mientras iba en la ambulancia del hospital, sin fuerzas, una enfermera le hablaba:
―Déjate de cuentos, que tú puedes parir. Puja con todas tus fuerzas para que salga el muchacho.
Lo intentaba, porque aparte le habían suministrado pitocin, un medicamento usado para acelerar las contracciones del cuello del útero y ayudar a las mujeres en la expulsión del bebé. Pero no funcionaba. La enfermera insistió. Intentó ayudarla. Le hizo un tacto vaginal, pero eso solo provocó que se abriera nuevamente la herida que le acababan de suturar.
Elvia se despidió de su mamá y rezaba. Tenía mucho sueño. Trataba de no dormirse.
―Hija, no te duermas. Ya vamos a llegar, por favor no te duermas…
―Mamá, es un sueño muy profundo ―luchaba para no perder el conocimiento.
―¡No te me duermas, abre los ojos!
Pensaba que la muchacha iba a morir, y recordó las palabras que le había dicho al doctor en Upata durante la sutura:
―Prométame que si hay que elegir a uno de los dos, salvará a mi niño.
Al llegar al Raúl Leoni, la llevaron al quirófano y allí le pusieron anestesia. Cuando despertó, ya le habían practicado una cesárea; el niño estaba amoratado y tenía problemas respiratorios. Lo llamaron César Gabriel.
Ella se sentía muy mal: no podía moverse y estaba débil. Le molestaba mucho la herida. En los días siguientes, comenzó a presentar fiebre y malestares. Luego de evaluarla, los doctores notaron que su herida estaba infectada. Entonces decidieron dejarla hospitalizada.
Transcurrieron semanas de antibióticos y cuidados con la herida abierta para tratar la infección. Mientras tanto, su hijo cumplía el tiempo requerido en la incubadora.
Uno de esos días, César Gabriel se perdió. Y nadie sabía cómo. No estaba donde la enfermera lo había dejado. El personal del hospital se preocupó. Las madres que acababan de dar a luz estaban angustiadas. Después de algunas horas, encontraron al bebé en el último retén del hospital. La única explicación que Elvia recibió por parte de las enfermeras fue que intentaron aislar al niño porque estaba muy delicado. Lo identificaron porque era el único prematuro que había nacido en esos días: a la vista era el más pequeño y de más bajo peso.
Recibir a su hijo se había convertido para Elvia en una carrera de obstáculos. Estaba convaleciente, con un bebé prematuro que corría todo tipo de riesgos. Tenía que comprar comida, antibióticos y productos para el aseo, pero no tenía con qué.
La comida para ella y su mamá siempre fue una preocupación, pero a veces resolvían con lo que les regalaban otros pacientes del hospital. Toda su familia vivía en Caracas, no conocían a nadie en San Félix y no podía proveerse las viandas por tantas semanas. Las enfermeras le decían que debía tener una buena alimentación por el bien de su hijo.
Y para costear todos los gastos de medicinas y comida por esos meses, estando tan lejos de su hogar, lo único que se les ocurrió fue una medida extrema: vender la casa, lo único que tenían. Se trataba de una vivienda diminuta, en un caserío poco concurrido de El Palmar. Después de venderla pensaron en alquilar una habitación.
En el hospital un olor desagradable impregnaba la habitación que les asignaron, proveniente del baño en malas condiciones. Una enfermera le contó de la posibilidad de que su herida se hubiese contaminado por falta de higiene en el quirófano. Y también le dijo que eso era algo que pasaba con bastante frecuencia.
Los médicos del Hospital Raúl Leoni hicieron un informe para demandar al primer doctor que la atendió en el ambulatorio, porque consideraron que había sido negligente. Pero Elvia no llevó el caso a mayores porque no le interesaba saber más de aquel hombre.
De aquello han pasado 26 años.
Después de recordar todo lo que vivió, Elvia sigue repitiendo lo mismo que dice desde entonces: “No vuelvo a parir”. La madrina de César, que estuvo presente el día que Elvia llegó a Upata pidiendo ser atendida, recuerda que el doctor dijo una frase que le quedó resonando en la cabeza:
―Solo un milagro la va a salvar.
Ahora, luego de escucharla relatar esta historia, ella evoca ese momento.
―Eso son ustedes, comadre: un milagro.
―¡Amén, comadrita! ―responde Elvia con una expresión de alivio.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.
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Daniela Pineda
Me gusta tanto leer que aquí estoy. Tengo 21 años y estudio comunicación social en la Ucab Guayana. Me apasiona el periodismo y creo que lo mejor de las historias es poder contarlas. #SemilleroDeNarradores
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